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Naufragio del navío Fernando VII (ex Reina Luisa)

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El 18 de marzo de 1809 el navío cambió el nombre por el de Fernando VII y así es como lo nombraremos en adelante.

La pérdida del Fernando VII

El navío español se encontraba en un lamentable estado. La falta de un correcto mantenimiento debido a la guerra pasó factura. El brigadier Manuel de Posadas lo llevó desde Gibraltar, donde se encontraba en 1810, hasta Mahón, en conserva de el San Carlos y otro navío británico.

Sufrieron un fuerte temporal del Este, que hizo que la travesía se demorase 27 días, produciendo en el Fernando VII una vía de agua considerable que no se pudo descubrir. Al llegar a puerto se desarmó por completo.

Y así se quedó el navío durante cinco años.

Embarcan los norteamericanos

En 1815 el estado del navío estaba tan mal que era preciso una carena en firme para salvarlo y el lugar más cercano para ello era Cartagena. No era una travesía larga, pero incluso para esto había que hacerle unas reparaciones urgentes e indispensables.
Las atenciones se dirigieron sobre todo a la parte más baja del buque, disminuyendo el agua que entraba hasta una pulgada por hora, lo que se consideró de poca importancia. No se podía hacer más, ya que cualquier obra de más enjundia en aquella parte podía rendir el palo mayor. Así estaban (de mal) las cosas.

Pero lo peor fue a la hora de tripularlo. Las autoridades embarcaron sólo a dos oficiales, un piloto, 40 marineros y 60 soldados del regimiento de Nápoles.

Tripulación, cuyo número, prescindiendo de la calidad, era insuficiente para ejecutar una virada, pero que no había posibilidad de aumentar.

Lo que no se explica es que, estando el buque en tan pésimas condiciones, además se embarcaran como pasaje a 19 personas, entre mujeres, niños y pasajeros.

En Mahón se encontraba la escuadra del Mediterráneo de la Marina de Estados Unidos. El comodoro Shaw, que mandaba la misma, se quedó asombrado de lo que los españoles intentaban hacer y como tenía que hacer el mismo viaje con la fragata USS United States se brindó a ayudar en lo que pudiera.

Los españoles tendrían la oportunidad de devolverles el favor en 1846.

La ayuda ofrecida por los norteamericanos no sólo se limitaba a convoyar al navío con su fragata, para prestarle socorro si se necesitaba, sino facilitar también un oficial (teniente G. B. M. Culloh), dos guardiamarinas y 60 buenos marineros. Una ayuda que fue aceptada de inmediato como agua de mayo.

Salida de Mahón
El 4 de diciembre de aquel año de 1815 salió el navío Fernando VII, bajo el mando del capitán de fragata Vicente de Lama y Montes (como vemos ni siquiera pusieron al mando a un capitán de navío), junto con la fragata USS United States, la corbeta USS Ontario y el navío británico HMS Boyne, de 98 cañones e insignia de lord Exmouth. El tiempo era tan bueno que se prometía una feliz navegación.

Pero, tal y como veremos, no fue una travesía de placer ni mucho menos.

El tiempo se complica

El Fernando VII y la USS United States se separan de los otros buques al pasar por el sur de la isla Cabrera, teniendo el tiempo favorable hasta el día 6, cuando cambia el viento al NO, con mucha fuerza y mar.

El navío balanceaba violentamente, padeciendo mucho el aparejo, así por esta causa como por el mal estado de las jarcias que faltaban con frecuencia, lo que, visto por el comodoro, envió un bote de la fragata con cabullería y motones, auxilio de gran oportunidad, pues declarado el temporal en la misma tarde, sirvieron para remediar el desarbolo del mastelero de sobremesana, acaecido ya con tres rizos en las gavias.
Como vemos, el comodoro Shaw volvía a ser providencial para nuestro buque. No podemos ni imaginarnos cómo hubiera sido la travesía sin los materiales y los hombres de refuerzo norteamericanos.

El día 7 la fuerza del viento era terrible; se habían echado en cubierta los masteleros y vergas de juanete para aliviar así la presión que hacía balancear al Fernando de forma tan peligrosa, pero no se consiguió demasiado. Hasta parecía que el trinquete se fuera a venir abajo en cualquier momento.

A las ocho de la tarde el comodoro norteamericano tomó vuelta al norte, disparando un cañonazo para prevenir al navío español, que izó la bandera de señal de imposibilidad de virar hacia donde se le indicaba, hecha la reunión de todos los oficiales y en vista del maltrecho palo mayor.

Pero desde la USS United States no debieron ver la señal y tampoco escuchar los cañonazos que desde el Fernando VII se le hacían, ya que aquellos se encontraban a barlovento.

Era ya de noche y la fragata norteamericana, pensando que la seguían, se perdió en la oscuridad y los tripulantes del navío de línea español sintieron que se agravaba su situación al desaparecer la única embarcación que podría rescatarlos en caso de naufragio.

A la deriva

A media noche, el calafate informó que el agua entraba ya de forma apreciable: treinta pulgadas en quince minutos.

