José Martí, Cónsul argentino, de Rodolfo Sarracino, un análisis contextual

José Gabriel Barrenechea.

Rodolfo Sarracino aparenta ser uno de esos pocos investigadores del Centro de Estudios Martianos (CEM) que se atreven a incursionar en serio, más allá de la retórica acumulada por la conveniencia de cierta tradición política nuestra, en la vida y la obra de José Martí. Así, en el libro que da motivo a esta aproximación nuestra: José Martí, Cónsul argentino en Nueva York (1890-1891). Análisis Contextual (Centro de Estudios Martianos, 2018), como antes en José Martí y el caso Cutting: ¿extraterritorialidad o anexionismo?, declara seguir aquel consejo que diera Roberto Fernández Retamar, en Desatar a América y desuncir al hombre: En una de las notas a pie de página escribe Sarracino “él (Retamar) nos recuerda que no basta con el mero rastreo de las “fuentes” europeas o estadounidenses, ni el alto tenor del bello estilo de Martí, sino (que) sus acciones, y el contexto en que se desenvolvieron, deben estudiarse en profundidad para comprender sus ideas políticas” (nota 5, páginas 49-50). Sugerencia que a la verdad en Cuba ha sido muy poco seguida, no solo por los investigadores martianos, sino por historiadores y sociólogos de la Cubanidad en general.

No obstante no hay porque dejarse llevar por las apariencias. Recordemos que para todo castrista de ley, como lo era el difunto Roberto Fernández Retamar, no se trata en realidad de comprender el pensamiento de José Martí, que sin lugar a duda es exactamente el mismo del Comandante en Jefe, Fidel Castro, sino de demostrar esa identidad y continuidad entre ambos hombres; o por lo menos de tender cortinas de humo retóricas que impidan demostrar lo contrario.

Rodolfo Sarracino, un viejo diplomático reciclado en investigador titular en el CEM, es también un castrista acérrimo, y por lo mismo alguien interesado por sobre todo en justificar intelectualmente al castrismo. Solo que un castrista que se ha dado cuenta de que el pensamiento martiano es demasiado complejo como para lograr alcanzar a afirmar al sencillo, popular, espontáneo, guapetón… simplón castrismo como su continuidad, si es que no se lo reduce antes a una retórica armada a base de tópicos y citas descontextualizadas. Pero que por otra parte también ha comprendido que la ya cada vez mayor distancia desde la que necesariamente se mira a la vida, la obra y el pensamiento de Martí, supera claramente al rastrero velo de retórica romántica, con la cual convenientemente se lo ha rodeado por nuestra tradición revolucionariezca desde los inicios mismos de la República.

Así, ante el inevitable escenario de que en el futuro se multiplicaran las aproximaciones críticas, que hayan dejado a un lado los prejuicios románticos sembrados por aquella retórica inicial, Sarracino ha optado por aceptar algo de lo que ya no se puede negar. Pero repetimos que no para aceptar y divulgar la verdad toda, sino para lanzar una nueva interpretación parcial de la actitud de Martí hacia su contexto mundial, descargada de muchos de sus puntos inconciliables con el castrismo; el más nefasto resultado evolutivo de la tradición revolucionariezca.

Sarracino ha optado por lanzar sobre el pensamiento y la obra martiana una nueva cortina de humo, una nueva retórica. Eso sí, ahora un tanto más compleja, para prejuiciar a los que nos empezamos a acercar al estudio de ambas, y de ese modo crearnos prejuicios retóricos que impidan que veamos lo que sin esos condicionamientos nos sería más que evidente: la radical oposición entre los pensamientos de José Martí y Fidel Castro.

Sarracino parte de un meritorio reconocimiento: “… (Martí) estaba plenamente convencido de que la guerra necesaria no se decidiría solo en los campos de batalla, sino, casi en pareja medida, también en la esfera de las relaciones políticas internacionales y sus complejas interacciones”[i].

Con lo que explícitamente acepta algo que la historiografía y la investigación martiana asociadas a la tradición revolucionariezca, tan interesadas en afirmar la independencia cubana de manera absoluta, como de isla utópica abandonada a sí misma en las soledades del Mar Antártico[ii], han pasado por alto: Que la principal dificultad para que la Isla alcanzara su libertad política no eran los ejércitos españoles, o incluso los activos elementos integristas que en ella habitaban, sino su compleja situación geopolítica, su lugar central y su extrema inserción dentro del mundo noratlántico. Lo cual durante todo el diecinueve llevó a que los mismos incontables intereses involucrados sobre Cuba prefirieran el mantenimiento del status quo español. Y que por tanto la más importante misión para Martí no fuera levantar la guerra necesaria en sí, sino conseguir la actitud idónea para nuestra independencia en cada uno de los interesados en el asunto cubana. Para así evitar a un tiempo el salir de unas manos para ir a dar a otras, o que se terminará por imponer el ideal aislacionista, nefasto para Cuba, de la tradición revolucionariezca que venía de los inicios de la Guerra Grande.

