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Mi abuelo don Claudio Valdés Yera

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Foto: Camajuaní 1951. A la edad de 2 años con mi abuelo don Claudio Valdés Yera.

París, 24 de abril de 2020.

Querida Ofelia:

Durante este confinamiento a causa del coronavirus que ya dura cinco semanas, sigo escribiendo y oyendo viejos discos, o mejor dicho, discos nuevos de viejas canciones. Compré hace unos meses en Málaga un estuche de cinco CD «The Best of Cuba», tiene algunas canciones que me traen muchos recuerdos agradables: He venido (Los Zafiros), Aléjate (Gina León), En las Tinieblas (José Tejedor), No tengo edad (Luisa María Güell), Otro Amanecer (Meme Solís), Días como hoy (Marta Estrada), etc. Esta última recuerdo que la vi en el teatro de la Comunidad Hebrea de la calle Línea, en pleno ciclón, éramos pocos y ella se sentó en el borde del escenario y decía al mismo tiempo que se daba golpes en el pecho: “¡Mi público! ¡Mi público!” Con gran emoción nos cantó «Abrázame Fuerte», vestida de negro como una Piaf tropical llena de temperamento. ¡Qué época!

Nosotros los cubanos hemos evolucionado por dos vías paralelas, pero muy diferentes gracias a la «heroica revolución». Muchos de los que estamos en el Mundo Occidental tolerante, libre y democrático, donde reinan los valores de la denominada Libertad burguesa de: Patria, familia, tolerancia religiosa y de respeto al prójimo, hemos aprendido a defender nuestras ideas, nuestros puntos de vista frente a los que no las comparten y no por eso deseamos que sean fusilados, encarcelados o desterrados.

Muchas veces cuando hablo con alguien recién llegado de mi Cuba, constato que un abismo nos separa, no es cuestión de edad sino que son parte del “hombre nuevo con el que soñara el Dr. Guevara de la Serna».

El sistema ideológico del Líder Máximo no sólo ha provocado el derrumbe económico de la Nación, sino algo peor que es el derrumbe moral, la caída de los valores de: sinceridad, honestidad, amistad y fidelidad.

Es por lo que me pregunto, cómo se puede ayudar a esas personas que llegan desde mi lejana Isla, que sólo tienen como «valores» el dólar y el sexo. No es culpa de ellas, son el resultado de sesenta años de embrutecimiento ideológico, de discursos de odio e intolerancia, de sálvese quien pueda, de mercado negro y de ateísmo.

Mi madre vino a París en el verano de 1985. Durante tres meses la estuve paseando en un sillón de ruedas, para que no se cansara, creo que no existe una turista cubana que haya conocido como ella la capital gala. Me trajo de la Perla de las Antillas muchas viejas fotos, entre ellas una en la que mi abuelo Claudio me tiene cargado a la edad de 2 años, en el patio de su casa.

El recuerdo más viejo que tengo concierne a mi abuelo, al que todos llamaban Don Claudio. Recuerdo su figura vestida siempre de un blanco inmaculado, pantalones de dril cien, guayabera y sombrero de jipijapa, con su bastón, caminando por aquel largo corredor que atravesaba toda la larguísima casa de madera: portal, sala, saleta, comedor, tres cuartos, cocina.

Él me decía que le diera la mano y le ayudara a llegar al portal y yo desde la altura de mis cuatro años le “ayudaba”, a él, que me parecía gigantesco. Se sentaba en el taburete que a mí me gustaba mucho pues como era de cuero me podía arrodillar en él, no como en las sillas de caoba y pajilla de la sala, que me estaban prohibidas por la autoridad materna.

Mi abuelo me besaba siempre en la cabeza, la cual cogía al mismo tiempo con sus inmensas manos, y me llevaba a la cocina donde me permitía coger una cucharadita de azúcar prieta, de un pomo que estaba en una vitrina.

Una mañana de primavera del 1953 en lugar de mi madre, me despertaron nuestras vecinas Digna y Nena, y me sentaron sobre la mesa del comedor y allí me vistieron. Mi madre vino a buscarme y me dijo que Papá, como yo le llamaba, se había ido para el Cielo. Me llevó para la casa de mis abuelos y allí en el primer cuarto él estaba tendido. Detrás del ataúd había una gran cortina morada y un Cristo plateado. Seis cirios le rodeaban y a lo largo de las paredes estaban mi abuela y sus seis hijas sentadas en sendos sillones.