Lo peor era que si antes bastaba con una bomba para achicar el agua, ahora lo conseguían con dificultad las seis que tenía el buque y empleando en ellas a toda la gente disponible.

El día 8 se reunieron de nuevo los oficiales para acordar lo más conveniente. Sabían que el agua provenía de algún tablón aventado de los fondos.

Como primeras providencias, se dieron al palo mayor todos los aparejos reales; se echaron al agua 13 cañones de la batería del combés y la cuarta ancla, y se repararon las bombas con las piezas de respeto.

Pero una de las bombas se inutilizó y no había materiales para arreglarlo. Visto que el agua no paraba de aumentar y que la tripulación estaba agotada, se decidió por unanimidad arribar sobre la costa de África.

Mientras iban hacia el sur divisaron lo que parecía ser una fragata de guerra. Pensando que era la USS United States hicieron señales de socorro, disparando un cañón cada quince minutos. Y, a pesar de que la fragata llegó a disparar un cañonazo, enseñando una luz, siguió su rumbo sin acercarse al navío y se perdió en el horizonte.
El navío Fernando VII siguió su rumbo hacia la costa de Berbería, con el agua siempre aumentando en la bodega a medida que las bombas iban estropeándose una tras otra.
Los hombres caían extenuados por el esfuerzo de achicar, entre ellos el segundo comandante del buque, el teniente de fragata José Carlos de la Fuente, quien daba ejemplo a sus hombres con el trabajo de las bombas. No obstante, sufrió una fuerte contusión en el pecho agarrado al cigüeñal.

El desastre

Al amanecer del día 9 estaban ya muy cerca de la costa africana, a unas 18 o 20 millas, demorando el cabo Bujía al SO. Pero la influencia de la costa calmó el viento, cambiándolo al SO, o lo que es lo mismo en la dirección contraria al navío.

El ánimo subió no obstante debido a la proximidad a tierra y redoblaron esfuerzos en las dos únicas bombas que quedaban. Españoles y norteamericanos trabajaron duro y unidos para intentar salvar sus vidas.

El día 10, a las cinco de la tarde, el agua de la bodega había subido a nueve pies y cuatro pulgadas, pero estaban ya a seis millas de cabo Bujía.

Los oficiales determinaron que ya no había vuelta atrás y aquel era el momento de subirse a los botes y abandonar el barco.

Se empezó con las mujeres, niños y pasajeros; después la tripulación, alternando españoles y norteamericanos, todos sin más equipaje que lo que llevaban encima. Los últimos en embarcar fueron el comandante, el piloto y el teniente Culloh.

Cuando habían salido todos, el Fernando VII se inclinó a proa, sumergiéndose lentamente. Cuando todos llegaron a tierra el navío había desaparecido bajo las aguas.

Rescate negociado

No era buen lugar aquella costa. Argel era un nido de corsarios y piratas berberiscos y todavía en aquella época eran una fuente de problemas para los buques mercantes que tenían que transitar por allí.

Nada más desembarcar en la playa, por fortuna sin ninguna víctima durante el naufragio, se vieron rodeados por el populacho de Bujía y los guardianes del Dey de Argel. Fueron conducidos a la población y encerrados con vigilancia.

El comandante español reclamó la libertad de los suyos, apoyado por el cónsul de España.

Sin embargo, el Dey dejó libres sólo a los norteamericanos. A los españoles los retuvieron como rehenes hasta que se resolviera una disputa con España, por el apresamiento de uno de sus bergantines que se hallaba en Cartagena.

Paradójicamente, este bergantín, nombrado el Nuevo (sic), había sido apresado por la escuadra norteamericana del Mediterráneo y llevado a la ciudad española. ¡Habían dejado el libertad a los hombres del gobierno equivocado!

El gobierno [español] dispuso su retención [del bergantín] hasta decidir la legitimidad de la presa; y como resultase haber sido hecha después de un combate en aguas territoriales de España, se pidió satisfacción al gobierno de los Estados Unidos.
Hasta mayo de 1816 no se dejó en libertad a los españoles, justo cuando se resolvió favorablemente para los intereses argelinos la cuestión de su bergantín, que les fue restituido.

El Consejo de Guerra que debía juzgar la pérdida del navío Fernando VII, se celebró en Cartagena el 21 de junio, bajo la presidencia del comandante general del departamento José Adorno, dictando una sentencia absolutoria.

En realidad, el capitán de fragata Vicente de Lama y Montes había hecho un excelente trabajo al salvar a todos sus hombres bajo unas condiciones extraordinariamente adversas, tanto por el temporal como por el estado del buque.

El propio teniente Culloh, dio buena cuenta de lo sucedido a su comodoro y elogió la sangre fría del comandante español, así como sus acertadas disposiciones y la disciplina de sus hombres.

Para dar cuenta de lo recio que fue el temporal, la misma U.S. Navy sufrió en aquella tempestad el desarbolo de una de sus mejores corbetas y una goleta cañonera.

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