Pero tras esta admisión Sarracino comprende, como seguramente ocurrió tras terminar José Martí y el caso Cutting, su primer libro, en el cual empieza a caminar por esa vía, que esta, de seguirse rectamente lleva muy lejos de los fundamentos ideológicos del castrismo. Por ello de manera premeditada decide torcerla, mediante la adopción de una versión asimilable a dicha ideología política, que entre otras cosas tienda una cortina de prejuicios frente a todo aquel que se acerque al pensamiento y a la obra martiana desde la evolución que han seguido los estudios de ambas. Principalmente de la mano de una institución tan renombrada como el Centro de Estudios Martianos.

En esencia su interpretación de la política exterior de Martí es esta:

“Martí, que obviamente conocía ese proyecto expansionista (Sarracino, un poco antes en este mismo libro nos lo señala: “…garantizar la seguridad en el Paso de los Vientos para los aproches y la construcción posterior de un canal interoceánico”), concluyó que con la independencia de Cuba y Puerto Rico podrían detenerse o demorarse los planes estratégicos norteamericanos, contando con el apoyo de algunos países hispanoamericanos y de una o varias de las grandes potencias europeas, sobre todo Inglaterra y Alemania, con intereses contrarios a los norteamericanos en el Caribe, Centro y Sudamérica y el Pacífico.”[iii]

Para el autor de este libro a los EE.UU., en sus planes expansionistas, no les convenía la independencia de Cuba y Puerto Rico, pero a hispanoamericanos y europeos sí, lo cual crea una oportunidad de oro para lograr independizar a ambas islas. Para ello, frente a su ingente poder anti-independentista a ultranza, un Martí que más parece un Castro pretende usar el contrapeso de América Latina, en especial de Argentina hasta 1892, y de México a partir de entonces, o de Europa, en especial de Inglaterra y Alemania.

Siempre según Sarracino, Martí lograría que esos contrapesos jugaran a su favor al persuadirlos de que era más conveniente para evitar los citados planes expansionistas el que Cuba y Puerto Rico, islas con poco más de dos millones y medio de habitantes escasos, alcanzaran a constituirse en repúblicas independientes, y no continuaran como parte de una España que poco después habría de demostrarse capaz de poner sobre ellas a más de un cuarto de millón de soldados bien armados y entrenados, o que para 1894 todavía contaba con una marina de guerra comparable a la americana. Contradicción que adelantamos no se explica, al menos en la interpretación sarracina del pensamiento geopolítico martiano, y que deja muy mal parado a Martí, al nivel de uno de esos arbitristas de café ibéricos, que entretenían sus días en escribirle al Rey memoriales con planes disparatados para resolver los problemas del reino.

La política exterior de Martí es así reducida a un mero equilibrio de fuerzas físicas, y en una sola dirección, con lo que a su vez pone en duda su capacidad intelectual: Sarracino convierte a Martí en un redomado inconsecuente, porque desde esa premisa del equilibrio simplón que le adjudica a su juego geopolítico lo más razonable habría sido compartir la idea que tenían la mayoría de los iberoamericanos, no pocos cubanos autonomistas, las principales cancillerías europeas, e incluso su admirado Roque Sáenz Peña: la de que fuera de la órbita española Cuba necesariamente gravitaría hacia el Monstruo Americano. O sea, en la versión sarracina Martí o es un arbitrista inconsciente, que se atreve a arriesgar el futuro de la nacionalidad cubana en una típica y alocada guerrita latinoamericana, o es un solapado agente anexionista…

Sin duda a Martí le preocupan los EE.UU., pero también el Reino Unido mismo, que por momentos parece dejar de confiar en el status quo y asume, con muestras de cierto desespero, una actitud más activa para evitar el reposicionamiento del Coloso Americano en las puertas mismas del canal que por entonces se construye en la todavía provincia colombiana de Panamá. Incluso una de las conspiraciones para traspasar la soberanía sobre la Isla a la Pérfida Albión, apoyada tanto por peninsulares como por insulares, llegaría a ser denunciada por el hermano negro de Martí, Don Juan Gualberto Gómez, desde las páginas del diario de que era propietario[iv].

En cuanto a Alemania, no debe de dejar de mencionarse el que el general Juan Prim, al  proponerle a Bismark en 1870 que un miembro de una de las ramas de la familia real prusiana ocupara el trono de España (Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen), puso como condición el que el heredero declarara que Cuba permanecería bajo soberanía española, o lo que es lo mismo: que no la cedería bajo ninguna circunstancia a la Prusia que ya iba para Imperio Alemán[v]. Lo que demuestra que algún interés debía de haber, cuando un político como Prim se apresuró a sentar tal condición.

Es necesario, para hacernos una más correcta idea del contexto internacional del pensamiento y la obra martianas, destacar un par de escenarios contemporáneos a Martí que Sarracino no menciona en su libro:

Primero, para 1895 el Canal de Panamá, aunque con serios inconvenientes y periodos de incertidumbre, seguía en manos de una compañía francesa, la Nouvelle Compagnie Universelle du Canal Interocéanique de Panama. O sea, sobre el Canal por entonces los americanos tenían un muy limitado dominio (cierto número de acciones), y aunque era previsible que terminaran la obra en que literalmente se habían encharcado los franceses, no era algo todavía seguro. Dependía de la buena voluntad anglo-germana el que los americanos pudieran controlar una obra que les iba a permitir poner en contacto, con menores costos de flete, a sus costas este y oeste (el trasporte por mar a través de Istmo resultaba más barato que por ferrocarril, cruzando todo el continente norteamericano).

