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Los galeones de Manila

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Don Carlos el Segundo, el Hechizado, el Bobo o el Nervioso, fue el monarca al que le tocó servir a Jerónimo Gálvez en su tiempo por espacio de treinta y nueve años

A Jerónimo Gálvez, piloto de ciencia, por tanto de examen realizado ante doctas gentes en los asuntos de la mar y sus regimientos, que navegó en los llamados galeones de Manila, le tocó vivir en su Cartagena de Levante natal unos tiempos en los que el sol de un imperio, forjado por las gentes del común a despecho de nobleza, clero y funcionariado, no campeó con el brillo y la luz de todos aquellos nuevos conocimientos de  gentes y lugares que se iban incorporando al saber humano porque la oscuridad, la superstición y la ignorancia nunca ha querido que el hombre progrese.
Don Carlos el Segundo, el Hechizado, el Bobo o el Nervioso, fue el monarca al que le tocó servir a Jerónimo Gálvez en su tiempo por espacio de treinta y nueve años. Y aunque Gálvez se marchó de este mundo corriendo años del siglo dieciocho, sobreviviendo por tanto a su rey bobo y señor, lo hizo sin haber visto en ocasión alguna a su soberano
Y ni don Carlos el Segundo se enteró de la hazaña que representó el hecho de que el cartagenero Gálvez fuera el piloto que más veces mareó el viaje entre Manila y Acapulco en el bordo del galeón «Santa Rosa de Lima», ni los encargados de comunicarle a los reyes que tales honras y reconocimientos de los súbditos les lleguen tuvieron a bien comunicarlo para que tan encomiada dedicación a una faena tuviera su recompensa.
El relato de sus viajes, la experiencia de su vida reflejada en unas piezas de papel, a juicio de los funcionarios de la Casa de Contratación o del Consejo de Indias, tan sólo recibieron el escueto calificativo de un «No Ymporta». Y atados con un tirajo de tela para que nadie hiciera lectura de ellos, vendidos fueron, seguramente, a un «trapero» de los que comerciaban en papeles y trapos viejos.
Cumplida la primera quincena de años del siglo XIX, es decir, sobre 1815, se puede anotar como fecha última en la que de un modo oficial navegó el postrero de los galeones que, por costumbre, se los denominó de Manila o de la China. En sus bodegas, el postrero galeón portaba casi idénticas mercaderías y productos que las que corriendo el año de 1565 llevaban en sus bodegas sus hermanos de cabellera blanca, cuando se iniciaron los viajes dándole noticia y comunicación a tierras tan distantes entre sí como las Indias y las Filipinas.
El piloto cartagenero Jerónimo Gálvez embarcó en el galeón «Santa Rosa de Lima» corriendo el año de gracia de 1689 y para el de 1692 ya llevaba contabilizadas más de cinco travesías transoceánicas de la extensa mar Pacífica, donde una tan sola de aquellas navegaciones ya dejaba hartura, incluso locura, en mareantes y pasajeros, por lo que Gálvez fue un marino auténtico, de aquéllos que por sus venas corría salitre y su aliento era como una orden para que los catavientos indicaran el camino hacia los trapos a los movibles vientos que soplan en la inmensidad de la mar océana Pacífica.
Hasta tal punto fue de importante, económicamente hablando, el camino de los galeones de Manila, que si modernamente ya se está  dejando en su lugar el hecho de que Las Indias no fueron el oro, sino la plata, y que la Torre del Oro de la ciudad de Sevilla guardó mucha más plata que oro; y que, aun la plata que cruzó la mar hacia esta orilla fue escasísima ante el caudal de la honorable pobreza que significó aquellos poblamientos de las otras orillas de la mar, los tonelajes, por tanto, que transportaron en sus bodegas los galeones llamados de Manila, fueron  los que realmente hicieron Las Indias. Hasta tal punto, que si modernamente los busca tesoros de hoy tasan como probable el valor del cargamento que llevaba un solo galeón en más de mil millones de nuestras pesetas (unos 60 millones de euros), tendremos una idea bastante precisa de lo importante que era para la economía española y europea el que un galeón llegara en buena hora a puerto.
Y si las Indias fue en la realidad una conquista de sudor, lágrimas, hambres y pobrezas, compensado todo tan sólo con la grandeza de un formidable mestizaje, la plata que «hicieron las Indias», aunque fuera en mucha parte una plata indiana, de no haber existido el comercio con oriente a través de Manila y sus gentes, hubiese arribado por Sevilla en mucha menor cantidad: para desasosiego de una Corte siempre avara que tan sólo quería recibir, sin invertir al otro lado de la mar otra cosa que no fuera la carne y el saín de sus súbditos.
Como modernamente va quedando poco a poco todo en su sitio y se van apartando ideas y frases esculpidas y hechas, y va luciendo la verdad documental, la realidad de lo que aconteció cuando España y casi toda Europa se pasaban sus días con las miradas puestas hacia el poniente de la mar océana, va logrando su verdadera dimensión hasta el extremo de que, se puede aseverar, si la Atlántica fue una mar que mucho supo del trajín de carabelas y flotas cargadas de gentes ilusionadas en pos de una nueva vida de riqueza y comodidad que se quedaron perdidas en los mugrientos catres, en las hamacas, sobre los duros suelos o sobre las hojarascas secas de unas ingratas Indias que se tragaron cientos y miles de ilusiones,  apenas si dejaron algo para tener continuidad por aquellas otras extensísimas aguas de más al poniente, de la otra mar, de la océana Pacífica, porque en la realidad de lo cotidiano en aquellos pasados años no se entendió todo como un Mundo Nuevo, sino porque fueron dos Mundos Nuevos los que se abrieron al conocimiento de muchos hombres.
Manila, las Filipinas, no fue ya una conquista ni un arribo masivo de gentes soñadoras, aunque tampoco lo fueron en la pura realidad de los números de personas Las Indias, y todo el verde archipiélago nombrado en honor de don Felipe el Segundo no llegó a tener viviendo fijo sobre su suelo, en sus mejores momentos de abundancia, más allá de unos escasos cuatro o cinco mil españoles.
Y si las Filipinas, su españolización, fue en la realidad una penetración de «cuatro frailes, un par de funcionarios castigados y algún civil perseguido o despistado», la intermediación que los colonos españoles hicieron con el comercio oriental para ganarse cómodamente la vida sin trabajar en aquella lejana tierra, fue la aspiración primordial de todo el que cruzó la mar Pacífica. Y aunque la plata indiana que servía para lastrar los galeones sustituyendo a las piedras en su retorno a Manila, desde aquel puerto continuara en su mayor cantidad camino de la China principalmente, y otros entornos a engrosar las bolsas de los comerciantes orientales, también lograron, sin proponérselo los manileros, que parte de ella viajara hasta la metrópoli fruto del beneficio de las ventas de las mercaderías que transportaban los galeones a consigna real y a particulares; y fuera la razón económica para poder mantener un imperio.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.

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