Souvenirs de mi querido Camajuaní

Foto: Félix José Hernández. Camajuaní, 1956, el día en que cumplió siete años.

París, 20 de agosto de 2019.

Querida Ofelia:

Recuerdo los primeros nueve años de mi vida pasados contigo allá en nuestro terruño de Las Inquietas Villas en Camajuaní.

Qué alegría cuando venía el Circo Montalvo y lo armaban en los terrenos de aquella Estación de Ferrocarriles que parecía salida de un filme del Lejano Oeste. Siempre había unos viejos leones que al rugir parecía que bostezaban. Yo me sentía muy orgulloso de mi primo el Negrito, que interpretaba ese papel en el espectáculo.

El Negrito se alzó, participó en la “Batalla” de Santa Clara junto al guerrillero heroico y terminó como chófer de la furgoneta que llevaba a los condenados a muerte al paredón de la Fortaleza de La Cabaña por orden del heroico guerrillero, el cual le dijo: – “si no te gusta ser el chófer pues entonces formarás parte del pelotón de fusilamientos”. Lógicamente el Negrito prefirió ser el chófer y… recuerdo cuanto te contaba como los condenados a veces adolescentes gritaban: -¡Mamá, mamá! Otros gritaban: ¡Viva Cristo Rey!  El Negrito murió desquiciado y “comido” por la psoriasis.

Frente a la casa de mi tía Lutgarda plantaban los caballitos; era un viejo carrusel con caballos descacarañados, desde los cuales había que tratar de coger un cascabel de un poste, el que lo lograba tenía una vuelta gratis y yo que quería cogerlo de todas formas un día me caí del caballito. Ese día comprendí que no nací para jinetear ni siquiera sobre un descolorido caballito de madera.

Después de los caballitos íbamos al Hotel Cosmopolita (construido en el 1918), donde reinaba una distinguida señora española llamada Indalecia. Siempre admiré su forma de abanicarse y cómo hacía caer su abanico de sándalo en la palma de su mano. Aquella figura sentada en un sillón en la entrada del hotel, con su collar de perlas, su moño y su forma de pronunciar la z, las eses y la g me impresionaba. Cada vez que voy a Santander me acuerdo de Indalecia, puesto que ésa es su ciudad natal y ella me contaba su belleza a propósito de su Paseo Marítimo y de su playa El Sardinero, etc. Hoy el Hotel Cosmopolita es una especie de Coliseo Romano, sólo quedan las paredes con los huecos de las ventanas.

Creo que es uno de los grandes logros de la Heroica Revolución; ha convertido en ruinas tantos inmuebles, adelantando así lo que se hubiera producido en varios siglos. Basta ver algunas fotos de La Habana Vieja o de Centro Habana y parecen Pompeya o Herculanum.

El Cosmopolita tenía unas mesas de loza blanca y ventiladores desde el techo, que refrescaban el ambiente y, a la derecha una vidriera de dulces donde vendían unos deliciosos roscones blancos y unas exquisitas panetelas borrachas, que chorreaban miel. A mi tío Claudito le gustaba desayunar con pasteles de guayaba en ese Café, pero a mí me encantaban los batidos de leche malteada, aún en pleno “invierno” cuando salía del viejo y aledaño cine Muñiz.

Allí cerca estaba la farmacia de la Dra. Dopico, donde comprábamos las medicinas a crédito y al final del mes cuando mi padre cobraba su salario pagaba escrupulosamente lo que debía. Cuando se compraba alguna inyección, el que venía a casa a ponerlas era un Sr. llamado Cabezas o una Sra. Muy conocida en el pueblo, cuando no estaba ebria. Siempre me he preguntado por qué se ponían tantas inyecciones.

Mi abuela Aurelia vivía Enel barrio de La Loma, en la calle Leoncio Vidal entre Luz Caballero y Santa Teresa, en una cuadra repleta de muchachas: Aurelita, Panchita, Fefa, Cuti, Deysi, Ramonita, Mary, Cuca, Yayo, Carmita, Milo, las chicas Vázquez, etc. Lo cual daba una gran alegría a la casa de mi abuela con aquel gran portal, cuando esas chicas se reunían en él. A veces se jugaba a la lotería en la larguísima mesa; se ponían platitos para echar los centavos y ver quién ganaba el ambo, el terno, etc. Cuando salía el 12 se decía Tila, el 47 la Callejera, ( personajes conocidos del pueblo), el 15 era niña bonita, etc.

