Mi abuelo Manolo

Por Manuel C. Díaz , ENH

De niño yo pensaba que mi abuelo Manolo era gallego porque todos nuestros vecinos le llamaban así. Para los cubanos de aquella época, al menos los de mi barrio, todos los españoles eran gallegos. En realidad mi abuelo era asturiano. No lo supe por él, que era un hombre de pocas palabras, sino cuando mucho tiempo después, ya en el exilio, comencé a indagar sobre el pasado de mi familia.

Fue así como descubrí que mis abuelas, Emilia Presas y Sara García, sí eran gallegas. Una era de Orense y la otra de La Coruña. Como también era gallego mi otro abuelo, Ricardo Rivas, que era de Pontevedra. Pero mi abuelo Manolo, que era en verdad de quien deseaba saberlo todo, era de la asturiana ciudad de Gijón.

A través de su Ayuntamiento logré saber que había nacido el 3 de julio de 1897 y que lo inscribieron, dos días más tarde, ante el juez don Idelfonso Noriega y el secretario don Antonio del Valle, con el nombre de Manuel Díaz Rodríguez. Otras pesquisas, realizadas por una sobrina mía que estaba confeccionando un árbol genealógico de la familia para un proyecto escolar, me permitieron saber que en 1912 había emigrado a Cuba, desde el puerto de Gijón, en el vapor Reina María Cristina.

Eso bastó para que algunos años mas tarde, cuando preparaba un viaje a España, decidiera incluir en el recorrido a la ciudad de Gijón. Quería saber dónde había comenzado todo. Y así fue. Al llegar, lo primero que hice fue dirigirme a la Plaza del Marqués, en el área de la marina, donde se encuentra el Palacio de Revillagigedo y donde una estatua del rey Pelayo, primer soberano de los astures y vencedor en la batalla de Covadonga contra los moros, se alza en el medio de una fuente de piedra.

Desde la Plaza del Marqués caminé hasta el ahora llamado puerto deportivo, pensando que de allí era de donde, a principios del siglo XX, zarpaban los barcos hacia las Américas. Sin embargo, todo era tan moderno que me resultó imposible sentir que retrocedía en el tiempo. Aun así, la idea de que podría estar parado en el mismo embarcadero en el que mi abuelo Manolo había partido hacia Cuba, me golpeó de repente. Y pude verlo subiendo al barco con una vieja maleta de cartón, pobremente vestido y con la tristeza de abandonar su patria reflejada en el rostro.

Fue entonces que, todavía emocionado, me acerqué al borde del espigón, miré hacia el mar y me pareció ver el vapor Reina María Cristina zarpando en la distancia. Yo sabía que en aquellos años las travesías trasatlánticas duraban casi dos meses. Y lo imaginé soportando las difíciles condiciones del viaje, hacinado con otros pasajeros en las cabinas de tercera clase. Pero también lo imaginé arribando a La Habana lleno de esperanzas y contemplando en silencio, desde la pasarela del barco, la ciudad en la que esperaba comenzar una nueva vida.

La Habana era entonces una urbe que se renovaba por día. Al Paseo de Isabel II, que corría desde la bahía hasta el Parque Central, ya se le conocía como el Prado. Y aunque todavía sus bancos no eran de mármol ni le habían sido colocados sus famosos leones de bronce, ya era la principal avenida de la ciudad. En los terrenos del antiguo Real Arsenal acababa de ser inaugurada la nueva Estación Central de Trenes y recién comenzaba, en el lugar que ocupaba la Batería de la Reina, la construcción de la estatua ecuestre del general Antonio Maceo.

Esa era la ciudad a la que mi abuelo Manolo llegó en 1912 y en la que creó su familia. Una familia humilde y trabajadora que poco a poco se fue abriendo paso. Al igual que otros españoles, mi abuelo nunca regresó a su país.

Hoy se me ocurre pensar que quizás le hubiese gustado hacerlo. No solo podría haber visitado Gijón, su ciudad natal, sino también Cangas de Onís, primera capital de Asturias. O la Santa Cueva, en Covadonga, donde está enterrado el rey Pelayo.

Es una pena que no haya sido así. Solo me consuela saber que, en su nombre, pude hacerlo por él.

Manuel C. Díaz es un escritor cubano. Correo: manuelcdiaz@comcast.net.

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