Lope de Aguirre

 Van los Marañones con escasos descansos, el gesto hosco, escuchando la blasfemia pronta de Aguirre que, poco a poco, va haciendo su calado en el ánimo de los expedicionarios

Si me pongo a escribir y digo que fueron muy arduas las jornadas vividas; que hombres y caballos tuvieron que soportar muchísimos sufrimientos hasta que llegaron a las riberas del río Cauca y atrás dejaron los altos desniveles por los que la tierra andina se va descolgando para hacerse riana, y servir de mano que lleva las aguas a la inmensa cuenca del gran río, estoy hablando de algo cotidiano, que se ajusta a como fueron muchas de las jornadas Indianas.
Van los Marañones con escasos descansos, el gesto hosco, escuchando la blasfemia pronta de Aguirre que, poco a poco, va haciendo su calado en el ánimo de los expedicionarios.
El río que todos los hombres dicen que es eterno; el gran río que apenas si se altera por la presencia de aquellos extraños hombres, y sigue bajando sus aguas camino ancho de la mar. La crónica casi diaria la va anotando el fraile Gaspar de Carvajal con acertada pluma, sin llenar de fábulas ni mentiras los renglones.
Bajó el vascongado Aguirre: Unas veces con la cordura de un demente, y otras con lo ilógico de los cuerdos, por el río grande de los Marañones, y siempre lleno a rebosar de rabia y rencor hacia una Corona lejana y ausente: raquítica en prebendas y mercedes, que le hizo ser el portador de las simientes primeras de la separación de las nuevas tierras, de los caprichos cortesanos de una Castilla, ancha para las miserias, y estrecha para las miras y los pagos de deberes.
Antes de que los expedicionarios llegaran a ver las aguas saladas de la mar oceana, mucha fue la sangre que el río de los Marañones, con indiferencia en sus aguas, diluyó; atento tan solo a aquella que más le dolía: la sangre derramada del aborigen. El cual, tan expectante como a veces asustado, no llegaba a comprender la tremenda crueldad de unos hombres, que fueron dando desolación y muerte por cada uno de los lugares por los que pasaban.

Lo dicen todavía. Todavía lo ven trotar por las noches del invierno nevadas. Por las albas heladas son muchos los paisanos que escuchan su trote antes de darse al galope desenfrenado atravesando los valles antes de perderse en las gargantas de la sierra.

También lo ven los caminantes que van al destierro por mandatos propios: por imperativos de unas mentes que no se acomodan en parte alguna. «Nos, ordenamos que sean cubiertos de sal aquellos campos de la propiedad del dicho Lope de Aguirre, suya y de sus descendientes…»
Cuando llega el día, el alba señalada, el jaco blanco se detiene en su puerta: lo señala y relincha, sin que se sepa si su relincho es de alegría o de pena. Pero todo el caserío se aparta con terror y espanto. Entre ellos hay uno, existe uno, vive uno de los que cabalgando sobre el jaco blanco, tendrá que salar los campos cumpliendo los mandamientos reales en la contra de Lope de Aguirre.
Todo por la mancha libertaria del vascongado, que siempre fue un partidario de que «El vino, de plátano; y si sale agrio, es nuestro vino…”
El vascongado Aguirre con seguridad que nada sabía entorno de los Escitas, gentes géticas, godas, extremadamente diestros en tensar las cuerdas de los arcos, que eran los hombres que cogían como esposos, como machos para reproducirse las Amazonas. Y las Amazonas, que existieron por Cilicia, Siria, Galacia, Armenia, Pisidia y muchas más tierras asiáticas, no tenían el por qué existir en aquel inmenso río, ni ser las cosas del color que exigían que fueran los que todavía llamamos expedicionarios.
Las Amazonas existieron por más de cien años en los territorios dichos, hasta que se cansaron de su batallar y volvieron a las tierras de su origen en el Cáucaso. Ahora bien, no se sabe de ninguna expedición o expedicionario que, a la vista del gran río de los Marañones, no piense, y aún actualmente, que algo así, algo tan tremendamente majestuoso, no forme parte del patrimonio particular de los sueños de cualquier persona, y vea Amazonas o cosas diferentes, ante la diferencia que representa el río de los Marañones.
El vascongado Lope de Aguirre, y muchos otros de los que avistaron por la primera vez el gran río, aunque era gentes ya casi habituadas a las cosas majestuosas, es probable que entendieran que aquella obra magna de la naturaleza, aquella singularidad de explosión de vida fluvial y de agua que significa el gran río, sobrepasaba lo raquítico de los merecimientos de una casa reinante como era la Castellana, para poner su letrero de dueña y ama en algo que impresionó, quizá lo que más, a las gentes que no pensaban que podía existir en la tierra algo tan extraordinario como el gran río Marañón, que no puede ser propiedad sino de su propia majestuosidad.     
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.

Salir de la versión móvil