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La ciudad maravilla

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Ciudad maravillosa, como le llaman a Río de Janeiro, aunque ya no sea ni de lejos lo que se dice La Habana. O más bien lo que se decía La Habana, ay San Cristóbal bendito, portador de Cristo y patrón de los viajeros desorientados.
La ciudad está apuntalada y se desmorona, y se cae a pedazos y se derrumba, y huele mal, y te escupen y te mean, y si te descuidas te tiran las inmundicias desde el balcón de un tercer piso. Eso si no te cae encima un desprendimiento de la baranda, una lasca del techo, un ladrillo, un pedrusco, un bilongo, una salación, un maraño de enorme tamaño para que nunca se te olvide el daño.
A La Habana solo le queda el casco histórico y la mala idea de una ciudad que perdió El Encanto pero conserva La Época (y no solo me refiero a las dos tiendas emblemáticas). Truco del almendruco o troque del almendrón, despintada y siempre expuesta a la erosión del tiempo y los elementos ambientales, más la incuria oficial de los secuestradores de la nación, con sus habitantes escupiendo por la calle o descansando la abulia en el umbral de la inopia, la ciudad vive indiferente al soplo vivificador de la brisa que va de la Punta a la Chorrera y desde el Malecón hasta la Rampa zarazona.
A La Habana le quedan también las mañas de una urbe marinera que sigue siendo habanera y puñetera aunque de otra manera. Una manera bisnera y jinetera, a oscuras y medio encuera, ocultando a la vez que mostrando entera la pelleja curtida esa vieja ramera que reza y espera que del cielo le llueva su arroz a la chorrera. Y que Dios pronto lo quiera.
Mas hubo una época, que tampoco hay que idealizar o ensalzar más de lo debido, en que Dios apretaba pero no ahorcaba tanto. Tiempos agridulces, en contraste con estas ruinas ¡ay dolor! que ves ahora (remedando al clásico), en que Cuba reía y bailaba, sanamente o casi, pero sin pensar en echarse a un turista, a un pepe, a un yuma. Y La Habana sí que era entonces La Habana sin necesidad de que la declarasen ciudad maravillosa. Porque era lo que en el mundo entero suspiraban como el súmmum del placer: a night in Havana hasta que salga el sol.
Que no te vengan con cuentos, que cuando La Habana era La Habana los perros satos habaneros andaban por la calle sueltos y sin vacunar o amarrados con longanizas y chorizos El Miño. Y el vacilón se cantaba y se bailaba, se bebía straight o en jaibol o a la roca, sentado, de pie o arrollando a paso de conga hasta el amanecer. Sin esa bruma de duelo a orillas del Almendares, donde en tiempos de mi abuelo dos bolas eran tres pares.

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