La sociolista generación de 1793

José Gabriel Barrenechea.

En este Paraíso Terrenal, en el que las vacas y los cerdos pastaban sueltos por los bosques, las frutas y viandas se obtenían con solo estirar la mano, y en que siempre abundaron los indios o los negros para los pocos trabajos duros que hubiese menester, la posibilidad de convertirnos en los primeros productores de azúcar y café en el mundo nos cayó de las matas, como nos habría de caer casi todo hasta más o menos 1857.

En 1789 a los parisinos les dio el primer ataque de esa larga y crónica epidemia revolucionaria que les habría de durar hasta 1871; y serían precisamente ellos quienes con sus persistentes pachangas revolucionarias acabarían por sacar al mundo de sus ancestrales modos, y quienes de paso le darían el muy mal ejemplo a los negros de Haití, de que lo de las pachangas no tenía por qué ser algo tan reprochable cuando blancos, tan blancos como los de París, se mostraban tan afines a iniciarlas. Con lo que muy pronto la riqueza de la colonia vecina, que hasta 1793 había surtido al mundo de productos coloniales, se esfumó entre toques de tambor, violaciones de blancas y degollinas de mulatos y señores.      

Según Moreno Fraginals Cuba fue la única dependencia europea en el Nuevo Mundo que con recursos no procedentes de los capitales metropolitanos haya creado toda una colonia de plantación. Aparte de que nos asalta la duda de si no podría postularse exactamente lo mismo para el origen de los capitales haitianos, originados probablemente en lo acumulado, ya sabemos cómo, por los piratas y corsarios asentados en La Isla de la Tortuga, la tesis del supuesto exclusivismo cubano no debe de hacernos concluir, como a muchos de los epígonos menores de Moreno, que la clase que construyó los ingenios y los cafetales tuviera real espíritu de empresa, de ahorro, cálculo y sacrificios: La realidad es que, como ya hemos dicho, nuestros ancestros solo aprovecharon lo que les cayó de las matas.

En Cuba el azúcar, y el café, se fomentaron porque no había que hacer mucho para echar adelante esos cultivos en esta isla entre tropical y subtropical que, salvo por su dependencia de España y no de Francia, reunía desde siempre mejores condiciones para ellos que la propia Haití; sobre todo por su mayor accesibilidad a los mercados europeos y americanos en la era de la navegación a vela. A lo que hay que agregar que tras la Revolución Haitiana la Isla se vio literalmente inundada con el flujo de refugiados, poseedores del know-how para producir de manera provechosa azúcar y café, y quienes se ocuparían primero de levantar para la embrionaria sacaro-cafetalocracia cubana las haciendas, y luego de las labores técnicas o administrativas en las mismas.

En cuanto al capital empleado, no provino exactamente de lo ahorrado por nuestros ancestros. Los cubanos de mediados del siglo XVIII estarían muy bien dotados de tierras y de ganados (los inmensos hatos y corrales), pero por desgracia sobre los que podían decidir casi tan poco como cualquier agricultor sobre los suyos en la Cuba de hoy, y en consecuencia tan carentes como ellos de capitales útiles para echar adelante cualquier empresa. La propiedad territorial en Cuba, hasta fines del XVIII, fue más bien un usufructo, el que, por ejemplo, no podía simplemente ser desmontado porque los bosques pertenecían al Rey y a su Marina.

El capital en sí se obtuvo de una manera que habría de crear precedente. Un mal precedente, valga dejar muy claro. El cual por desgracia se mantiene hoy día con la misma vitalidad de hace dos siglos y medio.

