Ricardo Riverón en Defensa del MINCULT

José Gabriel Barrenechea.

El Canelato, ese Tardocastrismo gris en que sobrevivimos los de abajo, no pudo encontrar nunca mejor defensor teórico que Ricardo Riverón Rojas.

En su artículo, Despacio, que estoy de prisa, publicado por La Jiribilla el pasado 20 de enero, un hombre profundamente mediocre hace una defensa en el mismo estilo, el único que posee, de la Mediocridad institucional.

Hay que reconocer que Riverón no pudo estar más atinado al elegir a Confucio como el más adecuado referente filosófico para defender al Canelato. Confucio, teórico de las jerarquías y de las burocracias, sobre cuyas enseñanzas han florecido las formaciones estatales jerarquizadas y burocráticas del Lejano Oriente. En un final el modelo a imitar para tipos con alma de burócratas, apocados con aspiraciones a bufón de Mandarines,  cual nuestro hombre. Quien no en balde el otro día pretendió nada menos que imponer un sistema de jerarquías a los escritores de Villa Clara. En el cual sistema los cobros estarían en relación a la categoría dada a cada cual, nada menos que por él y por otros dos tan confucianos como él, y en la cual jerarquía Riverón, no faltaba más, se autoubicó en lo más alto de la pagoda.

Porque en Riverón todo en un final no pasa más allá de la defensa de sus prebendas. Del apartamento que le dio gratis la máxima dirección de la provincia; de las facilidades para viajar sin costos personales o demoras burocráticas, cuando viajar allende las costas de Cuba era algo muy controlado por el Estado; de los generosos pagos que recibe por espacios literarios y presentaciones de libros a los que no va nadie, excepto otros con espacios semejantes y con el mismo problema de público, que en un pacto tácito cumplen con él, para que también haga lo mismo por ellos…

De hecho, Riverón escribió para la oficialista Jiribilla este artículo oficiosamente defensor del régimen no solo por agradecimiento a las instituciones culturales de las que ha medrado toda su vida. También lo hizo por simple y llano interés pecuniario. El asunto es que él allí no cobra lo poco que esa publicación paga por artículo, sino lo un poquito más que cobraba por publicar en Oncuba. Una ventajita que le fue concedida desde muy arriba (algunos afirman que desde la Presidencia de la República) por tal de que abandonara esta última, y se mudara a la Jiribilla.

Si se tiene paciencia para leer el artículo de marras se comprende que para Riverón todo esto del 27N no pasa de otra cosa que de jóvenes, todavía no categorizados por la institución superior, que quieren saltarse los canales correctos para llegar antes de lo que les toca, con evidente perjuicio de tipos agarrados a la ubre institucional como él. A fin de cuentas Rimbaud hay pocos, afirma, y si los hay que esperen par de generaciones por el reconocimiento de la posteridad. Porque para disfrutar del jamón están los que como Riverón siempre supieron que la grandeza no era algo que anidara en su espíritu, y en consecuencia han optado por ascender poco a poco, como se debe, despacio, despacito, ya que de siempre han tenido prisa por demostrarle a los Mandarines de este mundo su disciplinada disposición a ocupar en silencio y con la cabeza baja el lugar asignado.

A algunos, quienes me criticaron y hasta me volvieron la espalda cuando llame a cierto periodo en la historia de las letras villaclareñas de Riveronato (1989-2001), seguro les sorprende ahora que el Ricardo Riverón Rojas que veían bajo otro prisma desde lejos, desde La Habana, Miami, Ciudad México o Berlín, haya corrido a posicionarse junto al MINCULT frente a los jóvenes del 27N. Mas no podía ser de otro modo dada su trayectoria vital.

Recordemos de quién hablamos, para esos que no lo conocen, para la absoluta mayoría de la intelectualidad cubana más allá de los límites de Villa Clara: alguien a quien en algún momento de mediados de los ochenta el MININT le concedió uno de esos premios que la Seguridad del Estado usa para fabricarse “escritores”; al que par de años después se le designó la misión de crear una Editorial en Santa Clara, Capiro, con la que buscar encauzar por el camino correcto de la ascensión intelectual, despacio y sin prisas, con respeto de las precedencias, al espontáneo, demasiado irrespetuoso  de jerarquías, burocracias y mandarinismos movimiento literario santaclareño de esa década, cuyos máximos representantes fueron Agustín de Rojas, Félix Luís Viera, ese niño terrible que fue Dopico… Misión que Riverón cumplió con remarcable eficacia, de lo cual nos deja constancia clara la comparación entre la breve, pero aún recordada obra de esa generación, con el amplísimo catálogo posterior de Capiro, ya en su mayor parte olvidado antes de salir de la imprenta.

A los jóvenes que me han señalado la fijación de este señor en su texto con los traumas generacionales, les aclaro que no es que ahora Riverón sea un viejo. Es que siempre lo ha sido. Un fósil ya desde la cuna, alguien de quien no se recuerda un solo acto u opinión rupturista en toda su vida, un señor que ni a los dieciséis fue iconoclasta. Un mediocre sin nada propio que agregar, que ha medrado al convertirse en un servidor útil de los Mandarines y su poder, y que ahora, al final de esa vida árida transcurrida, disfruta de las recompensas por esa grata actitud genuflexa.

Nada, que según Ricardo Riverón mejor cerdo satisfecho que Sócrates insatisfecho… sobre todo cuando se es muy amigo de Alpidio Alonso, ese compañero que empezó de porquerizo por allá por Cabaiguán, y terminó sucesivamente de ministro de cultura y ahora de agente antimotines.

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