La ciudadanía bajo el régimen español

Gracias a José Efraín Hernández Acevedo que nos lo ha hecho llegar para que podamos difundirlo en las redes sociales.
«La ciudadanía bajo el régimen español». Por: Dr. Rafael Soltero Peralta, quien fuera profesor de Derecho Mercantil de la Universidad de Puerto Rico, Rev. Jur. U.P.R. 231, 1932.
 
Siguiendo el método que me tracé en el primer capítulo de esta Memoria, procedo a hacer un examen de la ciudadanía según se manifiesta en las leyes fundamentales extendidas a Cuba y Puerto Rico durante los últimos años de dominación española.

La legislación que debe analizarse

No es preciso recorrer el siglo XIX buscando las reformas liberales que en diversas fechas se hicieron extensivas a las Antillas. Que la Junta Revolucionaria española de 1809 declarara ‘‘los vastos y preciosos dominios’’ de España en las Indias “una parte esencial e integrante de la monarquía española”; que las célebres Cortes de Cádiz proclamaran en 1812 “el inconcuso concepto de que los dominios españoles de ambos hemisferios formaban una sola y misma monarquía, una misma y sola nación y una sola familia, y que por lo mismo los naturales fueren originarios de dichos dominios europeos o ultramarinos eran iguales en derechos a los de la Península; (1) que en 1836 se convocara a Cortes a los Diputados de Cuba y Puerto Rico repitiendo de este modo la práctica iniciada para lá Asamblea de 1812 y continuada para la de 1820; que en ese parlamento de 1836 se les negara entrada a los diputados antillanos, iniciándose entonces un período de dictadura despótica que se prolongó por más de tres décadas; (2) que al convocarse nuevamente las Cortes españolas en el 1872, a los antillanos les fue reconocido el derecho de participar en sus deliberaciones, iniciándose luego un período de extensas y sustanciales reformas en el régimen de las Islas; que toda esta verdad histórica esté, mantenida por cuantos historiadores hayan fijado su atención en la vida política antillana del siglo XIX, o por constar en las leyes que, durante ese siglo, promulgó el Reino; no es cosa que por ahora deba interesarnos. Buscamos el reconocimiento de una verdadera ciudadanía extensiva a la totalidad del pueblo portorriqueño.
En punto a las libertades políticas que la madre patria reconoció a las Antillas, hay una fecha gloriosa que los antillanos españoles no podrán jamás echar al olvido. Esa fecha es la de 25 de noviembre de 1897. Todo lo que en materia de ciudadanía pueda decirse respecto a los cuatro siglos de dominación española sobre las islas del Caribe, hay que decirlo tomando como punto culminante y de mayor significación los decretos que en aquel memorable día firmó la reina María Cristina.

Son tres los que en tan gloriosa fecha promulgó la Corona de España en beneficio de sus territorios ultramarinos:

Estas tres leyes se complementan entre sí consagrando cada una de ellas un principio distinto de gobierno democrático: la que establece identidad de derechos entre los insulares y peninsulares dispone la aplicabilidad, en principio, de la Constitución española en sus posesiones de ultramar; la carta autonómica las concede un amplio margen en la dirección de los asuntos locales; la extensión de la Ley Electoral consagra en las Islas el principio de la Ciudadanía. Con ella los habitantes de Cuba y Puerto Rico dejaron de ser, en masa, simples nacionales de España para convertirse en ciudadanos del Estado español. Examinemos por su orden y en lo pertinente estas tres leyes del año 1897.

