Frijoles con azúcar

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de Liu Santiesteban. 27 de diciembre de 2017
¡La verdad es que yo no sé como es que no soy una gorda de 300 libras! ¡Porque mira que pasé hambre en Cuba!
En mi primer año de bachillerato casi muero. La comida era tan mala y tan poca que del campo donde me obligaban a trabajar para pagar la escuela, me traje una bolsa de tomates verdes. Comí tantos tomates con sal que se me reventaron los labios.
Las ‘tías’ que trabajaban en la cocina también se morían de hambre y se llevaban el pollo del arroz con pollo y los frijoles de los potajes. Para enmendarlo echaban delante de mis dislocados ojos un cubo de agua y otro. El resultado era una capa de agua blanca y otra capa de agua negra. Si me caía un ajo o un frijol sonreía loca de contenta. Tenía 14 años. Cumplo en noviembre.
Desde entonces me acostumbré a ponerle azúcar a los frijoles, para que me supieran a algo. Pero no una cucharadita de té como lleva la receta de frijoles negros sino dos cucharadas soperas a todos los frijoles, negros, colorados y lentejas. Me sabían a gloria. Todavía hoy me los como así, aunque tengan hasta chorizo. Mucha gente cree que estoy loca. Es posible que tengan razón. Eso te hace el comunismo. El socialismo. Ese sistema que reparte equitativamente la miseria, entre los ciudadanos, no sus dirigentes por supuesto.
Siempre fui una buena estudiante. Amaba estudiar. Tenía notas excelentes siempre. Salvo en química o matemáticas porque las odiaba jajajaja. La única vez que me atreví a escaparme de la escuela fue por hambre. Un ciclón enorme se había llevado el techo de la cocina. Amanecimos con el agua en los tobillos en el tercer piso. No habría comida hasta las 4 de la tarde y solo sería puré de papas. Eran las 10 de la mañana del día siguiente a la llamada tormenta del siglo. Decidí irme de allí en ese instante. Estaba a miles de kilómetros de mi casa y no tenía dinero. Los guajiros que a veces nos daban leche lo habían perdido todo también. Creo que su vaca había volado por los cielos.
Ni corta ni perezosa cogí mi mochila y salí como ninja del edificio. No había un árbol en pie para esconderme. Me podrían ver desde cualquier ventana. Decidí meterme en la zanja honda que había a la derecha llena de agua y tierra colorada. Por ahí caminé con el agua a la cintura unos cuantos kilómetros. Un amigo fue conmigo y creo que pagó el pasaje de tren de Batabanó a La Habana.
Antes entramos a un campamento de adultos. Un contingente. Nos cambiamos de ropa y nos hicimos pasar por trabajadores para poder comer en el comedor.
La mujer tras el mostrador no podía vernos la cara gracias a Dios. Nos dio una bandeja repleta con una loma de arroz congrí y bacalao a través de una ranura en la pared. Pudimos volver luego de aquel almuerzo que me supo a gloria. Pero ya no había marcha atrás. Supe allí mismo que estaba en una cárcel gigante llamada Cuba y quería escapar.
Tardaría 11 años en lograrlo. Pero fue mi único objetivo desde entonces.
Uno bloquea estos recuerdos para sustituirlos por amigos y experiencias bonitas. Pero el abuso infantil al que fuimos sometidos lo llevaremos siempre en las venas y el cerebro. O en los frijoles con azúcar. El arroz blanco con gorgojos o el boniato crudo en medio de un surco también son difíciles de olvidar.
Al llegar a Italia años después no podía comer nada. No me cabían en el estómago la cantidad de platos de una cena ordinaria para aquellos que tuvieron a bien recibirnos.
Probaba el embutido y el antipasto y ya ni la pasta ni la carne me cabían. Ni hablar del pan, del postre y la fruta y el yogurt con que acompañan sus comidas allí. Estuve pesando 97 libras hasta que me quedé embarazada, 4 años después de salir de Cuba. De tantas bendiciones que ha representado Pablito esa fue una de ellas. Al fin pude comer comidas tan exquisitas que había en España. Aumenté 45 libras ¡y todavía me veía flaca con barriga y todo!

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