Pero un día mi abuela se enfadó pues varias de las chicas le hicieron la broma de amarrar el balance de un sillón del portal con una pita y moverlo desde la acera de enfrente. Ella que se sentaba en la sala detrás de la ventana, veía moverse el sillón solo y cuando descubrió la broma la tomó como una burla. Pero después se puso melancólica por la falta de las chicas en la casa, las perdonó y ellas regresaron al portal.

Mi padre conseguía prestado un jeep y nos íbamos a la finca de los Riestra, a la piscina natural, que consistía en un manantial alrededor del cual los Riestra habían construido cuatro muros. Después el viejo y gentilísimo Riestra nos mostraba las fotos de los caballos que decoraban las paredes del comedor y nos autorizaba a llenar de mangos las grandes latas que llevábamos.

Otras veces íbamos “al charco”, que era otro manantial en la finca de Ismael o a la Playa Militar de Caibarién (me han dicho que un ciclón se llevó el edificio) , allí estábamos separados de las personas afrodescendientes  por una soga. ¡Qué vergüenza! Alquilábamos recámaras infladas como salvavidas y nos divertíamos sanamente. A veces pasábamos por casa de mi tío Claudito (El Chivo), casa inmensa que tenía 25 puertas y otras tantas ventanas, de lo cual él se sentía orgulloso. Si por casualidad había matado un cerdo, comíamos chicharrones, longanizas, etc., además nos ofrecía un buen pedazo para llevar a casa. Todo hasta que un día la policía revolucionaria llegó y Claudito terminó cumpliendo tres revolucionarios años de cárcel.

Mi abuela Aurelia sufría mucho, pues un yerno, Guillermo Pérez Riego, el esposo de Tana, se había alzado, estaba con los rebeldes en el Escambray .Al mismo tiempo mi padre había sido enviado a esas montañas por ser policía (lo era desde el 1937), cuando entró para poder jugar a la pelota en el equipo nacional de la policía. Pero por suerte nunca se encontraron, los dos regresaron vivitos y coleando. Posteriormente a Guillermo la Gloriosa Revolución le quitó las tres bodegas, la finca y la casa en Varadero. Murió, lógicamente, de un revolucionario infarto.

Mi padre recibió el retiro con el máximo de puntos y una carta del compañero Raúl Castro donde le dice que él había sido un militar de honor. Esto debido a que el capitán Vesada del cuartel de Remedios, le dio dos jóvenes a mi padre para que los matara, pero éste los acompañó en un jeep hasta las lomas del Escambray; les dijo que se alzaran pues si se sabía que nos los había matado, lo matarían a él.

 El 26 de diciembre cayó el Cuartel de Remedios bajo el empuje del Che Guevara; allí estaba mi padre con sus colegas de Camajuaní. Al llegar a casa, mi madre hizo una hoguera en el traspatio y los uniformes, la capa, las gorras, hasta las fotos, todo lo que tenía que ver con los 21 años de trabajo en la policía fue quemado. Cuando los rebeldes entraron en Camajuaní, mi padre fue preso, pero después liberado al descubrirse que estaba “libre de pecados”.

Esos primeros años de mi vida fueron tan felices en aquel pueblo de campo, como se decía en Cuba, que son inolvidables; quizás la nostalgia después de tantos años los hagan más bellos aún, pero tengo muy buenos recuerdos. Aquellos paseos en el parque alrededor de la Glorieta, desde la cual tocaba la Banda Municipal, para los cuales las jóvenes se arreglaban primorosamente.

Iba a tomar  refrescos en la cafetería de los Policart frente al parque. La Marina era un gran café que estaba frente a la Glorieta del parque, al lado de aquel Centro de Veteranos que se había convertido en 1958 en un garito de juegos. Recuerdo aquel cine Muñiz al cual yo iba gratis casi cada noche y me sentaba en el palco del teniente, que era el cuarto a la izquierda. Iba a ver las películas de estreno en la Matiné de los domingos y sentía emoción cuando se corría aquella enorme cortina roja de terciopelo y aparecía sobre la pantalla la palabra mágica: Cinemascope. Era mi ventana por la cual desde mi lejano terruño perdido en un hermoso valle de una isla del Caribe, podía soñar con tierras lejanas y escaparme, ponerle alas a mi imaginación. ¡Qué fiestas las de Piscina Club y Patio Club!, sobre todo la del Día de Navidad y la de la Nochevieja, el mítico 31 de diciembre. Recuerdo la gran fiesta de la boda de la hija del teniente Bacallao en Piscina Club y los viajes a Vueltas para comer las ancas de ranas.