El Sistema Constitucional español

El examen que nos hemos prepuesto, nos lleva irremisiblemente a un estudio del régimen constitucional de España, a cuya sombra podamos distinguir las posiciones que, en el orden de los derechos políticos, ocupaban entonces los individuos sujetos a la Corona de España. Sigamos el proceso.
Por Real decreto de 25 de noviembre de 1897, antes aludido, se dispuso como declaración fundamental del decreto, que “los españoles residentes en las Antillas gozarán, en los mismos términos que los residentes en la Península, de los derechos consignados en el título 1° de la Constitución de la Monarquía y de las garantías con que rodean su ejercicio las leyes del Reino.”,

“A este fin, y,, con arreglo al art 89 de la Constitución, las leyes complementarias de sus preceptos y en especial la Ley de Enjuiciamiento criminal, la de Orden público, la de Expropiación forzosa, la de Instrucción pública, y las de Imprenta, Reunión y Asociación y el Código de Justicia Militar, regirán en todo su vigor en las-islas de Cuba y Puerto Rico, de suerte que pueda cumplirse en toda su integridad el artículo 14 de la Constitución”.

Artículo 39 —El Ministerio de Ultramar… revisará la legislación de las Antillas … a fin de que en adelante ni en la gobernación ni en la administración de justicia en aquellos territorios puedan… invocarse ni aplicarse disposiciones que estuvieran en contradicción con la letra y el espíritu de la Constitución de la Monarquía española”.
En estos preceptos deberá advertirse una extensión a las Islas de Cuba y Puerto Rico, no de toda la Constitución española como aparentemente podría deducirse, sino del Título V de la Constitución; y es preciso hacer un examen de su texto para determinar hasta qué punto llegaban las garantías de este decreto.
La Constitución española de 1876, entonces vigente, en su Título I aludido, bajo el epígrafe “de los españoles y sus derechos”, declara que:
“Son españoles:

