Cuando arribaron las mujeres de los Castillas

Vinieron de la parte por donde el sol sale cada mañana. Al principio fueron llegando con cierta timidez, y muchas de sus horas las pasaban en la contemplación de los maravillosos paisajes que les brindaban las tierras recién descubiertas.
Luego, aquellos Castillas de la parte del levante, dejaron a un lado la contemplación de los paisajes, y con la avidez escrita en todos y cada uno de sus barbudos rostros, se fueron por la búsqueda obsesiva del oro y las piedras preciosas.
Cuando arribaron en aquellas primeras veces, los indígenas observaron que aquellos hombres no llevaban consigo mujeres algunas, siendo todos hombres solos, infatigables: amigos de los truenos y los monstruos, y muy ruidosos en sus campamentos y exploraciones.
Una india Taina cubana, camino luego de su ancianidad, conocedora de la lengua de aquellos los Castilla, fue madre catorce veces sin que nunca en su vientre llevara gentes al completo de su raza, pariendo mestizos y tratando, en las postrimerías de su vida, llegar a entender y comprender el por qué, cuando a ella su madre, tiempos de atrás, le había dicho que por muchas lunas, por muchas lluvias, en su tierra Taina que llamaban Cuba, vivieron de siempre su gente, y de pronto, un mal aire trajo a aquellas gentes desdeñosas del sustento, la tradición y el trabajo.
Los llegados, tan solo le tenían temor a uno que llamaban don Diego Velázquez: un castilla orondo, fofo, vestido con unos ropajes que le hacían con mucha frecuencia buscar el consuelo de las sombras de los árboles porque al parecer el sol lo lastimaba en extremo. Y, aquel dios que con frecuencia nombraban, al parecer lo desembarcaron en algún islote de la mar para que no los viera cometer tantas tropelías y atrocidades, y así poder engañarlo.
Porque entre las muchas cosas que extrañaba a aquellos tainos primeros que vieron llegar los hombres barbudos por el viento de levante, estaba el hecho de que si en aquellos lugares había buen mantenimiento para todos y tierras en suficiente para asentarse, los que ya vivían y los recién llegados podrían tener un pacífico vivir, en una tierra donde la abundancia de comida permitía la subsistencia de todos, sin necesidad de que aquellos castillas estuvieran siempre inquietos.
Recordaba la vieja taina que, cuando era joven, otro castilla, al que nombraban como Bartolomé de las Casas, un día que llovió mucho, vertió agua sobre su cabeza y le dijo que en adelante se llamaría Remedios. Siendo el hombre que la fue introduciendo en el conocimiento de la lengua que usaban aquellos llegados, que acampados por el lugar al que sus antepasados llamaron Baracoa, se pasaban los días preguntando en lo que había más allá de los horizontes; como si aquel bello y dulce emplazamiento les fuera del todo desagradable.
Aunque ella en principio no llegó a comprender el por qué los castillas les obligaron con nervios y urgencias, aquel día que venían por el horizonte tres casas flotantes juntas, a que todas las mujeres jóvenes se ocultaran tras un cercano altozano al cuido y vigilancia de cuatro barbudos. Después, cuando de las casas flotantes empezaron a bajarse gente en canoas de desembarco, desde lo alto de un montículo, la india taina bautizada como Remedios, vio, por la primera vez, como pisaban tierra aquellas mujeres de los castilla. Las cuales sonriendo y mirando de acá para allá  caminaban entre la algarabía de los hombres que se empujaban entre sí para estar más cerca de ellas. Portando todas unas enormes vestimentas de multitud de colores, y siendo reverenciadas a su paso por aquellos barbudos que, aquella misma noche, hicieron correr sangre en el campamento donde habitaban por causa de algunas puñaladas que se dieron.
A aquellas mujeres también las preñaban los castilla. Pero cuando se produjeron algunos nacimientos, en vez de festejarlos, en muchos de aquellos partos volvió a correr la sangre. En diferencia a como ocurría cuando ella o alguna de las suyas daban vida a una criatura por cuyas venas discurría sangre de aquellas gentes arribadas desde la mar.
Cuando la india Remedios envejeció en la soledad de sus recuerdos, acostumbrada estaba a que todos los que un día llegaron, con frecuencia nombraban que los tainos eran gentes malas, indecentes, porque no querían aceptar a un dios nombrado por ellos, pero que nunca arribo hizo por aquellas tierras, ni amigo, al parecer, era de los tainos, puesto que en enfermedad poco a poco se los fue llevando a todos, y dejó, lo que desde antaño perteneció al pueblo taino, en manos de los que sin respeto campeaban por todos los lugares de aquella tierra hermosa llamada Cuba.
El día que la anciana taina Remedios se cansó de todo y cerró sus ojos para siempre, justo en el lugar donde unos mulatos enterramiento le dieron, nada más arrojar sobre su difunto cuerpo el último puñado de tierra, en un instante, un hermoso pino hembra hizo tal crecimiento, que majestuoso se alzaba por encima de todos los demás pinos. Y perdurará, según nos dijeron aquellos cubanos, al tiempo que lo observábamos con silencio y devoción, mientras que exista un solo taino en aquella tierra que ellos llamaban Cuba, y que los castilla quisieron trastocar hasta en el nombre llamándola Fernandina, Juana o Santiago, según sus egoístas conveniencias.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis

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