El capital se obtuvo a través del situado.Ese dinero se destinaba por el Estado Español a fortificar el puerto habanero: El Virreinato de Nueva España desembolsaba una considerable cantidad, con la que las autoridades de la Isla le pagaban a los “empresarios” habaneros, tanto por los materiales de construcción como por el alquiler de los negros esclavos que se habrían de usar para construir castillos como el del Príncipe, o fortalezas como la de San Carlos de la Cabaña… pagos que por lo regular andaban muy por encima de los costos verdaderos, y que se pactaban entre autoridades y empresarios con la condición de dividir entre ellos las correspondientes ganancias-esquilmos del erario de Su Majestad.

Más o menos el mismo procedimiento que hoy se usa por las autoridades municipales, provinciales y nacionales para sacar lo suyo, mediante la contratación de cooperativistas o cuentapropistas, al pactar con ellos pagos algo superiores a los costos reales, “beneficios” que luego se reparten entre unos y otros.

En los años previos a 1793 el esquilmo al erario de Su Majestad, que habría de permitir la imprescindible acumulación de capital necesario para el impulso azucarero-cafetalero, llegó a tal punto que no en balde se cuenta la anécdota que sigue: Una luminosa mañana encontraron sus cortesanos a Carlos III, Rey por entonces de España, enfrascado con su telescopio en escudriñar en dirección al oeste desde uno de los balcones de Palacio. Preguntado sobre qué hacía, Su Majestad no pudo más que responder que intentaba ver a la Cabaña en la boca del puerto de La Habana, porque una fortaleza que le iba costando tanto tenía por necesidad que verse desde Madrid.

Cabe por tanto afirmar que el dinero para el primer boom azucarero-cafetalero de la Isla, lo obtuvieron los habaneros mejor relacionados nada más y nada menos que de los bretes y enredos con las autoridades coloniales. No en balde a Don Luís de las Casas, y al Conde de Santa Clara, aquellos a quienes los herederos de la tradición cimentada por la sacarocracia hemos tenido desde siempre por nuestros mejores gobernantes, las élites habaneras les regalaron sendos ingenios[1]. Que evidentemente no eran regalos, sino pagos, a la manera en que hoy tantos presidentes de Asambleas Municipales, Primeros Secretarios, funcionarios y jefes o tenienticos del G2, reciben “regalitos” de cuentapropistas, cooperativistas y hasta directores de empresas estatales socialistas.

Pero no es solo que el impulso inicial a nuestro desarrollo como próspera agricultura para la comercialización se diera a partir del esquilmo de las arcas del Estado Español, en específico a las del Virreinato de Nueva España. A posteriori Cuba pudo mantener y aumentar su producción de azúcar y café gracias a que las autoridades coloniales, durante la última década del siglo XVIII y la primera del XIX, se hicieron de la vista gorda en cuanto a la bandera no española de los barcos que cargaban esos productos en nuestros puertos, a la vista de sus aduaneros (recordemos que las Leyes de Indias prohibían tal comercio); y porque más tarde, cuando universalmente la Trata de Esclavos se condenó y persiguió activamente por la Royal Navy, a Cuba siguieron entrando miríadas de negros gracias a los cambalaches y componendas entre los hacendados, los comerciantes, y las autoridades coloniales, quienes junticos y bien revueltos armaban las expediciones al África.

Fue la cambiante circunstancia de la Isla, en el mismo centro del Mundo Occidental, la que se ocupó de crear las condiciones para esas primeras manifestaciones cubanas de Sociolismo, y a su vez la que después lo llevaría a convertirse en algo tan nuestro como las palmas y las cañas. De hecho, estas últimas llegaron a tener la extensión que aquí tuvieron no gracias al supuesto espíritu de empresa weberiano de la generación cubana de 1793, sino a los turbios acomodos entre autoridades coloniales y emprendedores hispano-cubanos para robar, con más eficiencia y calidad, al Estado Español, o para violar lo dispuesto por los pactos internacionales de los que Madrid era firmante.


[1] Quien esto escribe se reconoce montado en esa tradición comenzada por los pro-hombres de 1793, y orgulloso de ello. Una tradición modernizadora previa a la americana, como ya hemos visto en este libro.

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