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Un cuento para la Navidad

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Prefiero seguir pensando que cada Navidad seguirán viniendo primos de USA o La Habana

Carlos Cabrera Pérez
Irene está gozando la papeleta.
Ayer conoció a primos venidos de Oregón, Chicago, Tennesse, New York, Miami y New Orleans; de los que tenía una remota idea, apenas dibujada en su mente por los relatos de su padre.
Entre ellos parlotean en Inglés como si se conocieran de toda la vida y wassapean incensantemente en ese afán de ellos por descubrir a la prima «gallega» y esa curiosidad de la española por saber que, además de sus abuelas; tiene otra familia más allá del charco grande.
Tras la cena de Nochebuena, pusimos en marcha un Bingo, donde el número de cada bola que salía de la jaula redonda correspondía a un nombre y a un regalo.
Los más pequeños, Irene incluida; flipaban en colores con la «novedad», de hecho, preguntaban cómo se nos había ocurrido; y no tuvimos más remedio que contarles la verdad.
No es una idea nuestra; sino de nuestros abuelos asturianos y canarios que cada 24 y 25 de diciembre armaban bingos en sus casonas habaneras de puntal alto y azulejos hasta la mitad de las paredes, para que sus nietos sufriéramos la impaciencia por recibir nuestros regalos.
Mi abuelo canario, Carlos Cabrera Morodo-Pastrana, manipulaba el bingo y le sacaba -previamente- una bola por cada nieto para que pensáramos que nos tocaban menos regalos de los reales y no iba a por los regalos escondidos hasta que no nos veía rabiar.
Así lo hicieron siempre; aunque la Navidad fue extinguida en Cuba en 1969-1970.
Solo dejaron de hacerlo con sus muertes; incluida la de mi abuela Pilar, una campesina asturiana, analfabeta, flaca y pobre que me quiso con locura; que tuvo la ocurrencia de morirse un 25 de diciembre; que es un azar, como nacer.
Carlitico, me llamaba Pilar Pérez Claro; Pili para sus amigas; que tuvo una única hija; y luego fue operada de «vesícula e interior», que era su manera de referirse al útero y los ovarios; palabras que creía feas o inapropiadas para decirlas delante de extraños.
Mi abuela, Susana Herminia Gutiérrez-Dávila de Armas; de La Palma, con sus cejas negrisimas y su pelo blanco; como ahora yo, perdió la cabeza y se autoproclamaba: descendiente directa de la «Princesa de Armas»; la única ganadera de Cuba y me traspasaba un millón de dólares diarios a una cuenta en Nueva York que aún no he podido encontrar.
Ni siquiera he podido encontrar el rastro de aquella supuesta princesa guanche que mi abuela reclamaba como pariente suya.
Y qué más da.
Prefiero seguir pensando que cada Navidad seguirán viniendo primos de USA o La Habana y que mis abuelos se han escondido en las bolas del bingo y en las habitaciones para salir de ellas cargados de regalos y dar la sorpresa a Irene, Kely, Isis y Mary.
Mientras tía Juana, la lagartija. La abuela más inesperada y cariñosa que haya podido encontrar Irene; siga avisándonos que no sirve querer y, sobre todo, «ay, prenda, es que no sabemos lo que nos está esperando…»

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