Una imagen de mi infancia es la de Digna, sentada en el banco del portal, aunque hubiera un frente frío, esperando a que llegáramos de la fiesta y le dejáramos a Carmita y a Yayo de regreso.

Me acuerdo cuando mi prima Aurelita me llevó el primer día al kinder al lado del cine Rotella, mi primer grado con Nené en su casa y el segundo con la inolvidable María Fundora en su escuelita. La inauguración del Plantel de la Ceiba donde en tercer grado tuve como maestra Fefita Menéndez.

Hoy le damos las gracias señora

por tan lindo y hermoso plantel,

A las aulas venimos contentos,

Recogiendo el saber a granel.

De nuestro pueblo seremos el orgullo,

Y a mi Cuba muy alto pondremos,

Estudiando con fuerza y esmero,

Le juramos llegar hasta el fin.

Este fue el himno que nos hizo aprender Fefita Menéndez, para la inauguración del plantel en 1957. Nos lo hizo cantar tantas veces que aún hoy me acuerdo, como me acuerdo también de la humillación cuando me hizo subir a un taburete y bajarme los pantalones delante de toda la clase dándome tres golpes contundentes con una caña bambú, por no haber hecho la tarea. Las tres marcas moradas sobre mis muslos de ocho años demoraron en desaparecer, como pruebas de la brutalidad magistral La Sra. Menéndez. No pongo en tela de juicio sus cualidades pedagógicas, sino el maltrato injustificado que me afectó.

No son viejos rencores sino sentimiento de injusticia. Los adultos no nos damos cuenta de que las injusticias que cometemos con los niños éstos no las olvidarán.

Sin embargo en aquella sociedad provinciana se inculcaban a los niños los valores burgueses de educación, respeto, cortesía y los religiosos. Cuantas veces mi abuela Aurelia me dijo: – No hagas eso que Dios te castiga. Y yo imaginaba a Dios como una especie de ojo de Orwell del cual no me podía esconder para ninguna travesura. Él me descubriría y me castigaría.

Vivía en la calle Fomento N° 8, hoy Raúl Torres y frente a mi casa estaba la de Concha Portal. Allí iba cada tarde al regresar de la escuela a ver por la tele los «muñe» y gracias a esa pantallita del televisor, veía cada noche sentado en el piso, los programas que llegaban desde La Habana. Esa pantallita era mi cordón umbilical con la gran capital. Gracias a ella conocí a: los Robreño, Alicia Rico, Candita Quintana, Enrique Arredondo, Garrido y Piñero (el Negrito y el Gallego), Cachucha y Ramón (Manela Bustamante e Idalberto Delgado), Etchegoyen y Manolín Alvarez (Mamacusa Alambrito y Pirolo Sangandongo), Dick y Biondi, Leopoldo Fernández y Aníbal de Mar (Pototo y Filomeno), Mimi Cal y el Chino Wong. Gracias a la amabilidad de Concha Portal disfrutaba de: Casino de la Alegría (los miércoles), Jueves de Partagás, Aquí todos hacen de todo (los viernes), Detrás de la Fachada, Casos y Cosas de Casa, la telenovela Soraya, una Flor en la Tormenta (con Gina Cabrera, la que era madrina de los niños de la Casa de Beneficencia), etc.

Cuando llegamos a La Habana en febrero de 1959, mis primeras salidas fueron para ir a ver los programas de la tele en directo en los estudios de CMBF en la calle San Miguel o en los de la CMQ en la Rampa o el Foxa. Pero como todos sabemos, en pocos meses desaparecieron los artistas y los programas: Como muy bien dijo Carlos Puebla: ¡Se acabó la diversión, llegó el Coma-Andante y mandó a parar!

Al lado de mi casa vivía Digna González, mujer humilde, buena y que sufrió tanto, pues su hijo Joseíto se hizo casquito por 33 pesos al mes, por simples razones económicas. Después del triunfo de la Gloriosa Revolución, Joseíto se quiso ir en una lancha, lo apresaron y condenaron a nueve años de cárcel, y como se declaró plantado, cumplió dignamente hasta el último día. Digna rezaba a San Judas Tadeo, a Santa Rita, a la Caridad del Cobre, pidiéndoles para que protegieran a su hijo. Llegó el día en que Dios decidió llamarla y así dejó de sufrir; se había consumido por la tristeza.

