Por: Zoé Valdés.
El año 1989 fue sumamente duro para mi. Mi segundo esposo murió en un accidente de avión el 3 de septiembre de ese mismo año, y a partir de esa tragedia sufrí una crisis de memoria ‘disociativa’, por la que fui equivocadamente diagnóstica y tratada -sospecho que a propósito-; incluso conociendo mi padecimiento, mediante los médicos enviados por Armando Hart Dávalos, ministro de Cultura, en aquel momento, en cuyo ministerio José Antonio González, mi esposo, trabajaba en calidad de vocero.
Dos personas fueron testigos del accidente en el que murió Pepe Antonio, un periodista italiano y otro amigo italiano, supuesto turista en la isla, ambos se hallaban en el aeropuerto. Los dos se pusieron en contacto conmigo en diferentes momentos. El segundo lo hizo de inmediato, quería comprobar que Pepe Antonio llevaba con él documentos pertenecientes al ministro del Interior José Abrahantes, ya en plena etapa de ‘defenestración’ política. Yo no sabía nada acerca de lo que él quería averiguar, ni podía concentrarme en eso. Pero esa es otra historia, aunque importante para contar la que hoy me ocupa, y que llevará toda la extensión necesaria en un libro previsto.
Llevo años esperando el momento para contar lo ocurrido a través de una novela, sin mencionar nombres verdaderos, pese a que estos hechos los he compartido con contados amigos (seguramente alguno de ellos dejó de serlo por razones obvias, después de que un post malintencionado saliera a la palestra pública), quería esperar a que mi hija creciera, y entonces poder narrar los acontecimientos cuando yo estuviera realmente preparada. No sé si hoy lo esté, pero esta baja e infame acusación me obliga a hacerlo, y a usar los nombres reales de todos los involucrados. Lo que he decidido reiterar por supuesto en el libro.
Después de la muerte de Pepe Antonio se añadieron otros momentos perturbadores. Yo había enviado un poemario al Premio Casa de las Américas, imbuida por el mismo Pepe Antonio. El fallo del Premio se entregaba en el mes de diciembre. A partir de mediados de septiembre, hundida yo en pleno dolor y bajo un descontrol nervioso en consecuencia, la Jefa de Vigilancia del Comité de Defensa de la Revolución (CDR), empezó a visitarme insistentemente con el propósito de interrogarme. ¿Por qué yo andaba comentando que mi marido había sido asesinado debido a unos papeles que intentaba sacar del país pertenecientes al ministro del Interior y, junto a él, más de cien personas ajenas? ¿Por qué había enviado un libro al concurso Casa de las Américas? ¿Por qué intentaba contactar a periodistas extranjeros? Al final confesó que Casa de las Américas había llevado a cabo una verificación exhaustiva de mi persona, pues siendo yo una de las finalistas para el Premio era más que necesario hacerla.
El Premio quedó desierto, algo habitual, y dos miembros del jurado se me acercaron con la intención de elogiar mis poemas: el poeta colombiano Juan Manuel Roca, y con mucho menor entusiasmo, el poeta cubano Víctor Rodríguez Núñez, quien además me anunció que el comandante Tomás Borge, también miembro del mismo jurado, había apreciado enormemente mis poemas. Agradecida, sin embargo no me detuve demasiado en sus criterios, y seguí mi vida solitaria, y mi trabajo. Una tarde me llamaron de la UNEAC, cosa que me extrañó, porque a pesar de que yo había presentado una demanda de adhesión con dos avales importantes, Fina García Marruz (de la Generación Orígenes) y Raúl Hernández Novás, quién se suicidaría poco tiempo después, mi pedido había sido rechazado.
Abel Prieto, presidente de la UNEAC, en aquel entonces me recibió, para darme el pésame. Pepe Antonio era una persona muy querida y respetada, más por su programa televisivo sobre cine, titulado ‘Historia del Cine’, que por haber sido diplomático y vocero del ministerio de Cultura. Del mismo modo se mostró interesado en publicar mis poemas. Algo muy novedoso para mi. También, de manera repentina, el ensayista y poeta Roberto Fernández Retamar, escribió un artículo en la Revista ‘Revolución y Cultura’ mencionándome como una de las esperanzas futuras de la joven poesía cubana. Algo también verdaderamente inédito e insólito.