Segundo, si indagamos en los registros navales de Washington comprobaremos que la numeración de los barcos acorazados de los EEUU comenzó con el Indiana (BB-1), asignado el 20 de noviembre de 1895. Por tanto, a la muerte de Martí la marina americana no tenía terminado ninguno de los acorazados de I clase que por entonces construía, incluidos los futuros BB-2 Massachusetts, y BB-3 Oregon[vi], por demás todos con evidentes deficiencias técnicas (la principal un francobordo demasiado bajo). Lo cual situaba a la marina americana por detrás de la inglesa, de la francesa, de la alemana, de la italiana, de la austro-húngara, o de la rusa, e incluso de la japonesa o la española[vii]. Y en cuanto a su despliegue en el Pacífico, hasta la comisión del USS Oregon en ese océano, en 1897, la misma cedía allí a la marina chilena.

Estas dos situaciones dejan a las claras la realidad del poder americano en tiempos de Martí, que no era todavía ni con mucho el que llegaría a ser con el Nuevo Siglo Americano. Sobre todo en sus décadas de los cincuenta y sesenta, periodo de surgimiento y apogeo del castrismo; una corriente política profundamente traumatizada por esa coincidencia.

En verdad la idea de Martí del equilibrio de los campos de poder mundial sobre la puntual Isla de Cuba era algo más compleja, y no compartía la visión sarracina, profundamente maniquea, de contrapesar a los yanquis, y ya. Que Martí no solo temía a los americanos es lo más natural del mundo, si es que usted conoce cómo es que funcionaba la política internacional de su tiempo.

Eran tiempos de política de la fuerza simple y llanamente, en que las potencias europeas no tenían remordimientos en reunirse, como en Berlín en 1885, para repartirse entre ellas a todo un continente cual si de un pastel de cumpleaños se tratara (Los EE.UU. no participaron de manera efectiva en esa Conferencia, y mucho menos en el reparto). No eran por tanto los EEUU el principal enemigo de América Latina en 1890[viii], año de publicación del ensayo Nuestra América. Lo era la Europa que acababa de dividirse a África y que mañana podía hacer lo mismo con América, bajo la muy legitima justificación de ese entonces, del despoblamiento y la necesidad de usar los muchos recursos subutilizados del continente para alimentar al Dios Progreso. Una Europa con un poder tecnológico y demográfico que superaba de manera abrumadora a la casi despoblada, y muy atrasada América Latina: en 1890 Francia, la gran potencia europea menos poblada, contaba con 35 millones de franceses, lo que sobrepasaba por unos cuantos millones a la población de toda América del Sur.

Por ello es que Martí habla en el primer párrafo de Nuestra América de los gigantes de las siete leguas, no del gigante de las siete leguas, como si ya lo hace en el segundo, para referirse a la actitud que deberán tomar las repúblicas latinoamericanas si es que uno de esos gigantes viniera sobre ellas. Por eso también, en clara referencia a la Conferencia de Berlín, de la que lo separa solo un lustro, habla de la pelea de los cometas, que dormidos van por el cielo engullendo mundos; en este caso continentes.

La idea de Martí, por tanto, incluye varios equilibrios bidireccionales, no uno solo. Y es un fino cálculo que va más allá del intento de contraponer el mundo a un vecino malévolo al que se le adjudican aspiraciones quizás no muy erradas, pero posibilidades irreales para realizarlas. Pero sobre todo sin tomar en cuenta que la propia naturaleza del ideal político sobre el que se sustenta ese vecino es en definitiva la principal barrera para esas aspiraciones, siempre nacidas entre un específico elemento con ambiciones imperiales, tanto hacia afuera como hacia adentro. De hecho es al tener en cuenta esa particular naturaleza republicana de los EE.UU., al decir de Martí, que sobre esa vecindad funda en lo principal su idea de independizar a Cuba y Puerto Rico. Algo que, por supuesto, en el beato convento castrista del Centro de Estudios Martianos nunca se estará dispuesto a reconocer.

En general su esquema de contrastes es el siguiente:

A los EEUU pretende equilibrarlos (1) al sacar provecho del interés de las dos superpotencias europeas, Alemania e Inglaterra, por entonces muy cercanas entre sí, en que los EE.UU. no llegaran a convertirse en un nuevo rival de ambas, una tercera superpotencia global; (2) al usar a nuestro favor el interés americano de no enfrentar directamente a los gobiernos y a la opinión pública latinoamericana, región que por entonces pretendían usar de la única manera que les era factible, diplomáticamente, para crear un área de libre comercio para sus productos sin mercado[ix]; (3) gracias al interés de específicas naciones latinoamericanas, sobre todo México y Argentina, en marcar sus propios equilibrios hemisféricos frente a los EE.UU. (en el caso de Argentina por la cercanía creciente entre estos y Brasil, su gran rival sudamericano); (4) pero sobre todo aprovechando la propia naturaleza republicana de los EE.UU.