No es necesario analizar al detalle estos preceptos para caer en la cuenta de que en ellos se define la nacionalidad española. Las personas que se encontraran en las condiciones señaladas por el artículo, no ocupaban por ello más posición que la de “nacionales: de España, miembros de la nación, como ámbito general sobre el que se extendiera- la soberanía del Estado.
Bajo el mismo título y a continuación del artículo transcrito, se consigna una serie de garantías e inmunidades de que disfrutarían las personas calificadas como españoles a tenor de las condiciones señaladas anteriormente. Entre las garantías enumeradas se destacan por su importancia las siguientes: (4) a) Ningún español puede ser preso sino en virtud de mandamiento de arresto y en las condiciones que se señalan; b)se garantiza la inviolabilidad del domicilio; c) la expropiación forzosa no puede hacerse sin mediar la indemnización correspondiente y existiendo justa causa de utilidad pública; d) se garantiza la libertad de culto; e) de palabra, de reunión y de asociación, y de petición al gobierno; f) aptitud de todo español para ocupar empleos y cargos públicos; g) garantía contra las leyes ex post facto h).
Tal es el contenido sustancial del Título V de la Constitución de 76 y tales son las garantías que por aquél decreto de 25 de noviembre se hicieron extensivas a las Antillas. En este aspecto constitucional, los españoles de las islas fueron equiparados a los españoles de la Península. ¿Puede decirse por esto que los portorriqueños obtuvieron la categoría de ciudadanos españoles? No. ¿Constituía esta nueva posición de la colectividad portorriqueña un plano más alto sobre el que ya ocupaban? Sí; este decreto demuestra que los antillanos no fueron “nacionales” de España hasta ese día en que se les extendieron los derechos correspondientes a los “nacionales’’ españoles.
Pues bien, ese nuevo plano que ocuparon los portorriqueños al extendérseles la porción constitucional de los derechos individuales no alcanzó, como antes he afirmado, a darles categoría de ciudadanos. Sigamos el proceso para ver si damos con el hecho que los elevará a esta superior dignidad.
La Carta autonómica que en la fecha indicada se promulgo para las islas de Cuba y Puerto Rico contiene reformas de verdadera importancia para nuestro estudio. Muchos ven en esta ley autonómica el contenido de las mayores libertades políticas obtenidas de España por las Antillas. En otra parte de esta Memoria he sostenido el criterio de que las concesiones hechas por un poder soberano a los miembros de una entidad local, para el régimen interno de sus asuntos especiales, no constituye “stricto sensu’ una concesión de libertades políticas. Propiamente hablando, las libertades políticas no se conceden, se reconocen. Y así como una sociedad mercantil obtiene amplia esfera de concesiones para su régimen interno sin que pueda por ello sostenerse que sus miembros alcanzan mayores libertades políticas, otro tanto puede decirse de las concesiones que en el mismo orden disfruta una división territorial cualquiera, y. gr. el municipio, la colonia. Tal fue el efecto sustancial de la Carta Autonómica de 1897. Examinemos sus disposiciones básicas para ver hasta qué punto progresaron con ella las libertades políticas (si políticas pueden llamarse) extendidas a los portorriqueños.
El primer principio fundamental de esa ley está consignado en su artículo 2°, que consagra el mantenimiento de la autoridad suprema de la Metrópoli sobre la isla de Puerto Rico, a través de un Gobernador General, como representante del Rey en la provincia. Esto significa que la libertad política de la Isla, si alguna tuvo, tenía que buscarse dentro del sistema constitucional español. La Isla estaba privada de su independencia; no constituía entidad separada de la Metrópoli. Y siendo la Metrópoli un Estado, una colectividad orgánica soberana, la libertad de los insulares sometidos a la soberanía habría que buscarla confundida con la que disfrutaban los peninsulares como miembros activos de aquella, soberanía. La ley autonómica de 1897 no es la que realiza esa función. Ya examinaremos más tarde el decreto que lo logra. Sigamos el examen de la carta de 1897.
He dicho que en la Carta autonómica de 1897 se mantuvo el principio de la soberanía de España sobre la Isla. ¿Quería decir esto que Puerto Rico no podría mantener relaciones directas de ningún género con los demás países extranjeros? En muchos aspectos de su actividad, sí. Pero en el orden comercial se le reconoció el derecho de intervenir en la negociación de tratados que afectaran las relaciones mercantiles de la Isla, y de disponer las cifras de sus propios aranceles, pudiendo fijar los derechos de importación y exportación en el territorio insular. Además, se establecen las bases para regir las relaciones mercantiles entre la Isla y la Metrópoli. (5).
En este punto de nuestro análisis yo abrigo profundas dudas respecto al alcance de tales disposiciones; y me inclino a creer que España cedió por ellas parte de su soberanía al poner en manos de los antillanos una materia de tanta trascendencia como lo es para un Estado la regulación de sus relaciones mercantiles. Aquí pueden separarse dos fases de la cuestión: de Una parte, el reconocimiento del derecho a intervenir en la negociación de tratados comerciales en que pudieran afectarse los intereses de la Isla. Este reconocimiento no altera, a mi modo de pensar, el principio de la soberanía del Estado: era sencillamente una manera especial de darle a las islas, en la proporción que les correspondía, una participación en los altos poderes de la Metrópoli (en este caso, el poder de regular el comercio con países extranjeros —atributo especial de la soberanía que sólo era, por este hecho, compartida pero no cedida). De otra parte, el reconocimiento de la potestad insular para formar sus propios aranceles y fijar los derechos de importación y exportación. Este otro reconocimiento, me hace pensar que la soberanía estatal fue cedida por la Metrópoli a la provincia. La fijación de impuestos sobre la entrada y salida de artículos en un territorio constituye una forma de regular el comercio; y al disfrutar la isla de esta importante facultad no participaba “proporcionalmente’’ de la soberanía nacional, sino que disfrutaba ‘‘totalmente” de ella en uno de sus aspectos, colocándose n situación privilegiarla sobre el resto de las provincias españolas que no gozaban de aquel derecho.
En virtud de aquellas disposiciones Puerto Pico y Cuba pasaron a ocupar una posición especial de comunidades “parcialmente” soberanas, con una doble personalidad: internacional y constitucional.
Sea de esto lo que fuere, no es en la carta autonómica donde se consagra en toda su plenitud el principio de la ciudadanía. Es cierto que ella recaba para las Antillas una porción de la soberanía política, pero eso sólo no es bastante para considerar que alcanzaran la condición de ciudadanos. Ha de tenerse en cuenta, que la ciudadanía no consiste precisamente en el goce de una porción de la soberanía, sino en la participación, no importa en el grado que sea, del ejercicio de la soberanía: de la total soberanía del Estado. La diferencia es aparentemente sutil pero no carece de sustancia.

