Por un cambio radical de las ideologías vigentes

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Las ideologías descabelladas han polarizado al mundo y lo conducen a la guerra. Cuán lejos estamos de la alucinación de F. Fukuyama, quien nos aseguraba en El fin de la historia y el último hombre, que con el fin de la Unión Soviética y el triunfo del capitalismo, la humanidad había llegado un feliz consenso.

Se equivocaban, él y los demás ideólogos neoliberales posmodernos, pues en poco más de dos décadas, hemos asistido al renacimiento de aquellas ideologías que, no solo fueron desacreditadas por la ética, sino también por la economía.

El castrismo ha durado tanto tiempo que ha conseguido sacar provecho de este cambio de mentalidades. Dado el lamentable estado del mundo, las izquierdas ya lo han absuelto; mientras que Obama, pactando sin condiciones con La Habana, ha contribuido (más que cualquier creador de opinión) a dar a todas esas fuerzas oscuras la razón que no encontraban en los manuales de filosofía política.

Llegados a este punto, no debemos asombrarnos de que una parte de la humanidad comience a soñar otra vez con “la victoria final”. El auge de los partidos anticapitalistas y nacionalistas en Europa, pero también en Hispanoamérica, prueba con creces de que no trata de una moda pasajera; también parece confirmarlo el apogeo del fundamentalismo religioso, encabezado por el irascible califa del Estado Islámico Abu Bakr al-Baghdadi.

Este caos ideológico que se agudizó tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, apunta hacia el padre de todos los males: el afán de lucro desmedido que anima al capitalismo y al cortejo de males que le acompañan.

Pero no solo están equivocados los anticapitalistas en sus febriles análisis. Yerran también los artífices del apocalipsis, encabezados por Estados Unidos y sus aliados, quienes ya hace muchos años renegaron de los valores libertarios, que remontaban a las épocas de la guerra independentista, la conformación de la república y la redacción de la Constitución. Unos principios que abogaban por el mínimo tamaño del gobierno, su limitada intromisión en los asuntos del pueblo y en la autarcía.

A pesar de las buenas razones que se invoquen para justificar la violencia. La barbarie que esta desencadena no tiene color. Tampoco importa el lugar donde esta se produzca. Desde el punto de vista ético, un atentado en París y los bombardeos de la Coalición internacional contra las posiciones del Estado Islámico en Raqqa y sus poblaciones civiles valen lo mismo; aunque los justifiquen luego brillantes analistas de Rusia Today, del Wall Street Journal, o el predicador a la moda del último canal yihadista que Youtube todavía no ha cerrado. Si la humanidad desea continuar con la cooperación humana, base y sustento de la prosperidad que conocemos, debe cesar ese relativismo moral, al cual parecen conformarse nuestras sociedades pudientes.

Hoy peligra la estabilidad internacional, pues para una buena parte de una olvidadiza y manipulada opinión, los principios de no violencia y de coexistencia pacífica, han dejado de parecer pertinentes para convertirse en sinónimos de blandenguería. La gente reclama mano dura y seguridad, aunque para conseguirlas haga falta recortar las libertades duramente ganadas por los movimientos cívicos del siglo pasado.

Si como aseguraba Ludwig von Mises: “Las guerras de nuestro tiempo no están en desacuerdo con la doctrina económica popular; son, por el contrario, el resultado inevitable de una aplicación coherente de estas doctrinas”, entre todos, por ignorancia, estamos contribuyendo impasibles a que se desencadene una nueva conflagración mundial de incalculables consecuencias.

Nadie se llame a engaño. Aunque ya quede muy poco por desarticular en esa región del mundo, el llamado a la venganza de Vladimir Putin, lanzado hoy tras conocerse los resultados de la investigación sobre la explosión en vuelo de un avión ruso el 31 de octubre: “Iremos a buscarlos dondequiera que se escondan y los castigaremos”, es del mismo tono que el lanzado por G. W. Bush tras los ataques del 11 de septiembre contra Osama bin Laden.

Si al calor de los atentados parisinos, para intervenir en el Medio Oriente se consigue la coalición reclamada por Francia, un país que llamaba todavía la semana pasada a los oponentes de Bashar al Assad “combatientes por la libertad” y que lleva años contribuyendo a la expansión del Estado Islámico, se habrá dado quizás un paso irreversible hacia lo inevitable.

Para mantener la paz sin caer en el angelismo beato de la izquierda, ni en el militarismo justiciero que solo generará más violencia a largo plazo, Occidente debe restablecer una verdadera economía de mercado libre y defender sus valores con la ley por delante como bandera irrenunciable.

Como vienen pidiéndolo los libertarios con Ron Paul a la cabeza, es necesario un cambio radical de las ideologías vigentes. En estas horas graves, conviene recordar las palabras de Mises en La acción humana: “Lo que hace falta para hacer duradera la paz, no son ni tratados ni acuerdos internacionales ni tribunales ni organizaciones internacionales, como la difunta Sociedad de Naciones o su sucesora, las Naciones Unidas. Si el principio de la economía de mercado se acepta universalmente, esos sustitutivos resultan innecesarios; si no se acepta, son inútiles”. Todavía no es tarde para rectificar. Solo el conocimiento y la acción conjunta podrán salvarnos del caos.

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