En cuanto a los europeos (1) mediante el apoyo de las naciones latinoamericanas, interesadas en que Europa no mire hacia este hemisferio de la misma manera que miraba por entonces al resto del mundo (con ánimos recolonizadores), naciones latinoamericanas que por demás tienen firmes lazos comerciales y diplomáticos con Inglaterra, que las convierten en interlocutores con cierta voz en el Londres sede por entonces del hegemón mundial; (2) y al aprovechar el ideal de una América Republicana, en contraposición a la monárquica Europa, lo que a la vez implicaba sacar provecho de cierto sector republicano, creciente, de la opinión pública europea, y a la vez de la mayor República del hemisferio occidental, y de la sombrilla de poder que proyectaba ya sobre las islas de Cuba y Puerto Rico.

O sea, no es solo oponer el mundo a los EE.UU. lo que pretendía José Martí, y los dos puntos que marcan con claridad las diferencias entre el simplón planteamiento sarracino (castrista), y el sofisticado martiano, son los dos últimos de cada párrafo: el relacionado con la naturaleza republicana de los EE.UU., y el referido a sacar provecho de la sombrilla de poder americano, no solo a intentar alejarla de encima de nosotros.

De más está afirmar que José Martí sabe que ese complejo equilibrio sobre su Isla no se arma espontáneamente, y mucho menos se mantiene luego inalterable en el tiempo por sí mismo. Se necesita de una Política Exterior de la Revolución que ayude a montarlo, y luego a sostenerlo. Pero esa política no puede ser solo de equilibrios de fuerzas, sino más bien de reinterpretación de las ideologías ajenas a nuestro favor. Se impone en consecuencia comenzar por convencer a los múltiples intereses involucrados sobre el espacio físico e ideal de la Isla de la conveniencia para cada uno de ellos de la independencia de esta, o a su vez persuadir a los cubanos de la necesidad de adoptar desde la guerra unas formas republicanas que quizás sea cierto, inevitablemente embarazaran al esfuerzo bélico, pero que permitirán sin embargo que la Revolución encaje en ciertos valores continentales, americanos, más útiles que las armas del Ejército Libertador para asegurar que Cuba Libre consiga mantenerse independiente en un mundo dominado por cometas que dormidos van engullendo mundos.  

La propuesta martiana a Europa en esencia está contenida en un párrafo del Manifiesto de Montecristi:

“La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo. Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo.”

Martí le propone a Europa una nación fuerte, con intereses semejantes a los europeos en contener a los EE.UU, situada en una isla con maravillosos puertos a medio camino entre ese país y el canal que se construye, pero que por entonces todavía no es americano.

Pero: ¿Por qué preferir a esa isla independiente en lugar de española? He aquí una de las claves concretas que nos dejan ver las diferencias entre el verdadero pensamiento martiano y su interpretación sarracina.

Quizás porque Martí cree, y quiere que los europeos compartan su creencia, en que tras abrir la Isla al mundo, y sobre todo a las grandes emigraciones europeas, como por entonces sucede en Sudamérica, Cuba podría llegar a un crecimiento económico y demográfico sostenido, que le permitiría fortalecerse hasta el punto de poder defender su territorio mejor que bajo el dominio colonial español, y la sombrilla de su ejército[x]. Pero sobre todo porque Martí sabe que en las cancillerías europeas hace rato existe el convencimiento de que es solo cuestión de tiempo el que Cuba abandone la órbita española, y ante el casi seguro traspaso de su soberanía a los EE.UU. él les propone una solución que les evitaría irse a la guerra, o por lo menos la molestia de tal cesión a un rival que se empoderaría con ella: dejar esa soberanía en la misma Cuba, esa que él promete abierta a sus capitales, y a todos los europeos que quieran venir a trabajar en ella por su engrandecimiento y progreso.

Pero advierto que no esto todo, y mucho menos lo más esencial, como más adelante veremos ya con mayor claridad.

En cuanto al intento de usar a Latinoamérica, tanto para contener a europeos como a americanos, tiene dos caminos. El primero mediante la labor de concienciación de las opiniones públicas hispanoamericanas, que se desarrolla desde la tribuna de la prensa continental a la que ha tenido acceso privilegiado durante la década de los ochenta, y se condensa en la propuesta de Nuestra América: o sea, en crear, en la defensa del derecho de Cuba a ser independiente, las bases de un futuro sistema de seguridad colectiva. El segundo corre a través de sus rejuegos diplomáticos, primero con la Argentina y después con México, se desarrolla en sus contactos personales con los círculos de poder de ambos países, y pretende presentar a ambos la independencia de Cuba como de muy útil para resolver sus propios problemas geoestratégicos.

Por su parte, a los americanos Martí pretende ganarlos a la causa independentista mediante las promesas y sugestiones que hace en carta al director del New York Herald, el 2 de mayo de 1895:

(1) “Cuba se ha alzado en armas… para emancipar a un pueblo inteligente y generoso… de la nación española, inferior a Cuba en la aptitud para el trabajo moderno y el gobierno libre, y necesitada de cerrar la Isla, exuberante de fuerzas naturales y del carácter natural que los desata, a la producción de las grandes naciones para mantener con el ahogo violento de un pueblo útil de América, el mercado único de la industria española, y los rendimientos con que paga Cuba las deudas de España…”

(2) “El hijo de Cuba…padece… de ver encadenado su suelo feraz, y en él su sofocante dignidad de hombre, a la obligación de pagar, con sus manos libres de americano, el tributo casi íntegro de su producción… a las necesidades y vicios de la monarquía (española), cuya composición… le impide permitir jamás al atormentada Isla de Cuba que en la hora histórica en que se abre la tierra y se abrazan los mares a sus pies, tienda anchos sus puertos y sus aurígeras entrañas al mundo repleto de capitales desocupados y muchedumbres ociosas, que al calor de la República (cubana) firme hallarían en la Isla la calma de la propiedad y un crucero amigo.”

