Qué rico el arroz con pollo en la Cuba de mi infancia. Era el plato estrella en el almuerzo del domingo. Nuestra paellita criolla, cocinada sobre lo seco o bien a la chorrera, rociándola generosamente con cerveza. Se le añadían guisantes, que llamábamos petit pois, además de las especias propias de la cocina cubana y, desde luego, bijol o azafrán a modo de colorante amarillo. Solía adornarse con tiras de pimiento rojo y quedaba como para chuparse los dedos.
No dudo que cada zona del país, o incluso cada familia, tuviera su receta propia. Pero, obviando las variantes locales o familiares, el arroz con pollo era uno y el mismo en todo el territorio nacional. Y lo siguió siendo después del desastre, a pesar de la despensa y el refrigerador eternamente vacíos. Lo mismo cabe afirmar del fricasé, cuya receta se simplificó a tal punto que ya no era aquello que cantaban las niñas cubanas de antes: «Se le echa ajo y cebolla, una hojita de laurel…». Hasta Nitza Villapol modificó su recetario criollo, adaptándolo a los tiempos de penurias y escasez crónica. «Y entonces le echas lo que tengas», concluía imperturbable la cocinera estelar de la televisión, tan adaptable ella.
Atrás habían quedado los pollos de mi cazuela estilo años 50. Aquellos sí eran pollos. Pollos con sabor a pollo, criados libres y sanos en el campo y hasta en el patio de mi casa, que era orgánico y natural. Eran pollos felices, bien alimentados con un maíz de segunda, llamado rollón, que se vendía exclusivamente para la alimentación de la cría. Aquellos sí eran pollos. No como los de granja, tan insulsos que no te saben a nada si no le pones un cubito de Avecrem (o la marca que sea). Pero, en compensación, debe destacarse que, con las granjas avícolas de las últimas décadas, la carne de ave se ha abaratado mundialmente, convirtiéndose en un producto mucho más asequible y popular.
Antaño el pollo era un alimento caro comparado con la carne de res, por lo que no estaba al alcance de las familias más desfavorecidas. El bistec y la carne de segunda o falda, en cambio, eran relativamente baratos, de ahí que se pusieran en la mesa más a menudo. Una libra de picadillo valía 20 ¢, lo mismo que costaba una cerveza o una cajetilla de cigarros (téngase en cuenta que en ocasiones los que más fumaban y bebían solían ser los más pobres entre los pobres). Pero, en último caso, te llegabas a la carnicería y le pedías al carnicero que te pusiera 10 centavos de hueso bien envueltico en carne, y te daba para una buena sopa más una ropa vieja deliciosa. Qué cuento van a hacerme. Con una economía doméstica racional y una buena administración, un ama de casa hacía maravillas con una peseta y hasta con un real.
Los pollos de mi cazuela
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