Examinemos ahora lo que en otro orden ganaron los portorriqueños con la Carta autonómica

Con razón se le llama ‘‘autonómica” porque eso fue lo que principalmente obtuvo la isla con su promulgación: un régimen de amplia autonomía. Es conveniente determinar en qué consistió esa autonomía. Sus notas más salientes y que más afectan a nuestro problema, son las que siguen:
Primero: La organización de un parlamento insular, con facultades para legislar sobre todos los asuntos locales, no reservados expresamente al gobierno de la Metrópoli. (6).
Segundo: El parlamento insular debía ser electo por el voto popular, con la excepción de 7 miembros del Consejo de Administración, que serían designados por el Rey. (7).
Tercero: El veto de las leyes no correspondía al gobernador general, sino al Consejo de Ministros del Reino. (8).
Cuarto: Ningún mandato del gobernador general podía llevarse a efecto si no estaba refrendado por un secretario de despacho, y el responsable en todo caso era el secretario; existiendo esa responsabilidad sólo para ante las cámaras insulares. (9).
Quinto: Una serie de artículos, desde el 52 al 62 garantiza a las provincias y a los municipios un régimen de autonomía, con sus diputados y ayuntamientos electos directamente por la voluntad popular, el derecho a confeccionar sus presupuestos locales, legislar sobre instrucción pública, sanidad local, y nombrar y separar libremente sus empleados.
Sexto: La constitución autonómica no podría ser modificada más que en virtud de una ley y A PETICION DEL PARLAMENTO (.10).
Séptimo: Las leyes relativas a la administración de justicia y organización de los tribunales serían de carácter nacional —es decir, que el sistema judicial de la Nación abarcaba el territorio de la Isla y funcionaba en ella con arreglo a las leyes generales del Estado. (11).
Estas disposiciones confirman la contención de que los españoles de las Antillas disfrutaban de amplias libertades en la dirección de sus asuntos locales. Las funciones correspondientes a la administración de la hacienda, instrucción, obras públicas, comunicaciones, agricultura, industria y comercio (12) fueron puestas en manos del elemento antillano, reservándose la Metrópoli aquellas otras de carácter nacional, con la excepción ya indicada.
La Carta autonómica fue una realización altamente satisfactoria de las aspiraciones liberales de los portorriqueños que, deseando continuar su vida política bajo la soberanía de España (13) y dentro del sistema constitucional de ésta, también querían una esfera razonablemente amplia en el control de sus asuntos locales. La Constitución autonómica d»1 1897 no desmiente en los portorriqueños su condición de ciudadanos españoles; al contrario, la reconoce y la garantiza en varios de sus preceptos (14). Pero con ella Puerto Rico sólo ganó concesiones, no se le reconoció libertades políticas. Su importancia estriba en aquello: en la obtención de autonomía corporativa, de régimen societario. La posición constitucional dentro del sistema español no la obtuvo tampoco Puerto Rico con esa ley; fue necesario complementarla el mismo día con un decreto que extendió a los portorriqueños el sufragio universal en las mismas condiciones en que lo disfrutaban los españoles peninsulares.