(3) “A la boca de los canales de los canales oceánicos, en el lazo de los tres continentes… y a las puertas de un pueblo perturbado por la plétora de los productos de que en él se pudiera proveer, y hoy compra a sus tiranos, Cuba quiere ser libre, para que el hombre realice en ella su fin pleno, para que trabaje en ella el mundo, y para vender su riqueza escondida en los mercados naturales de América, donde el interés de su amo español le prohíbe hoy comprar.”

(4) “Los Estados Unidos, por ejemplo, preferirían contribuir a la solidez de la libertad en Cuba, con la amistad sincera a su pueblo independiente que los ama, y les abrirá sus licencias todas…”

(5) “… el pueblo de Cuba, atado a un amo de constitución nacional incorregible, paga, con el producto casi total de sus productos despreciados en la lucha sin término entre el interés español, impotente para cerrar el único mercado a España en la Isla, y las represalias de la Unión Americana…”

(6) “Plenamente conocedor de sus obligaciones con América y con el mundo, el pueblo de Cuba sangra hoy a la bala española, por la empresa de abrir a los tres continentes en una tierra de hombres, la república independiente que ha de ofrecer casa amiga y comercio libre al género humano.”

Es evidente, por más que se quiera esconder, que José Martí hace aquí a los americanos promesas neoliberales de abrir el comercio de Cuba, y de permitir la libre inversión y explotación de las tierras, minerales y puertos de la Isla a los ociosos y desocupados capitales extranjeros. Sobre todo a los de ese pueblo a cuyas puertas se encuentra, y que ansía venderle algo de esa multitud infinita de productos que producen sus granjas o sus fábricas.

Pero el entreguista Martí (al decir de un Sarracino que fuera consecuente con la verdad y su fe castrista) hace más aquí. Si leemos con detenimiento la farragosa oración de la que hemos tomado la cita 5[xi], comprenderemos de inmediato que en el sentido paralelo que arman sus muchas subordinadas habla de los productos cubanos depreciados, por la súbita decisión española del año anterior (1894) de elevar los derechos de entrada a los productos americanos en la Isla, en respuesta a la cual medida, a su vez, Washington le retiro a Cuba Colonial las ventajas para la importación de azúcar y tabaco que le habían traído el Bill McKinley. O sea, Martí emite el juicio de que los productos cubanos han quedado depreciados por la decisión de España de tomar medidas que echaban abajo el tácito Tratado de Reciprocidad establecido en 1891. El cual Tratado le había permitido a la Isla colocar sus azúcares en el único mercado para ellos que le iba quedando, en un mundo en el cual los europeos, los otros grandes consumidores, preferían proteger mediante ruinosos aranceles su propia azúcar de remolacha[xii], o importarla de sus colonias en el caso inglés. Por cierto, ese juicio de hecho constituye una demostración de su apoyo a ese Tratado tácito, e incluido en este texto en particular una promesa a los lectores americanos de su apoyo al mismo.

Hay todavía más en esta carta-declaración a la prensa americana: Martí demuestra confiar en que por su propia naturaleza de república, basada en los valores de la democracia liberal, y por su propio discurso adoptado a lo largo del diecinueve de presentarse a sí mismos como los campeones defensores de los valores republicanos, liberales y democráticos en el hemisferio occidental, estos no podrían atacar a otra república que demostrara fehacientemente constituirse sobre esos mismos valores. Lo dirá más claramente unos pocos días después, en su último texto conocido, su inconclusa carta a Manuel Mercado:

“La guerra de Cuba… ha venido a su hora en América, para evitar… la anexión de Cuba a los Estados Unidos, que jamás la aceptarán de un país en guerra, ni pueden contraer, puesto que la guerra no aceptará la anexión, el compromiso odioso y absurdo de abatir por su cuenta y con sus armas una guerra de independencia americana.”

Para Martí, la misma esencia del discurso sobre el que sostienen los EE.UU. su aspiración a extenderse por todo el hemisferio les impide enfrentar directamente a un pueblo americano que luche por su independencia. Se presentan ellos cual los campeones defensores de la libertad hemisférica, inmanente a América y su historia de poblamiento; discurso inmanentista en que fundan su propio derecho a vivir independientes, en esta parte del mundo, de la por entonces todavía más poderosa Europa. No pueden por tanto ir contra ese mismo discurso, y atacar por su interés más burdamente sostenido a un pueblo americano que también busque esa independencia con el deseo y el valor suficientes. Los principios sobre los que basan su supuesta superioridad sobre la monárquica Europa se los impiden.

Y es precisamente este convencimiento martiano el que nos permite ver el punto que faltaba para acabar convencernos de que no era Martí un arbitrista, y mucho menos un castrista, al estilo de su interesado exégeta Sarracino. De comprender en un final por qué para él los europeos iban a preferir a una República de Cuba, independiente, liberal y democrática, a una Cuba Española.