Tres meses más tarde, quizás cuatro, recibí una segunda llamada de la UNEAC. Una mujer me anunciaba que yo había sido invitada a las Jornadas de Poesía Rubén Darío en la ciudad de León en Nicaragua, y que debía pasar para hacerme el pasaporte gris (todavía existía el rojo); además, alguien desde Nicaragua me contactaría. La persona que me llamó, a los pocos días, fue Víctor Rodríguez Núñez, mano derecha de Tomás Borge, ex esposo y padre de tres de los cuatro o cinco hijos de Reina María Rodríguez, ganadora en dos ocasiones del tan ansiado y sobre todo tan verificado Premio Casa de las Américas, y el mismo ganador reciente del prestigioso Premio Loewe de Poesía, en España.
Víctor Rodríguez Núñez me comentó de la manera más natural de esas jornadas poéticas en León, y añadió que mi viaje a Nicaragua estaba previsto para la semana entrante. Me pareció todo demasiado pronto, y se lo hice notar. Le pedí que me dejara pensarlo, y sugerí que me telefoneara al día siguiente. El tiempo, claro está, de consultar con algunos amigos, que me dieron de inmediato la aprobación. Si yo no estaba haciendo nada, y me sentía tan mal, pues debía al menos hacer ese viaje, que me ayudaría a reconstruirme. Cuando se pierde a una persona amada, es muy difícil abandonar el lugar donde se ha vivido con ella, el mero hecho de salir por unas horas, de volver, de no encontrarla, destroza, y yo estaba destrozada. Oí a mis amigos, más que a mi misma, y acepté, incluso pensando que no debía alejarme en ese momento de la casa.
El jueves de la semana siguiente estaba yo viajando en un avión con tres o cuatro personas a bordo, cosa que me extrañó sobremanera. Pregunté a la azafata y me comentó que muy pocas personas viajaban por esos días a Managua. Al llegar a Managua, al final de la escalerilla del avión me esperaba un militar armado hasta los dientes, me apartó de las otras personas y me invitó a subir a un jeep. Era el tercer vehículo de un convoy de cuatro ‘jeeps’ militares.
No podía ni siquiera imaginar lo que me esperaba…
Voy a ahora a enumerar a las personas que participaron en el secuestro que se perpetró contra mi persona por parte del comandante nicaragüense Tomás Borge, porque yo fui la secuestrada de Tomás Borge, y de ninguna manera su amante. No he sido la única, por cierto. Secuestrar mujeres era una práctica muy natural por parte de los militares de alto rango de las tropas castristas, dirigidas por Fidel Castro y por su hermano Raúl Castro.
En confabulación directa, y uno de los principales culpables, se encuentra Víctor Rodríguez Núñez, residente hoy en Estados Unidos, y su ex esposa colombiana, cuyo nombre no recuerdo, madre de al menos uno de sus hijos. El médico personal de Tomás Borge, que me recibió en una de las casas en el interior del Búnker, a donde me llevaron de manera obligada, su nombre era Jaime, creo recordar. Varios guardaespaldas del comandante Tomás Borge, entre ellas una mujer de nombre María Lourdes, armados todos hasta los dientes, y por los que fui severamente vigilada y violentada, armas mediante, y por último, aunque debió de aparecer como primero, por supuesto, el propio Tomás Borge.
En momentos de sosiego, y mientras trataba de mantener conversaciones ecuánimes con Tomás Borge, siempre en presencia de algunos o de varios de sus guardaespaldas, este se interesó –con intención de alardear- por las antiguas “amantes” que el General José Abrahantes le enviaba, supongo que también a la fuerza, desde Cuba. Hizo referencia a Rebeca, bailarina de ‘aeróbicos’ en la televisión cubana, a la esposa (también viuda) de un conocido pintor y poeta cubano cuyo nombre prefiero no mencionar, pues ella también tiene hijos, la esposa de Oswaldo Guayasamín, y la señora Alquimia Peña, casada en aquel momento, según sus palabras, y que se había convertido en su cómplice para estos tráficos, dicho por él mismo, y que es también la presidente o directora de la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano, la fundación cubana de Gabriel García Márquez.
Durante esas conversaciones, Tomás Borge, en un ataque jactancioso, mencionó sus numerosas conquistas habaneras y las del Premio Nobel, entre las que se encontraba una actriz adolescente, transformada en escritora por obra y gracia del Gabo, junto a una modelo cubana de poca monta, que en la actualidad vive en México, cuyo marido también fue beneficiado con un viaje y estancia definitiva en México, aunque con autorizaciones de regreso a Cuba.