Llegó diciembre del 1958 y los rebeldes entraron a Camajuaní; eran mis nuevos héroes, ellos reemplazaban a los de los muñequitos, no eran Batman, Tarzán, El Llanero Solitario o el Príncipe Valiente, no, éstos eran de verdad, de carne y hueso. De esa forma Ramiro, el hijo de Emma Vega (aquella señora que yo encontraba muy bella), se convertía en uno de mis héroes junto a Miguel el Conejo y a tantos otros. Barbas y juventud, tan diferentes a aquella soldadesca, que yo veía cuando el 10 de marzo y el 4 de septiembre iba al banquete en el cuartel de la Guardia Rural.

Hubo un almuerzo en casa de Carmita y Yayo y yo me colé y pude ver de cerca a Menoyo. Allí frente a mí estaba una figura legendaria. Después lo contaría a todos: había estado cerca de los barbudos. Hasta ese momento, como mi casa estaba en la misma cuadra que el Juzgado y la Junta Electoral, en ambas esquinas había sacos de arena y soldados con ametralladoras, por lo cual habíamos estado bien protegidos, podíamos dormir con las puertas abiertas. Eso duró hasta que a partir de la Nochebuena todos los casquitos fueron llevados para el cuartel de Remedios. Pero ahora llegaban los rebeldes y de pronto un jeep paró frente a mi casa y de él bajaron tres primos míos: el Gallego, el Negrito y Chuchú, que se habían alzado y ahora iban a liberar su ciudad natal, Santa Clara. A mí me regalaron un casco como trofeo de guerra, pero como mi madre no quiso saber nada más de los antiguos militares, mis lágrimas no sirvieron de nada y el casco terminó en la gran hoguera del traspatio.

La Colonia Española y el Liceo, lugares donde tantas fiestas se habían dado, se convirtieron en hospitales a la espera de los heridos de la Batalla de Santa Clara. Mientras que bajo la casa de las Torres se velaba al Vaquerito. Se hablaba de un tren blindado descarrilado y de pronto… la noticia se regó como pólvora, ¡Santa Clara había caído en manos del Che! ¡La euforia fue grande! Todos pensaban que se abriría una página de paz y prosperidad para la Perla de las Antillas. Qué lejos se estaba de imaginar la pesadilla que viviría el pueblo cubano: fusilamientos, juicios sumarios, cárceles, campos de reeducación, U.M.A.P., S.M.O., balseros. ¿Se logrará saber algún día cuántos han muerto asesinados en las costas por las Heroicas Fuerzas Armadas Revolucionarias, ahogados o en las fauces de los tiburones? Más de dos millones de refugiados, C.D.R., Brigadas de Intervención Rápidas, guerras en Angola, Etiopía, Eritrea y en tantos otros países, Camarioca, el Mariel, la Embajada de Perú, el transbordador 13 de marzo y tantos etcéteras, símbolos de la represión implacable del abyecto régimen de los Castro y de la tragedia del pueblo cubano.

En aquel 1959  los Reyes Magos no vinieron para mi hermano de 5 años ni para mí. El 12 de enero después de la tristemente célebre Tribuna en el portal de lo que había sido la Jefatura de la Policía, cuando la plebe se desencadenó contra todos los que de una forma u otra habían trabajado para el gobierno que acababa de caer, salimos para Santa Clara por dos semanas para de allí seguir hacia La Habana. Pero ésa es otra historia. Mi madre no cerró la casa, dejó las puertas y ventanas abiertas y las vecinas Elena Linares y Digna González se encargaron de hacerlo. Ella fue cada año a visitar a mi abuela a Camajuaní, pero nunca quiso volver a la cuadra donde residió durante diez años, después de haber vivido en el Hotel Cosmopolita de 1940 al 1949. Hoy descansa en paz junto al hombre de su vida y a sus padres en el cementerio de su pueblo natal.

Quizás algún día, cuando Cuba sea Libre, podamos volver a recorrer las calles de Camajuaní y con los recuerdos a cuestas visitar los lugares que forman parte de nuestro patrimonio, de nuestro pasado y de nuestra nostalgia. Y al fin yo podré ir a depositar un ramo de flores sobre la sepultura de mi padre y de la hermosa mujer que me dio la vida.

Un gran abrazo desde estas lejanas tierras allende los mares,

Félix José Hernández

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