La quema de Bayamo: una de las acciones más vergonzosas de la guerra civil de 1868

Si los cubanos quieren de verdad construir una nación propia y próspera en el futuro, no pueden seguir creyendo que la quema de Bayamo fue un acto heroico apoyado por toda la población, o que Carlos Manuel de Céspedes fue un hombre bueno inspirado por altos ideales; mucho menos, que una revuelta dirigida por mercenarios y extranjeros (Hubo además generales no cubanos: siete venezolanos y siete dominicanos llevaron en sus solapas las estrellas de general, y lo fueron asimismo seis españoles, tres mexicanos, dos colombianos y dos norteamericanos, además de un polaco, un francés, un puertorriqueño y un chileno), era representativa del sentir de la población, particularmente del campesinado, o de los pequeños comerciantes peninsulares y cubanos que, día a día contribuían con su trabajo a la creación de la riqueza por la que la isla llegó a convertirse en la provincia más próspera de España.
Parece una evidencia, pero no por eso hay que dejar de repetirlo sin descanso: en 1868 la sociedad no estaba dividida radicalmente entre los que querían la independencia y los que defendían la unidad de España. Y en cualquier caso, no hay que olvidar que la isla no era la propiedad exclusiva de los hijos del país, sino de todos los que allí había elegido domicilio y echado raíces. No podemos seguir conformándonos con un estrecho marco binario que, 118 años después de la ocupación norteamericana, ha mostrado sus límites e impide a los habitantes de la isla una interpretación menos teatral de la realidad en la que viven.
La toma de Bayamo, ha sido adulterada por la historiografía oficial. En realidad, la ciudad, defendida por una guarnición de apenas 150 hombres, hizo apenas resistencia. El teniente gobernador de la misma, si bien no estaba abiertamente con los complotados, los conocía a todos personalmente; y confió en que entregando la ciudad —hay que decirlo—, administrada por los cubanos y defendida por una compañía de milicianos de color, evitaría males mayores. Por esa razón, según el coronel Novel e Ibáñez, fue sometido a Consejo de Guerra y condenado a 10 años de cárcel. Su imprudencia, casi le cuesta la vida meses más tarde, cuando los peninsulares de La Habana dieron un golpe de Estado al verdadero Capitán General, Domingo Dulce, y por su pasada cobardía, casi lo sacan de La Cabaña para fusilarle en la plaza pública.
La guerra desencadena las pasiones humanas y Bayamo no fue una excepción a esta regla. El teniente gobernador Julián Udaeta, inspirado por los altos principios del buenismo de la época, cometió el error de ignorarlo. Poco duraron sus esperanzas. Desde que los rebeldes comenzaron a administrar la ciudad las propiedades de los peninsulares fueron intervenidas y pilladas, pero lo mismo ocurrió con la de los españoles de Cuba que no simpatizaban con la revuelta y que intentaron mantenerse al margen del conflicto. Sólo consiguieron salvarse algunos cafetales franceses. Al final, cuando empezaron las cosas serias, todos salieron perdiendo. Pero dejemos que sea un cronista de la época que nos cuente lo que ocurrió antes de que los rebeldes quemaran la ciudad:
“Hicieron al comercio abandonar sus casas sin permitirles sacar ni una muda de ropa, y conducidos entre bayonetas los llevaron al monte. Entonces empezó la escena de horrores y de crímenes de que quisiera no tener que ocuparme. Se resiste la pluma a describirlos: no hallo frases en mi mente con que poder pintarlos, no encuentro imágenes suficientes para darle su verdadero colorido. Comenzó el robo: las carretas empezaban a salir cargadas de ricas telas, de valiosas prendas y muebles… Los negros se acuchillaban por una alhaja, sus jefes registraban ávidos las cajas. Continuaba el desorden: el pillaje, se estupraban las mujeres, se vejaba e insultaba a los ancianos cada cual había elegido un teatro para la representación de tan repugnantes cuadros.
Una comisión compuesta de lo más selecto de las señoras de la población acude a gritos medio desnudas huyendo de los horrores del fuego a la casa de Gobierno: allí estaban Mármol, Maceo, Milanés y otros dirigiendo tanto exterminio, y tanta desolación. Lloran, gritan, se postran, pidiendo con sus hijos en brazos no consumen su obra de desolación, que roben pero que no incendien, que no violenten a las mujeres. Era en vano”.[1]
[1]Feyjoo y de Mendoza, Teodorico. Diario de un testigo de las operaciones sobre los insurrectos de la Isla de Cuba: llevadas a cabo por la columna a las órdenes del Excmo. Sr. General Conde de Valmaseda, 1869.

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