Preguntándome por lo que yo pensaba, de lo que pensaba a su vez la juventud sobre Fidel Castro, agregó que pese a que él admiraba enormemente a Fidel, él pensaba que ya su popularidad había mermado ostensiblemente, y que le tocaba la hora a Raúl, por el que él sentía una gran admiración y estima. Quiso saber, entonces, sobre los movimientos artísticos ‘underground’ y, ¡por fin!, sobre los documentos que guardaba mi difunto marido pertenecientes a José Abrahantes. Ahí, percibí la verdadera razón por la que yo estaba allí, además de la otra.
Los pormenores los contaré detalladamente en el libro prometido, ahora más que nunca, y cada uno de los nombres reales serán nombrados. Lo haré tratando de desembarazar la historia de cualquier tipo de conmoción personal y ‘tragiquisimos’, lo que constituirá una tarea difícil, pero no imposible porque lo peor pasó hace ya varias décadas. Si yo he esperado años, con todo lo que eso conlleva y significa emocionalmente, ustedes sabrán ser tan pacientes como yo. Mientras mejor y más minuciosamente se sepa todo, a mayor cantidad de personas sensibles llegará.
Debo añadir, que tras esos quince días de severo encierro y de esporádicas salidas controladas todas por los militares armados que rodeaban al Ministro del Interior, por fin me salvó mi buen instinto con las mujeres: una periodista panameña, también secuestrada allí por lo mismo, una técnica de esteticismo, allí secuestrada para los mismos fines, la señora de la cocina (cuyo hijo enfermo le hacía ver las cosas de otra manera y se apiadó de mi desde el primer momento en que fue testigo de mi primer ataque de horror y desespero en el que gritaba que no me podían hacer esto, que yo era viuda, que había perdido a mi esposo, y por lo que fui brutalmente golpeada y drogada, en ese momento y en múltiples ocasiones. A ellas mi agradecimiento donde quiera que se encuentren.
De esta espantosa situación, que no le deseo ni a mi peor enemigo, me salvaron dos personas: Pastor Vega, que al notar que yo no daba noticias se interesó personalmente por mi y llamó desde su puesto de Director de Relaciones Internacionales del ICAIC al mismísimo Ministerio del Interior Nicaragüense, y el que era mi amigo, Iván Giroud. Muchas cosas pasaron entre nosotros después, pero yo siempre agradeceré el apoyo de ambos y la manera tan cuidadosa y discreta en la que consiguieron sacarme de aquel infierno.
Resulta muy vil llevar a cabo semejantes actos desde la impunidad que otorga el poder, pero tan vil es también aprovecharse de estos hechos para tergiversarlos, y contarlos a la manera malintencionada como la que se ha hecho, con el propósito de rebajar y humillar a una persona, en este caso a una mujer, a mi. No, nunca estuve en la casa de Raúl Castro. No, nunca fui la amante de Tomás Borge, si lo hubiera sido lo habría contado mucho antes.
Sí, fui su secuestrada, su víctima. Y este es uno de los factores –entre otros muchos- por los que tanto yo odio y desprecio al comunismo, a todos sus adeptos, y a los que escondidos en seudónimos emplean la infamia y la difamación para silenciar a alguien. Conmigo no podrán. Frente a cada ataque, no sólo una palabra o un puñado de palabras, frente a cada ataque un libro nuevo.
No juzgo, ni juzgaré a ninguna de las mujeres víctimas de estos abusos. A los que creo que todos debemos juzgar y condenar es a los abusadores y los infames que se ponen de su parte.
Una grabación de voz, ampliada, de estos hechos, y con mayores detalles ha sido enviada a un buen amigo en Miami. En caso de que algo me ocurra, él sabe qué hacer con esas grabaciones.
Muchas gracias.
Tomas Borge: el secuestrador de Managua
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pues me da miedo decirlo pero pasó como la sra cuenta, Victor y la mujer trajeron muchachas de la isla, no eran putas ni mujeres de calle, muy tristes, luego me enteré que llegaban de velorios, el padre, una hermana, el marido, todas tristes e indefensas, daban pena, y estos hijos de la gran puta las drogaban para que el comandante abusara de ellas, amantes nunca, mujeres violadas con drogas y si alguna se dormía la violaban también, este hijodeputa de gordo llamado Victor, a la mujer colombiana le gustan las mujeres, nos obligaban a entrar y que nos violara, porque el comandante estaba tan drogado que no se daba cuenta del cambio, yo tenía entonces 14 años, en el 89, soy nica, no soy la unica que paso por esto, recuerdo a varias cubanas que lloraban y les daban drogas.