El Decreto de Adaptación de la Ley Electoral

Los antecedentes de este decreto los encontramos en reformas anteriores que nunca llegaron a satisfacer cumplidamente las aspiraciones de la provincia. Por decreto de 27 de diciembre de 1892 el número de ciudadanos españoles en Puerto Rico fue aumentado considerablemente, en la proporción inversa de 25 a 10. Hasta entonces, 25 eran los pesos que en concepto de contribuciones al Estado debía satisfacerse para obtener el reconocimiento de la ciudadanía; o sea, para poder elegir los Diputados insulares a las Cortes de España. En estas condiciones la categoría de ciudadanos con anterioridad al 27 de diciembre de 1892, sólo les estaba reservada a la clase burócrata, al reducido núcleo de burgueses a quienes favorecía su condición de ricos para el disfrute de los derechos fundamentales dentro del Estado.
El decreto del 1892 (15) redujo a diez pesos, en Puerto Rico, la cifra de la contribución exigida, aumentando como se ha dicho, en razón inversa, el número de los ciudadanos. Pero todavía no podía decirse que existía “ciudadanía’’ en Puerto Rico; a lo sumo podría aceptarse que había “ciudadanos” en Puerto Rico. La enorme masa de los habitantes, el pueblo propiamente entendido, no podía decirse que con esta reforma “a medias’’ obtuviera la distinción ciudadana. Todavía el país necesitaba una nueva reforma que lo ingresara EN MASA al sistema político de la Metrópoli. Esa reforma se operó simultáneamente con la reforma autonómica de 1897 mediante un decreto del mismo día 25 de noviembre, por el que se adaptó a Puerto Rico la ley del sufragio universal vigente en la Península. Fecha gloriosa esa, repito, en que España, convencida de la capacidad de los insulares, cumplió su deber de madre patria, reconociendo la mayoridad de sus distantes hijos.

La Ciudadanía española en Puerto Rico

Ya la Constitución española de 1876 en su artículo 89 había señalado, el camino en el reconocimiento de los derechos políticos de las Islas. Y en un artículo transitorio consigna él derecho de los cubanos y los portorriqueños a estar representados en las Cortes del Reino; disponiendo que una ley especial determinaría la forma en que debían estar representados; y poniendo en manos del gobierno la facultad de determinar cuándo y cómo debían ser electos los representantes antillanos al Parlamento español.
Darle efectividad a estas disposiciones constitucionales era suficiente para que las dos islas pasaran a formar parte del sistema político español, de su organismo constitucional. Antes he dicho que con anterioridad al 1892 (16) ya existía un pequeño grupo de portorriqueños que, sin estar equiparados políticamente a los peninsulares, gozaban del derecho de elegir representantes a las cámaras nacionales. En esta forma se dio cumplimiento originalmente al precepto constitucional indicado. Decretado el Sufragio Universal para la Península en 1890, la desigualdad entre los españoles de ultramar y los de la Metrópoli resultaba tan notoria, que dos años más tarde, por el decreto que ya hemos examinado, se redujo el requisito contributivo de 25 a 10 pesos, para la Isla de Puerto Rico, quedando por consiguiente una diferencia fundamental entre unos y otros españoles. No fue hasta el 25 de noviembre de 1897 cuando se decidió el gobierno español a establecer en definitiva la igualdad de derechos entre los ciudadanos de la península y los del territorio insular, no sólo por la extensión a Puerto Rico del sufragio universal, tal como existía este derecho para los peninsulares, sino también por la extensión de las garantías contenidas en la Constitución de 1876. Los decretos complementarios de la Carta Autonómica de 1897, al reconocer a los portorriqueños los mismos derechos individuales de que disfrutaban los peninsulares, y adaptar a la isla la ley electoral que regía en España, fundieron la colectividad portorriqueña en un mismo sistema político con los habitantes de la Península. Unos y otros gozaban del primero y fundamental derecho de elegir sus representantes al parlamento Nacional; a unos y a otros les asistían los mismos derechos ante el1 gobierno del Estado y todos estaban garantizados por una sola Constitución que abarcaba en su mecanismo orgánico a insulares y peninsulares. Había una disposición única, general, que regía sobre la isla con igual fuerza que en la Península: el artículo de la ley electoral de 1890, adaptada a Puerto Rico por él decreto que queda indicado:
“Artículo 1°: Son electores para Diputados a Cortes todos los españoles, varones, mayores de 25 años, que se hallen en el pleno goce de sus derechos civiles y sean vecinos de un municipio en el que cuenten dos años al menos de residencia.”
Y el artículo 3° de la citada ley de 1890 se insertó en otro número (1) en la adaptación que de ella se hizo para las Antillas. Tanto el original como la adaptación disponen en párrafos distintos, pero en idénticas palabras lo siguiente:
“Son elegibles para el cargo de Diputados a Cortes todos los españoles varones de estado seglar mayores de 25 años que gocen de todos los derechos civiles… (17)
Estas dos disposiciones fueron las que implantaron en la Isla de Puerto Rico la ciudadanía española. Ya no podría, después de esa fecha, decirse simplemente que en Puerto Rico había ciudadanos españoles—refiriéndose al escaso número de privilegiados que anteriormente obtuvieron, sus derechos políticos; ahora podía afirmarse sin reservas que los portorriqueños eran ciudadanos españoles. La unidad política española estaba lograda, y comprendía como elementos integrantes de ella a los miembros de la familia portorriqueña.
El partido liberal español cumplió fielmente su promesa. Las frases de su presidente Práxedes Mateo Sagasta, tan sabias cuanto generosas, expresan en la exposición de motivos de uno de los decretos el amplio espíritu de justicia que animó aquella reforma. Entre otras cosas dice:
“En los momentos en que se da a las islas de Cuba y Puerto Rico una Constitución autonómica, que confía a sus propias iniciativas la dirección y el gobierno de los intereses locales, IMPORTA SOBREMANERA AFIRMAR LA UNIDAD CONSTITUCIONAL, como base firmísima de la integridad del territorio.” “Es pues, acto de buena política, y en todo caso acto de rigurosa justicia hacer cuanto esté en manos del Gobierno para que la Constitución se aplique desde ahora EN TODA SU INTEGRIDAD en el territorio antillano, borrando las huellas de la desigualdad y previniendo, por una revisión completa de la legislación, que por confusión o errores, pueda haber españoles a quienes no alcance la acción protectora de las leyes”. “… faltaría la lógica, y por consiguiente la autoridad necesaria para gobernar con prestigio, si no se proclamara COMO PRIMERA Y SIGNIFICATIVA PARTE de la transformación que damos a nuestro régimen colonial la UNIDAD CONSTITUCIONAL, lazo de unión de todos los españoles, dentro del cual el libre gobierno local de aquellos preciados territorios restablecerá la confianza en la madre patria, y será prenda segura de la sinceridad con que quiere hacerles amable su soberanía.”
Así se produjo Mateo Sagasta y así lo dispusieron los decretos de 1897. De este modo fueron honrados los portorriqueños con la Ciudadanía de la Madre Patria…
No alcanza a once meses el tiempo que aquella ciudadanía cobijó a los habitantes de Borinquen. Abrigo serios temores de que, pérdida en aquella ocasión, aún no haya podido ser recobrada.
 

