Por Carlos Ferrera
Te llamas Martín, y tienes 87 años, ajados y vividos en el campo, perdido en un pueblo innombrable. Vives casi en la miseria, pero mantienes lúcida tu mente, lo suficiente para recordar el nombre de tu madre, Generosa Martínez, criada de tu padre y violada por él.
Vives con el dolor de recordar siempre que fuiste el fruto de aquel incidente triste. También tus medios hermanos fueron hijos bastardos de una relación forzada. Pero ellos pudieron vivir con el violador y fueron depositarios de sus cuidados y enviados a colegios ricos.
Tú, en cambio, anduviste medio siglo detrás de dos bueyes y un arado para darle de comer a tu familia. De nada te sirvió llevar su apellido, que no era importante entonces, pero lo sería después.
Y eres tan buena gente, Martín, que no guardaste jamás rencor a nadie. Hasta recuerdas a tus medios hermanos con cariño, especialmente a él, aun conociendo bien su afición a las armas de fuego, al conflicto y al poder.
Por eso te tragaste la noticia de su muerte con amargura y resignación, porque lo dejaste de ver cuando tú eras un niño y él tenía 16 años.
Hace apenas unas horas también te has enterado por la prensa de la partida de su hijo, tu sobrino a medias. Dicen que se dio muerte por su propia mano. Tú callas, porque no sabes nada, pero sospechas todo.
Sin embargo, la noticia no te agobia. No te dejaron conocer nunca a tus sobrinos ni te dieron la oportunidad de aprender a quererlos, y ellos jamás se acercaron a ti.
Has tenido una vida de mierda, Martín. Pero no te quejas. Y es más; te vas a ir de este mundo sin que casi nadie te conozca, ni te recuerde. Pero no te importa; estás acostumbrado a la soledad y a las injusticias de tu vida de mierda.
Entendiste al final que tus hermanos no irían jamás a verte ni se preocuparían por ti ni por los tuyos, después de proclamarse dueños de Cuba y de todos los cubanos. También de ti. Y casi lo agradeces, Martín, porque ya es bastante llevar ese apellido que tanto pesa; Castro.
De los Castro de Birán.