En Santiago, en Cuba, la marina de los mejores buques que nunca hemos tenido para la pelea los ibéricos, también tenía un profundo desprecio hacia lo que el estamento naval junto con Madrid definía como la España profunda
He tenido la tentación de titular la colosal chapuza de Santiago de Cuba en aquel terrible y tremendo y aparente fin de fiestas de agosto de sangre y muerte del noventa y ocho, como una chapuza nabal, de nabos en España y morronga en la zona del Caribe. Pero por respeto a los muchos muertos, entre los que se contabilizaron muchos amigos y compañeros de mi abuelo Pepe el marino, y los de mi tío abuelo Alfonso, ferroviario, he optado por dejar lo de naval, de naves y gentes que fueron al matadero, a la muerte, por imperativo de una obediencia que también debería de existir en sentido opuesto, y que algunas vez los pueblos, las gentes, caiga quien caiga, cojamos del cuello, o de la morronga al sistema y lo pongamos de rodillas.
En Santiago, en Cuba, la marina de los mejores buques que nunca hemos tenido para la pelea los ibéricos, también tenía un profundo desprecio hacia lo que el estamento naval junto con Madrid definía como la España profunda. Y no voy a entrar a analizar los más de dos siglos y medio de expoliación de Las Indias por parte de las naves españolas y las alquiladas o arrendadas a banderas extranjeras; los muchos más de cuarenta mil viajes que se hicieron de un modo oficial trasportando fletes de una orilla a otra, y no tener un recuerdo para aquellas otras que con largueza superior a las diez mil unidades, encontraron su final como naves o navíos en los fondos abisales de una mar que separó y, también sirvió para amortiguar un poco el paso de la basura de un continente a otro.
Después la crónica, el cronicón o la croniquilla del viejo y pulgoso imperio español, que ya encontró la responsabilidad del mal hacer indiano colonizador, su cabeza de turco, en las fuerzas militares que despectivamente adjudicó con aquello de ayacuchanos, y a los marinos que castigó y desdeñó a su vuelta metropolitana enviando, algunos cojos y desvalidos, a continuar la guerra en Marruecos después del triste papel de Cavite y Santiago, en unas páginas que los historiadores de ahora tienen la obligación de escribirla en su verdadera dimensión, lejos de la mentira que hemos llevado en el buche, por imperativos imperialistas, gentes que todavía respiramos.
Filipinas, Cavite, siempre es un capítulo, por no decir un convento de frailes, aparte, donde el imperio español se fue al retrete en cuanto sonó el primer cañonazo, porque allí, en aquel precioso archipiélago que alguien definió como un hermoso cristal roto que quedó flotando sus pedazos sobre la mar, solo hubo “evangelización” al estilo épico soñado y logrado por el clero vaticano como ni aún en sueños podía imaginar lograr. Ahora bien, Cuba, Santiago, que no la tuvimos nosotros sino que fue Cuba la que nos tuvo a todos nosotros prendados por sus cosas, por sus hermosos trajines, que llenó después de nostalgias resueltas en habaneras aquellos hermosos tiempos de cuando algunos españoles corretearon, dejando de lado el malaje imperial, por aquellos hermosos paisajes y guapas gentes, hasta el extremo de que pocas o ninguna canción de añoranza circula por nuestra actualidad que hable del tiempo, por poner un ejemplo de cuando los españoles estuvimos por Guayaquil, Mendoza, o Acapulco, mientras todavía se suelen acucar los ojos de los viejos y de la gente joven cuando suena una nostálgica habanera, como si nunca estuvimos por fuera de aquella hermosa tierra islera.
Podría entrar en la fatigosa y no tanto enumeración de la relación de los tonelajes y los caballos de vapor que le daban movimiento y velocidad a los buques que tomaron parte en la chapuza naval santiaguera. Podía, también, relacionar la potencia de fuego de los cañones de los buques de ambos bandos. Del gringo que comenzaba a sentir el dulzor de a qué sabe la sangre imperial y le gustó con avaricia, y del español de Madrid, que por lo mismo dejó un tremendo remanente de alpargatas nuevas porque ya no quedaban gentes jóvenes para ponérselas defendiendo su propia ruina personal, y la patria metropolitana, probablemente la menos patria de todas las patrias conocidas.
En Cartagena de España existe erguido un monumento en honor, nada más ni nada menos, de las heroicas escuadras que tomaron parte, las de Filipinas en quedarse atracadas donde estaban cuando sonó el paseo militar naval de menos de una mañana, y en Santiago, por sacar los mejores barcos que nunca tuvimos, a plena luz del día, con una mar excelente, bajo del diamante avante, a encallar los buques en las costas próximas. Pues bien, en los grupos turísticos que son conducidos hasta el dicho lugar monumental, a los guías se les puede escuchar todavía decir que los buques españoles perdieron la contienda porque tenían cañones de madera, y disparaban balas de tacos de ese material. Y así cada día y a gentes diferentes.
La guerra, los lances guerreros, no entran en las cosas que son mis favoritas. Está claro que Cuba nunca formó parte del imperio español, porque el imperio fue más cubano que español en los sentimientos de la gente, que nunca opinaron como Madrid y la Corona. Y me encanta referir la anécdota acaecida en la Trocha de Morón a Júcaro, cuando unos soldados españoles, concretamente del Regimiento de Murcia destacado en la zona próxima a Ciego, abandonaron sus armas y puestos de guardia y se fueron en pos de unas guajiras que los llamaron, y todavía puede que los estén buscando, porque así se hace algo mucho más duradero y bonito que un imperio. Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.