Notas

(1) L. Muñoz Morales, Status Político de Puerto Rico, San Juan, 1921, pág. 6.
(2) Gómez y Sandras, ob. cit., Cap. V.
(3) Alcutolla, Dic. de la Adm., Anuario de 1876.
(4) Constitución española de 1876, arts, desde el 5 hasta el 16.
(5) Ley autonómica de 1897, arts. 37-40.
(6) Ley autonómica de 1897, arts. 32-33.
(7) Ley autonómica de 1897, arts. 5 y 11.
(8) Ley autonómica de 1897. arts. 43.
(9) Ley autonómica de 1897, arts. 44 y 47.
(10) Ley autonómica de 1897, arts. 2° adicional.
(11) Ley autonómica de 1897, arts. 34. •
(12) Ley autonómica, art. 45.
(13) Esto era a lo que aspiraba la mayoría del país.
(14) Ley autonómica de 1897, arts. 33, 43 y 63.
(15) Alcubilla, Dic. de la Adm., Anuario 1892.
(16) Decreto del 2 de abril de 1881, cita de Sagasta en su exposición de motivos al decreto de 25 de noviembre de 1897.
(17) Gaceta de Madrid, junio de 1890 y noviembre, de 1897; Alcubilla, Dic. de la Adm.. Anuario de 1897.

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