El hecho es que si ante alguien proyectaban los americanos ese referido discurso auto legitimador era precisamente ante Europa. Por tanto para el Apóstol, que como hemos dicho ya sabía del convencimiento europeo en la precariedad cada día mayor de la dominación española en la Isla, y de la casi segura posibilidad de que Cuba derivará hacía los EE.UU., bastaba con darle a la Revolución un claro carácter republicano para resolver dos problemas de un tiro: por una parte los americanos no podrían “abatir por su cuenta y con sus armas una guerra de independencia americana” llevada desde los principios republicanos, y mucho menos a la República que saliera de ese conflicto; lo que a la vez funcionaba como una buena garantía para los europeos mismos, que sabían que los americanos no podían infringir ese límite que se ponían precisamente ante ellos, y que era la base de la aspiración de los EE.UU. a que se les permitiera convertirse en el hegemón hemisférico.

Para Martí los europeos conocían que los americanos estaban obligados, por el propio discurso auto-legitimador con que se presentaban ante ellos, a respetar y a defender una República Cubana virtuosa, que cumpliera a rajatabla con los principios democráticos liberales; obligación que por el contrario no tenían con una colonia de una monarquía europea venida muy a menos, por demás a la vista de sus mismas costas.

Entendamos que ante los políticos europeos, y sobre todo ante un sector clave de la opinión pública europea (sus crecientes sectores progresistas de clase media, con ideales y aspiraciones republicanas), los EE.UU. tenían que mantener limpio su historial de grandes defensores del ideal republicano, de gobierno independiente del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo. Porque era gracias al apoyo de esos sectores que podían aspirar a ir ascendiendo poco a poco, por entre las contradicciones entre las superpotencias europeas, para hacerse un lugar entre ellas.

A contrapelo de lo interpretado interesadamente por Sarracino, Martí con lo que menos contaba era con el poderoso armamento europeo, o con sus ingentes flotas para equilibrar a los EE.UU. En lo fundamental contaba con la influencia de ese mencionado sector de la opinión pública europea para obligar a nuestros vecinos del Norte a no traicionar su propio discurso auto-legitimador. De más está decir que el sector de opinión pública más importante de la época.

Tal designio de Martí, de aprovechar los mismos principios republicano-liberal-democráticos sobre los que se asientan los EE.UU., y sobre todo la elevada visión que de sí mismos tienen sus simples ciudadanos y directores de opinión, para defenderse precisamente de cualquier amenaza que naciera de ellos, y de otros, queda aún más clara en un fragmento de su obra con el cual Sarracino necesariamente tuvo que trabajar bastante en sus estudios del caso Cutting, y al cual, de manera inexplicable, y no por dislexia, el autor no logra sacarle todo lo que tiene. Me refiero a aquel en que nos dice El Maestro:

En los Estados Unidos se crean a la vez, combatiéndose y equilibrándose, un elemento tempestuoso y rampante, de que hay que temerlo todo, y por el Norte y por el Sur quiere extender el ala del águila, —y un elemento de humanidad y justicia, que necesariamente viene del ejercicio de la razón, y sujeta a aquel en sus apetitos y demasías. Dada la dificultad de oponer fuerzas iguales en caso de conflicto a este país pujante y numeroso, es útil irle enfrenando con sus propios elementos y procurar con el sutil ejercicio de una habilidad activa, que aquella parte de justicia y virtud que se cría en el país tenga tal conocimiento y concepto del pueblo mexicano, que con la autoridad y certidumbre de ellos contraste los planes malignos de aquella otra parte brutal de la población, que constantemente se elabora por la seguridad de la fuerza y el espectáculo del éxito: a un informe falso, un informe verídico: a un artículo avieso, un artículo en que se exhibiesen las razones de él, o se denunciaran sus errores. A diarios hostiles, un diario defensor. A libros enemigos libros justos. Todo en la lengua hostil, con prudencia a la par que viveza. En suma, un estandarte permanente, clavado en el campo que pudiera convertirse en enemigo.[xiii]

Martí, y lo deja muy claro aquí, por cierto, considera que el mejor modo de que México, e igualmente una futura Cuba independiente, detengan los intentos americanos de hacerlos desaparecer como unidades políticas independientes, está en que logren usar a su favor los principios republicano-democráticos que los americanos daban por sus fundamentos ciertos. De lo cual a su vez se desprende que Martí también tenía en mente usar a los EE.UU., a su sombrilla de poder, mediante la comunicación constante con su opinión pública nacional, como un recurso para salvaguardar a una futura República de Cuba de las asechanzas americanas, y se sobrentiende, también de las europeas.

