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Tres años en Los Camilitos de Baracoa, La Habana

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Foto: En la terraza de Bacunayagua. Estoy a la derecha y detrás de mí Lucy, 1969.

París, 5 de junio de 2020.

Mi querida Ofelia:

Como hace unos días te conté mis aventuras y desventuras en los Camilitos de Cubanacán (Santa Clara), me parece lógico que te cuente la segunda parte, es decir, a partir de cuando la “compañera” Asela de los Santos, en su despacho del MINFAR, me ofreció un puesto de profesor de Geografía en los Camilitos de Baracoa, en el ya lejanísimo mes de noviembre de 1969.

La escuela militar estaba situada al oeste de San Cristóbal de La Habana, en la carretera que iba hacia Mariel, frente a la Playa de Baracoa. Se tomaba una carretera secundaria y al cabo de sólo dos kilóóetros, entre cavernas, pues la región era muy cársica, se llegaba a aquel reino del cemento. No había ni un árbol.

A lo largo de una enorme explanada, se alineaban los bloques de aulas de dos pisos construidos con el sistema de prefabricados. Es cierto que las aulas, laboratorios y salas de profesores eran muy amplias.

También teníamos: maquetas, mapas, retroproyectores, esténciles, tizas en colores, borradores, rotuladores, pizarras nuevas, etc. Todo un lujo para aquella época.

Como ya la «gloriosa revolución» había aplicado el tristemente célebre Plan Plancha, con el cual habían «planchado» (expulsado) de sus puestos a todos los maestros, profesores de escuelas medias y catedráticos universitarios, que no consideraban como capaces de formar al «hombre nuevo con el que soñó el Che », el claustro era muy diferente al de los Camilitos de Cubanacán.

Aquí me encontré pocos profesores de más de 30 años. Ellos eran los jefes de cátedras por materias de las compañías y jefes de cátedras generales. No se decía el séptimo grado o el segundo año del Instituto, sino séptima compañía y oncena compañía. Al frente de cada compañía había un sargento y cada uno de los grupos de alumnos que formaban una clase, tenían un cabo. Aparte había un subdirector pedagógico por compañía, que funcionaba como jefe de los profesores. Durante mis tres años de trabajo en esa escuela, mi jefe fue un afro descendiente de cuerpo casi anoréxico, dentadura color amarillo canario y de nariz que parecía picada por la viruela o el comején, al que llamábamos Rasputín. Pero era un digno representante de la “gloriosa intransigencia revolucionaria”.

La mayoría de los profesores eran jóvenes estudiantes del Instituto Pedagógico Enrique J. Varona. Ellos venían por las mañanas a hacer sus prácticas pedagógicas y regresaban al ex Campamento de Columbia, donde estaba el Instituto Pedagógico, por las tardes, en unos autobuses japoneses Hino. Entonces solo quedábamos los profesores “viejos” (yo tenía 20 años). Esos estudiantes eran militantes de la U.J.C., con gran fervor revolucionario, pero con poca o ninguna maestría pedagógica. Entre ellos estaba Taboada, el que era uno de los pocos chicos que tenía una cierta cultura y educación. No podía esconder sus orígenes burgueses.

Todos los profesores civiles, vestíamos el uniforme de milicianos que nos proporcionaba la escuela (dos pantalones y dos pares de medias verde oliva, dos camisas de mezclilla azul y un par de botas al año), lo cual en tiempos de racionamiento permitía ahorrar la ropa de civil que podíamos comprar con «la libreta de la ropa.»

Cada mañana llegaban las guagüitas (minibuses VW) blancos, que había donado la UNICEF a Cuba y que servían para el transporte de las profesoras de ruso. Llamábamos a esos medios de transportes “los gallineros”, pues no sé por qué casi todas las rusas se llamaban Galina. Eran voluminosas esposas de militares soviéticos que parecían escapadas de los cuadros de Botero. No eran profesoras, sino que parece que les habían dado ese empleo para ocuparlas en algo. Cuando pasaban por los pasillos, con sus vestidos de poliéster de estampados floreados, dejaban detrás de ellas un olor mezcla de grajo (como se dice en buen cubano), que desprendían sus velludas axilas, combinado con “perfumes” rusos, lo que provocaba náuseas. Pero a decir verdad, eran muy sonrientes.

Mi jefa de cátedra se llamaba Nilda, era una “compañera” simpática, militante del P.C.C., que quería eliminar de mi personalidad mis reminiscencias pequeño burguesas. A pesar de que yo le insistí varias veces, explicándole que mi madre había sido desde niña una despalilladora de la General Cigar Co. y artesana (hacía flores de papel) y mi padre un policía, reciclado en obrero tipográfico a partir del triunfo de la “gloriosa revolución”. Ella me afirmaba que yo tenía modales burgueses que me iba a ayudar a eliminar para que pudiera entrar en el “glorioso” P.C.C. En aquella época lo de glorioso y lo de compañero, era como el arroz blanco, pegaban con todo.

