La Cuba que conoció mi abuelo

Decían las crónicas de entonces que muchos fueron traidores a la causa de España y se hicieron cubanos: se quedaron allí y nunca más volvieron.

Parecía como si la mala suerte, la mala hora y minuto, no sólo se hubiese embarcado en un navío y buscara las lágrimas de todos los que pisaban los suelos cubanos, sino que alguien, empapado hasta las trancas del mal agüero, fuera de rincón a rincón de España pasando también por los adornados volúmenes palaciegos a llenarlos de mala suerte. Y si en Cuba la guajira se hacía guantanamera y repetía una y otra vez los emotivos versos de un José Martí desgraciadamente pronto ausente encontrado por su muerte, en España, la copla, se hacía romance contando las desdichas de un rey que las gentes humanizaban porque decían que sentía en sus carnes las desdichas producidas por la muerte de su primera mujer, doña María de las Mercedes.
Y por si ambas dulzonas y abundantes entonaciones cubano-españolas no llegaban a los oídos de todos, cada soldado español que «tenía la suerte» de volver herido a la Península, hablaba de Cuba y no paraba: Manifestaba venir del infierno y, paradójicamente, se le encendían los ojos con un brillo especial, evocador y lastimero por una tierra suya cubana, no de propiedad: sino de identidad, que le había calado profundamente, y a la que aún antes de perderla del todo políticamente, ya comenzaba a cantarle lánguidas habaneras de añoranza con olor a canela, tabaco y brea.
Cuentan las crónicas de aquellos años, que las novias y las esposas españolas odiaban a muerte la guerra de Cuba, porque, entre otras muchas cosas, sentían celos, muchos celos de las mujeres cubanas. Y cuentan que las comadres en los pueblos y ciudades, hablaban y se santiguaban al mismo tiempo, diciendo que sus hombres volvían hechizados, que se quedaban callados, ausentes, manteniendo simplemente por entre sus dedos un terrón de azúcar, mientras repetían, una y otra vez, que no había nada igual a la dulzura de la caña, al color de la manigua, al sonido que emite el viento sobre el palmar; al tiempo que querían conservar, como se conserva la joya más preciada, todo y cuanto con ellos estuvo por Cuba.
Decían las crónicas de entonces que muchos fueron traidores a la causa de España y se hicieron cubanos: se quedaron allí y nunca más volvieron. Había brujas, decían los entendidos en esas mujeres, volando por Guanabacoa, por Santiago, por Camagüey: Brujas negras, mulatas y claras. Y casos extraños; como el que contaban que le acaeció a varios centinelas del Regimiento de Murcia apostados en la trocha de Júcaro a Morón, que cuando fueron a relevarlos tan sólo encontraron sus armas perfectamente dispuestas en su sitio, pero a ellos, al parecer, se los habían llevado  un puñado de brujas que pasaron volando.
Y mientras en España se decían cosas como las dichas sobre Cuba, los romances decían que por tres días no llegó a cumplir los veintiocho años el rey. Decían, los mismos romances, que don Alfonso XII no murió a expensas de la tisis que ardió largo tiempo por su cuerpo. Decían que murió de amor y de añoranzas por su primera mujer. Y también decían y cantaban las hazañas de unos soldados por Cuba, que morían, según mentía la prensa, dándole vivas a la patria que los parió.
Los partes de una guerra de hombres, parecían cuentos infantiles para hacer dormir a los niños. La tremenda estupidez de una prensa española, demasiado madura en servir al amo e imberbe en servir de comunicación, no iba más allá  de mentar el «rugido del fiero león español» que, en la pura realidad, por Cuba, los hijos del león, iban descalzos, sin ni siquiera alpargatas; comiendo galletas fabricadas en la metrópolis, para enriquecimiento de algunos mal nacidos, en gran parte con aserrín, y subsistiendo, la mayoría de la tropa española, paradójicamente, gracias a la tradicional acogida y despensa de los guajiros y cubanos en general.
Escribían, desde una prensa española siempre pecando de irresponsable e irreverente con la verdad y alineada con el poderoso, imprimiendo con deleite y suficiencia, que la táctica del cañaveral quemado era una inteligente medida de oprimir al rebelde, al insurrecto, al hijoeputa.  Para, al día siguiente, hacer reflexiva mención de que por causa de los incendios en los campos, España no había podido comprar tal o cual partida de armas por faltarle azúcar para su pago. Todo tan demencial e infantil, que es difícil entender cómo un pueblo, que fue capaz de no dejar dormir al sol mientras alumbrara en sus posesiones, pudo llegar a donde llegó con semejantes «pensadores» en Madrid. Incapaces ni para escribir con dignidad la caída, el cierre, el acabo de los correteos de unas gentes, que si en los lejanos inicios de los avistamientos y las penetraciones por Las Indias, en la mayoría de los casos hubo abundancia de hambrientos, escasez de recursos, y mucha  necesidad de encontrar mucha mejor fortuna que por una España siempre de luto y agostada, a lo que se le llamó conquista imperial, ahora se llegaba al final de toda la estancia por las tierras del otro lado de la mar, con una identidad en todo, de puro asombro.
Los odios que se concentraron durante el año y medio que ostentó el mando por segunda vez en Cuba don Valeriano Weyler con su triste afamado Bando de Reconcentración, fue quizás la causa más determinativa para que si algún cubano estaba en la duda de agarrar el machete y marchar a la lucha, encontrara motivos más que justificados para hacerlo, cuando veía a toda la gente rural cubana concentrada en aquellas localidades que se anunciaron como estancias obligadas – verdaderos campos de concentración de exterminio – en las cuales tenían que vivir apilados las gentes de todas las edades, al objeto de que no dieran su apoyo a los cubanos en lucha – despectivamente llamados por la metrópolis insurrectos – o cogieran el caballo y se marcharan con ellos.
Aquellos genuinos campos de concentración – pionera España en algo tan inhumano – donde la gente moría de pura hambre y enfermedad, fueron también la causa de que muchos de los soldados españoles abandonaran sus filas y se alistaran en las tropas cubanas, un tanto avergonzados del proceder de ciertos jefes que no sentían respeto alguno por las mujeres, ancianos y niños cubanos.
La muerte por asesinato de don Antonio Cánovas del Castillo en el verano del noventa y siete con el mil ochocientos por delante, y la entrada en el gobierno español del constitucionalista Sagasta, llevará un intento serio de dar fin a semejante genocidio cubano. Llamando, urgentemente, con billete de vuelta a la Península al general Weyler, y poniendo en su lugar y cargo al muchísimo más moderado y dialogante general don Ramón Blanco, con instrucciones claras y concisas de que por la vía del dialogo y los tratados, consiguiera la paz en Cuba.
La crónica española cuenta y da fe de la anécdota en la cual la viuda de don Alfonso Doce, segunda esposa del monarca fallecido y a la sazón regenta de España, mantuvo una charla con don Práxedes Mateo Sagasta, nada más ser nombrado, el ingeniero político, Presidente del Consejo de Ministros, en la que doña María Cristina de Hasburgo-Lorena dijo:»Me han dicho que con la Autonomía, Cuba se pierde..»  ¡Ay! Señora, más perdida de lo que está ya…» le respondió su ministro.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.

Salir de la versión móvil