¿Con qué debía cumplir dicha República Cubana para poder sacar todo ese provecho de la naturaleza de los propios EE.UU? Aquí me permito citar un fragmento de una carta de Martí a Gerardo Castellanos, que alguien como Roig de Leuchsenring dio por suficientemente buena como para citarla a su vez:

“No hay más modo seguro y digno de obtener la amistad del pueblo norteamericano que sobresalir ante sus ojos en sus propias capacidades y virtudes. Los hombres que tienen fe en sí, desdeñan a los que no se tienen fe; y el desdén de un pueblo poderoso es mal vecino para un pueblo menor. A fuerza de igualdad en el mérito, hay que hacer desaparecer la desigualdad en el tamaño. Adular al fuerte y empequeñecérsele es el modo más certero de merecer la punta de su pie más que la palma de su mano. La amistad, indispensable, de Cuba y los Estados Unidos requiere la demostración continua por los cubanos de su capacidad de crear, de organizar, de combinarse, de entender la libertad y defenderla, de entrar en la lengua y los hábitos del Norte con más facilidad y rapidez que los del Norte en las civilizaciones ajenas. Los cubanos viriles y constructores son los únicos que verdaderamente sirven a la amistad durable y deseable de los Estados Unidos y de Cuba.”[xiv]

Es este en esencia el esquema martiano de política exterior, mediante el cual se proponía lograr la independencia de Cuba. Que al final no rindiera todos los resultados que se propuso su inspirador no lo demerita, sin embargo, como a todo plan al que siempre las circunstancias superarán, y al cual sus impulsores deberán corregir sobre la marcha. No debemos nunca dejar de comprender que era un plan trazado sobre las circunstancias de un hombre que murió en mayo de 1895, cuando el Canal de Panamá era todavía un sueño y estaba en manos francesas; tres años antes de que los marinos ingleses estacionados en Honk Kong, al ver partir a la escuadra americana con destino a la Filipinas, se dijeran entre ellos que aquellos iban a una segura muerte, al atreverse a enfrentar a una nación que contaba con una mucho mayor tradición naval; y cinco años antes de que su compatriota José Ignacio Rodríguez, uno de nuestros más preclaros anexionistas, escribiera un libro con el fin de demostrar que lo que se proponían hacer McKinley y su camarilla con Cuba, y ya hacían con Puerto Rico, nada tenía que ver con las aspiraciones, los sueños que habían inspirado el ideal anexionista en miles de buenos cubanos durante todo el siglo.

No obstante es imprescindible agregar que aunque en sus planes con Latinoamérica Martí tuviera un claro fiasco, no ocurrió así con el factor central sobre el que se desenvuelve su Política Exterior: Aprovechar el discurso auto legitimador de los americanos para independizar a la Isla y luego sostener a una futura República Cubana. Porque si algo contuvo a McKinley y su camarilla de alcanzar a hacer lo mismo con Cuba que con Puerto Rico, estuvo en la demostración que ante las opiniones públicas europeas y americana dieron los cubanos de su empeño de vivir independientes, según los modos republicanos. Es cierto que terminamos convertidos en un pseudo-Protectorado americano, pero ello es solo achacable al rápido cambio de la situación internacional entre el 19 de mayo de 1895 y el verano de 1900.

Epílogo.

En su más reciente libro, José Martí, Cónsul argentino en Nueva York (1890-1891). Análisis Contextual, del Centro de Estudios Martianos, como en toda su obra, Rodolfo Sarracino más que buscar la verdad, instrumentaliza a José Martí para sus fines políticos: fundamentar al castrismo como supuesta continuidad de suya. Un Martí cuya obra ya no se presenta mediante los viejos recursos retóricos habituales, de la época de los romanticismos independentistas, sino mediante otros que él llama a crear. Porque solo es en este sentido que pueden ser tomados sus constantes llamados, a lo largo del libro, a completar su obra iniciada con el análisis del caso Cutting; una obra toda que en realidad consiste en lo que hemos demostrado aquí.   

En esencia el modelo martiano de política exterior se distingue del que Sarracino le asigna en dos aspectos: El primero, en que los EE.UU. no solo son algo a contrapesar, sino un fundamental contrapeso, en este caso de las potencias europeas, pero sobre todo de sí mismos. El segundo, en que en su modelo de Martí en lo que menos se basa es en los contrastes de fuerzas físicas, de ejércitos, armadas, capacidad industrial… al darle más importancia a los universos ideológicos, al cómo se ven los distintos actores. De lo que trata de sacar provecho a través de la comunicación constante con las más diversas opiniones públicas, sobre todo americanas pero también europeas, más que al usar de las usuales maquinaciones de cancillerías y tras las bambalinas del poder político. Maquinaciones que no obstante tampoco despreciará, más que nada en países como el dictatorial México o en la Argentina, dominada por su clase terrateniente y anglófila, en que la opinión pública tiene una influencia muy limitada.

Aunque tales planes no se lograron cumplir más que de manera parcial (Cuba terminó convertida en un pseudo-Protectorado), no se debe dudar de que la metodología de su concepción resultaba más atinada que aquella que pretende asignarle Rodolfo Sarrasino: en esencia la castrista, y que es por lo mismo una mejor propuesta metodológica para nuestra actuación presente, y en general en cualesquiera tiempos futuros, que la de Fidel Castro y quienes ahora se dicen su continuidad.

Notas.


[i] Página 13.

[ii] Así definía Enrique José Varona el ideal de la tradición revolucionariezca, en su convenientemente olvidada carta al general Maximiliano Ramos, Presidente del Partido Republicano (cubano), de 21 de agosto de 1900. Nosotros la hemos publicado en el primer número de Cuadernos de Pensamiento Plural, y también en el primer número de Cuadernos para la Transición.

[iii] Página 125.

[iv] La Fraternidad, en la estratificada sociedad cubana de la época un periódico de negros y mulatos.

