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Hay que volver a Granada

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La última vez que estuve en Granada fue en febrero del 2011. Recuerdo que, en la estación de tren, pedí un taxi que me llevó hasta la avenida Gran Capitán, donde me alojaba. En el trayecto, yo iba ensimismado del paisaje, de un paisaje que me resulta muy familiar, como si yo conociera bien y de antes, como si yo hubiera estado allí; o como si nunca me hubiera ido… 

¡Y he estado dos veces en mi vida! 

El diálogo con el taxista fue más o menos así:

-¿De dónde eres? ¿Más para allá de Córdoba, no? ¿De Huelva, quizá? (La misma pregunta que me harían a posteriori en algún bar del Albaicín)

-Bueno, casi. Soy de un pueblo de Sevilla, pero que está cerca de la provincia de Huelva.

-Ah, ya decía yo, por el acento se te nota. ¿Y qué, hace mucho que no vienes por Granada? 

-Sí, unos cuantos años ya. 

Y en eso que me froté los ojos, humedecidos de emoción, y suspirando como un enamorado de los que en la época de Quevedo llamaban «portugueses», dije:

-Dios mío, qué ciudad más bonita… 

El taxista me miró como sorprendido de mi estado de ánimo. Y me dijo: 

-Bueno hombre, pero Sevilla también es muy bonita…

-No, si no te digo lo contrario…

¡Granada!

Dime Granada: 

¿Por qué yo soy capaz de andar por tus calles sin que nadie me guíe?

¿Por qué me muero de nostalgia evocando el Mirador de San Nicolás, la Cuesta de las Cabras, la Cuesta de los Chinos, la Gran Vía de Colón, el Paseo de los Tristes…?

Y la Alhambra… 

¿Por qué el pintor granadino Manuel Gómez-Moreno pintó en 1875 en su cuadro «Visita inoportuna» a un personaje que es idéntico a mí?

¿Por qué me inspiras continuamente, aun pasando los años y estando tan lejísimos? 

¿Qué tienes, Granada, que no puedo dejar de pensar en ti y que incluso me siento algo de ti? 

¡Granada!

¡Volveré!

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