Fue el primer funeral que vi en mi vida, a pesar de tener sólo 4 años, me acuerdo muy bien. ¡Cuántas flores! La sala, la saleta, el portal, todo estaba lleno de coronas, con aquel profundo olor. Al salir hacia el cementerio la comitiva, recuerdo a mi abuela desconsolada viendo alejarse el coche fúnebre precedido de la banda municipal. Yo sentía una gran confusión, pues si mi abuelo se había ido para el Cielo, cómo era posible que estuviera allí “dormido”.

En aquella casa no hubo ni fiestas de Nochebuena, ni de cumpleaños ni de nada hasta muchos años después. Cada vez que veía el taburete me acordaba de aquella figura vestida de blanco.

La única nota discordante fue la de Antonia, la señora de Julito, la cual no sé por qué motivos, nunca fue aceptada por mi abuela. Ella… ¿en venganza?, se vistió de rojo y se paró en la acera de enfrente durante el funeral. Ese gesto tan poco apropiado le costó que, mi madre y sus cinco hermanas no le dirigieran nunca más la palabra, no así mis seis tíos que con el tiempo, que como todos sabemos cicatriza las heridas, y por cariño con Julito, le volvieron a hablar. Esa señora era una mujer grande, fuerte, con un bozo muy desarrollado. ¿No existían cremas para depilarse en aquellos tiempos? Era isleña, como se les llamaba a los procedentes de las Islas Canarias. No se afeitaba jamás las piernas. Tenía una gran cabellera rizada y un fuerte carácter que contrastaba con la feminidad de mis tías.

Conmigo siempre fue amable, aunque era la única persona en mi niñez que en lugar de tutearme me trataba de usted, lo cual me divertía. Durante años, cuando yo iba a Camajuaní desde San Cristóbal de La Habana, pasaba a saludar por su casa y siempre me preguntaba por mi padre, pero jamás por mi madre.

 Como no podía tener hijos, adoptó a una niña que llamó Carmencita y, para que aprendiera las labores domésticas, cuando regresaba de la escuela en lugar de jugar, ver los «muñes» en la tele o hacer las tareas como todos los demás niños, tenía que limpiar la casa y lavar la batea de ropa cotidiana. Era tan pequeña que tenía que encaramarse sobre un banquito. La pobre tenía sus manos de niña destruídas, lo cual indignaba a todos. Si ello hubiera ocurrido aquí en Francia, país de Liberté Egalité et Fraternité, le hubieran retirado a la niña y se la hubieran dado a adoptar a otra familia.

Julito era de mediana estatura, gordito, simpático, jaranero, siempre vestido con guayabera blanca, lazo y sombrero Panamá. Tenía un repertorio de chistes muy grande, quizás igualado por pocos. Sus bromas junto a mi tío Claudito hacían reír a todos. ¿Cómo podía vivir con la austera, seria y rígida Antonia? Sólo Dios lo sabe.

Julito nunca fue «compañero», su bodega le fue expropiada por los «compañeros» en 1968 a causa de la Ofensiva Revolucionaria, pero él lo tomó con mucha calma en espera de tiempos mejores que nunca llegaron. Al fallecer, aquel pueblo perdió a un hijo muy querido y popular, a uno de sus personajes más carismáticos.

Aquí en París, hace varios años la Cinemateca pasó un ciclo de documentales cubanos y entre ellos vi uno sobre las Parrandas de Remedios y Camajuaní. Para mí fue una gran sorpresa ver a Julito con aquella risa jacarandosa, mirada burlona y espíritu inquieto, contar una anécdota sobre las parrandas.

En mi terruño camajuanense, el pueblo se divide entre sapos y chivos, los cuales compiten con un changüí y una carroza cada año, en otros tiempos por el 19 de marzo, día del santo patrón San José, después en el verano, gracias a la «infinitamente heroica revolución» y ahora de nuevo en marzo.

Desde el lado de acá del Atlántico te deseo todo el bien del mundo: Siempre estás entre mis más bellos recuerdos de mi lejana isla caribeña.

Y recuerda: ¡Quédate en casa!, solo así podrá evitar el infectarte con el coronavirus.

Un gran abrazo,

Félix José Hernández

Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro «Memorias de Exilio». Les Éditions du Net, 2019.  

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