[v] Prim quizás pensaba que el enfrentamiento con los EEUU por Cuba era inevitable, y que por tanto el nuevo rey español seguramente se vería obligado, en algún momento futuro, a pedir ayuda a otros gobernantes de su casa. Por lo que intentaba dejar establecido a tiempo que esa ayuda no podría condicionarse a que Cuba fuera transferida a los prusianos; poco después al Imperio Alemán.

[vi] El USS Texas, o el posterior USS Maine, botados y asignados antes de la muerte del Apóstol, no eran propiamente capital ships, sino acorazados de II Clase, o cruceros acorazados, por demás ya obsoletos tecnológicamente para la época en que fueron botados. De blindaje débil, no servían para enfrentar a las flotas principales de las seis primeras marinas mencionadas más arriba; de velocidad muy baja, tampoco podían ser usados como cruceros.

[vii] A la muerte de Martí España contaba con un acorazado, el Pelayo, y dos acorazados de II clase, el Infanta María Teresa, y el Vizcaya. El Almirante Oquendo sería asignado el 21 de agosto de 1895.

[viii] Por esa época lo único que podían hacer los americanos, más allá de México o ciertas regiones del Caribe y Centroamérica, era intentar por la vía diplomática establecer uniones monetarias o aduaneras en el hemisferio, cual hicieron en la Conferencia Panamericana de 1889. No en balde poco antes de esta fecha, el Presidente del Comité de Asuntos Navales del Congreso había predicho que en caso de que la totalidad de la flota americana se enfrentara, en mar abierto, al recién adquirido acorazado brasileño  Riachuelo, ninguno de esos barcos regresaría a puerto.

[ix] De hecho, si se observa la corriente expansionista-imperial en los EE.UU., de los Blaine, Mahan y luego McKinley o Roosevelt, solo consigue levantar vuelo cuando la Conferencia Panamericana se demuestra un fracaso, y con ella el intento americano de afirmar diplomáticamente a América como un mundo aparte del que en el Viejo Mundo arman los europeos. Es significativo el que el libro de Alfred Mahan, The Influence of Sea Power upon History, 1660-1783, fuera publicado precisamente hacia las postrimerías de esa Conferencia, o que solo a partir de entonces tomará verdadera velocidad el programa naval.

[x] En los cálculos de Martí siempre estuvo presente la errada subvaloración de la capacidad de España para poner sobre la Isla a un ejército tan considerable como que acá envió durante la Guerra Grande. En ese error de cálculo fue determinante lo sucedido durante la I Guerra del Rif entre 1893 y 1894, cuando en las puertas del reino no fue capaz de responder con rapidez y contundencia a la amenaza en que vivió por esos días su enclave africano de Melilla.

[xi] Hemos desbrozado un poco la prosa martiana en estas citas. Martí tenía tendencia a tener torrentes continuos de intuiciones paralelas que él incluye en la forma de subordinadas a la oración en la que desarrolla una idea determinada y preponderante. Estas ideas secundarias a veces le resultaban tan fuertes que a media oración estas pasaban a sustituir a la principal, con lo cual cargaba de sentidos su texto, sin duda, pero a costa del lector. Esto es más corriente en esos textos de urgencia, como en este caso, escritos a toda carrera y muchas veces sin posibilidad final de revisión, que reflejan las características cuánticas del pensamiento martiano: como del vacío cósmico del que constantemente están surgiendo partículas, del campo de pensamiento de Martí constantemente surgen ideas. Como buen cubano Martí sin dudas era un tipo intuitivo por sobre todo.

[xii] Incluso en la propia España, en Andalucía, existían desde 1869 intereses remolacheros que se oponían al establecimiento de las leyes de cabotaje entre la Metrópoli y su Colonia.

[xiii] Carta de José Martí del 8 de enero de 1887, desde Nueva York, al director de El Partido Liberal, publicada por ese diario el 28 de enero de ese mismo año. Esta carta no aparece en las Obras Completas. La hemos consultado en la versión digital de Colección de Archivos. José Martí en los Estados Unidos. Edición Crítica, tomo II, del Centro de Estudios Martianos, a cargo de Roberto Fernández Retamar y Pedro Pablo Rodríguez.

[xiv] Fragmento de la carta que José Martí le hiciera llegar a Gerardo Castellanos con fecha 9 de agosto de 1892, a modo de instrucciones para su misión secreta en Cuba. Cita tomada del ensayo Ideario de la Revolución (de 1895), de don Emilio Roig de Leuchsenring. En Cuadernos de Historia Habanera, 1945.

Es de destacar la actitud del anterior historiador de La Habana hacia un documento que a la larga se enfrentaba a su propia idea de la relación entre Cuba y su vecino norteño. Recordemos que es Roig uno de nuestros antiimperialistas más consecuentes. Seguramente su sucesor, el tan Leal Eusebio, lo hubiera quemado en las penumbras y el silencio de su oficina. De hecho cabe preguntarse cuántos fragmentos de nuestra historia no se habrán convertido en cenizas en el cenicero de este señor, demasiado pedestre para alcanzar las altas cuotas de aquel a quien, injustamente, llama su Maestro; y a quien sustituyo solo en base a su naturaleza rastrera ante el poder político.

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