LA SITUACIÓN DE LA MUJER EN LA AMÉRICA PRECOLOMBINA
En muchas de las culturas aborígenes la mujer se hallaba en una situación de inferioridad. Esto es notorio entre los mayas, donde hombres y mujeres comían separados, y si llegaban a cruzarse en su andar la mujer debía apartarse bajando la vista. Los aztecas podían arrojar de sus hogares a las mujeres de mal temperamento, haraganas o estériles; aunque las mujeres maltratadas, o no debidamente mantenidas, podían separarse de sus maridos. La mujer viuda solamente podía casarse con el hermano del difunto. Había prostitución, y dice Lehmann que frecuentemente los plebeyos cedían a los nobles sus hijas como concubinas. La poligamia era posible en la medida de la fortuna del varón. Entre los quechuas, el Inca, cuya esposa, diremos oficial, debía ser su hermana, podía tomar otras mujeres, así como disponer como mejor le pareciera de las vírgenes consagradas al Sol, que vivían en una especie de monasterio; también los nobles podían practicar la poligamia, vedada a los plebeyos. Los muiscas admitían la poligamia y había nobles que poseían un centenar de mujeres.
Entre los mapuches (araucanos), a la muerte del hombre, la mujer pasaba al hijo mayor o pariente más cercano. Mientras el hombre se entregaba a la ociosidad, la guerra o el alcohol, la mujer era la que trabajaba todo el tiempo, incluso en el laboreo de la tierra. Ballesteros admite que la horticultura estuvo en América precolombina en manos de la mujer, a menos que los cultivos fueran intensivos. Era costumbre de los chibchas que el tributo al cacique se pagara con mujeres, que, esclavizadas, tenían hijos con aquel; esos niños se convertían en manjar de su padre en actos de canibalismo.
En muchas tribus habitantes del actual territorio argentino, la mujer que iba a contraer nupcias era comprada; así, entre los patagones, puelches o pampas, abipones, pehuenches y mapuches. El atemorizar a las mujeres mediante mascaradas, para dominarlas mejor, era corriente entre los yámanas fueguinos. Y gozar sexualmente de la novia por caciques e invitados, antes que el propio marido, en las ceremonias matrimoniales, era costumbre de los charrúas. Entre los huarpes y cacanos era común el sororato, esto es, el derecho del esposo, al casarse, de unirse con todas las hermanas menores de su mujer. Los mismos huarpes condenaban a muerte, pena que se cumplía inexorablemente, a las mujeres que osaban mirarlos cuando ellos se hallaban entregados a sus prolongadas borracheras. Entre los comechingones se le producían cortaduras sangrantes a la niña que entraba en la pubertad, en medio de una bacanal alcohólica general. Los toconotés admitían que el hechicero conviviera con las vírgenes al servicio del dios Cacanchic. Los capayanes poseían la costumbre por la cual el hermano, hijo o pariente heredaba a la mujer que fue de su hermano, padre o deudo fallecido, pudiendo hacer vida marital con ella, sin perjuicio de seguirla haciendo con su propia esposa.
Mansilla expresa acerca de la triste suerte de las mujeres casadas entre los ranqueles: “La mujer casada depende de su marido para todo. Nada puede hacer sin permiso de éste. Tiene sobre ella derecho de vida o muerte. Por una simple sospecha, por haberla visto hablando otro hombre, puede matarla. ¡Así son de desgraciadas! Y tanto más que, quieran o no, tienen que casarse con quien las pueda comprar”. No era mejor el destino de las ancianas: “Gualicho (espíritu maligno) es muy enemigo de las viejas, sobre todo de las viejas feas: se les introduce quien sabe por donde y en donde y las maleficia. ¡Ay que aquella que está engualichada! La matan. Es la manera de conjurar el espíritu maligno. Las pobres viejas sufren extraordinariamente por esta causa. Cuando no están sentenciadas andan por sentenciarlas. Basta que en el toldo donde vive suceda algo, que se enferme un indio, o se muera un caballo; la vieja tiene la culpa, le ha hecho daño. Gualicho no se irá de la casa hasta que la infeliz muera. Estos sacrificios no se hacen públicamente, ni con ceremonias. El indio que tiene dominio sobre la vieja la inmola a la sordina”.
Fuente: Lo que a veces no se dice de la conquista de América de Héctor Petrocelli.
-Compartido por la Asociación Cultural Felipe II