A la hora de la merienda, en la explanada se colocaban los “compañeros” cabos con tanques de yogur. Cada alumno y cada profesor iba con su jarro de aluminio y podía tomar todo el yogur que quisiera. Otro lujo en época de racionamiento.

El comedor era gratuito y se almorzaba correctamente, carne o pescado, ensalada, postre y refresco o malta todos los días, lo que era un privilegio.

Como te percatarás, trabajar allí daba grandes ventajas materiales con respecto a las penurias que padecían los profesores de las otras escuelas de la Isla del Dr. Castro.

También teníamos privilegios culturales, pues casi todo lo que brillaba procedente de los países de la Europa del Este y que pasaba por Cuba, daba una función en los Camilitos de Baracoa : conjuntos de música y bailes folklóricos, orquestas sinfónicas, cantantes populares, compañías de ballets, circo, etc. En esos casos, me podía quedar a dormir en el bloque de los oficiales después del espectáculo.

Normalmente una moderna guagua japonesa nos recogía al pie de la escalinata de la Universidad de La Habana de lunes a viernes, a las 7 a.m. y nos llevaba de regreso a ese mismo lugar a las 6 p.m.

Llamábamos Desventura a mi jefa de cátedra general de Geografía. Esta “compañera” estaba obcecada por el puntero, exigía que me situara frente a los alumnos, siempre a la izquierda del mapa (a la derecha se situaban los imperalistas yankees) y que para señalar un río debía seguir su trayectoria desde el nacimiento a la desembocadura muy lentamente. No era mala persona, sino que simplemente tenía su mente llena de esquemas prefabricados por el P.C.C. Recuerdo cuando un amigo me envió desde Milán un Atlas (Atlante da Agostini), en donde aparecían las nuevas medidas de las alturas de las principales montañas del mundo, gracias a la aplicación de las nuevas técnicas. La “compañera” Desventura me prohibió enseñar esos datos a los alumnos hasta que el Ministerio de Educación no “bajara la orientación”.

Llamábamos a la atildada «compañera» dentista, la Sacamuelas, pues a todo el mundo le proponía sacarle las muelas. Era incapaz de hacer un empaste. Recuerdo que me hizo uno y me dio la impresión de que estaba en una mazmorra medieval torturado por la Santa Inquisición. Por suerte que logré una cita con Onelia, mi dentista de toda la vida, la que me salvó la muela y de nuevas torturas de la Sacamuelas.

Entre los cientos de alumnos estaban los hijos de los mártires de la “gloriosa revolución”, célebres o no, hijos de ministros, de altos funcionarios y de militares en general. Un chico brillante era Oltusky, a éste le gustaba hablar conmigo no sólo sobre Geografía, sino también sobre cultura en general. El hijo de Fructuoso Rodríguez era un chico inteligente y simpático que gastaba gafas a lo John Lennon y tenía un lado provocador, pues se ponía zapatos de charol negro en lugar de las toscas botas militares del uniforme.

Una hija del Che y otra de Raúl Castro estaban en la escuela, pero no fueron alumnas mías, pues para ser profesor de ellas había que tener como requisito indispensable el ser militante del P.C.C.

En medio de aquel inmenso desierto de intransigencia revolucionaria y militantismo, había dos mujeres que me sirvieron de oasis. Eran dos hijas de esa tierra caliente oriental cubana, de piel canela y ojos como carbones que podían volverse ardientes y derretir hasta al más pinto. Simpáticas, carismáticas, cultas, inteligentes, con gran sentido del humor, tenían todo lo que había que tener para ser maravillosas. Allí nació nuestra amistad que ha perdurado hasta hogaño. Una de ella vive actualmente en tierras aztecas y la otra a orillas del Mediterráneo.

Con ellas me sentaba a cantar en la cátedra después del almuerzo y hasta las 2 p.m. entre otras, aquellas bellas canciones de Matt Monro: Todo pasará, No me dejes, Vete por favor, Lo que quedó, Libre, La Montaña, Alguien cantó, etc. Fui a numerosas fiestas en la residencia de Miramar de una de ellas o en la de su hermana, junto al que fuera el Johnny’s. En una de esas fiestas conocí a la hermana de una de mis amigas, con la que tuve una love story inolvidable.

En julio de 1972, logré que la compañera Asela de los Santos (de santa no creo que tuviera algo) me “liberara” y permitiera que pasara a “ser útil a la revolución” en una Secundaria Básica Urbana. Pasé directamente a la E.S.B. William Soler (¿Solar?) de la calle Belascoaín en Centro Habana. Me esperaban experiencias muy diferentes que ya te contaré.

De los Camilitos de Baracoa conservo bellos recuerdos de excelentes alumnos y de mis dos bellas e inolvidables amigas cubanas al 100%.

Te quiere siempre,

Félix José Hernández.

Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro «Memorias de Exilio». 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019.  ISBN: 978-2-312-06902-9

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