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Solzhenitsin y su elogio al franquismo

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Aleksandr Solzhenitsin visitó España en marzo de 1976

Ya había muerto Franco unos meses antes, el 20 de noviembre de 1975, pero todavía su régimen seguía intacto. «Atado y bien atado», suponía el dictador que lo dejaba, pero fue desatado y desmontado en muy poco tiempo mediante un proceso político ascendente, denominado Transición Española, que culminaría con la aprobación de la Constitución de diciembre de 1978.
Solzhenitsin se quedó asombrado con las libertades que él creía ver en la sociedad española de entonces, de apenas un posfranquismo incipiente, por contraste con los horrores incalificables de la Unión Soviética. Y no se inhibió a la hora de expresar públicamente su admiración. Llegó a hacer comparaciones como estas:
«Vuestros círculos progresistas se complacen en llamar al régimen existente “dictadura”. Yo, en cambio, llevo diez días viajando por España, desplazándome de riguroso incógnito. Observo cómo vive la gente, lo miro con mis propios ojos asombrados y pregunto: ¿saben ustedes lo que quiere decir esta palabra, conocen ustedes lo que se esconde tras este término?
[…]
»Un español cualquiera no está vinculado a un lugar determinado, a una ciudad o a un pueblo donde tiene forzosamente que residir. Puede desplazarse de un lugar a otro según le plazca. Nuestro ciudadano soviético, en cambio, no lo puede hacer: estamos encadenados a nuestro lugar de residencia por la famosa propiska, el visado de la policía. Las autoridades locales deciden si puedo cambiar de residencia o no.
[…]
»Luego me entero de que los españoles pueden salir libremente de su país. En la Unión Soviética esto no existe. […] Paseo por Madrid, o por otras ciudades españolas, de las cuales he visitado doce, y veo que en los quioscos se venden los principales periódicos europeos. […] aquí funcionan libremente las fotocopiadoras, cualquiera por cinco pesetas puede sacar libremente una fotocopia.
»En nuestro país tal cosa no sólo está prohibida, sino que es delito: toda persona que utilice una copiadora para fines particulares y no para el Estado, para la Administración, será condenado por actividades contrarrevolucionarias.
[…]
»En su país, puede que con algunas limitaciones, están autorizadas y tienen lugar algunas huelgas. En nuestro país, en sesenta años jamás fue autorizada una sola huelga. […] No, vuestros progresistas pueden usar la palabra que quieran, pero “dictadura” no. ¡Si nosotros tuviéramos las libertades que tienen ustedes, nos quedaríamos boquiabiertos, exclamaríamos que es algo nunca visto! Desde hace sesenta años, no tenemos ninguna libertad».
Evidentemente, Solzhenitsin no entendía la diferencia entre autoritarismo y totalitarismo, como les ha pasado, no sin razón, a muchos cubanos que salieron del infierno castrista y hallaron un respiro en el purgatorio franquista. Y es que no le estaríamos entonando loas a una dictadura si nos atenemos a la verdad de la historia y afirmamos que, hacia 1960, el régimen de Franco había dejado bien atrás la etapa fascista, junto con las penurias y la represión cruda y dura de la posguerra.
Se mantenía, eso sí, la simbología falangista y los sindicatos verticales; se le rendía tributo a José Antonio Primo de Rivera, convenientemente convertido en mártir; se cantaba el ‘Cara al sol’ y se llevaba la chaqueta azul, entre otras cuestiones condenables como las últimas penas de muerte. Pero en esa época el falangismo no era la ideología dominante en una España que entraba en la modernidad a trancas y barrancas. El Movimiento Nacional no era más que el nombre largo del franquismo.
Las declaraciones de Solzhenitsin, como era de esperar, causaron gran revuelo entre la progresía. El escritor Juan Benet —considerado por algunos como el más influyente de la segunda mitad del siglo XX español— se rasgaría las vestiduras, mostrando a las claras la quintaesencia de la izquierda española, cuyo gran ideal no era tanto la lucha contra la dictadura franquista como la implantación de un régimen totalitario de corte soviético.
He aquí lo que escribió Benet, sin el menor recato, en ‘Cuadernos para el diálogo’, el 27 de marzo de 1976:
«Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Soljenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Soljenitsin no puedan salir de ellos […] Nada más higiénico que el hecho de que las autoridades soviéticas —cuyos gustos y criterios sobre los escritores rusos subversivos comparto a menudo— busquen la manera de librarse de semejante peste».
No hace falta añadir ningún comentario al párrafo anterior, ni siquiera con relación a los sarcasmos gruesos, que son de un mal gusto despiadado. Basta con agregar que el artículo de este destacado escritor pro-gulag tuvo el dudoso honor de ser reproducido en el ‘Pravda’ inmediatamente, apenas tres días después. O sea, lo que tardarían en traducirlo, evaluarlo y editarlo, no fuese que contuviera alguna mínima impureza ideológica propia del medio en que fue escrito.
Hay que ser realmente inhumano para hacer la apología del gulag, es decir del genocidio soviético. Más aún sabiendo la abismal diferencia que mediaba entre ‘un día en la vida de Iván Denísovich’, o del propio Solzhenitsin, y la vida regalada y sabrosana de un intelectual progre como Benet. Y de toda la izquierda caviar. No me jodan.

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