José Gabriel Barrenechea.
Las relaciones entre Washington y el gobierno golpista de Fulgencio Batista, en los cincuenta, nunca fueron tan buenas como ha pretendido la historiografía castrista más ortodoxa. El castrismo de hecho tiene entre sus principales fundamentos ideológicos la asunción, contra toda evidencia, de que el Golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 contó, si no con la inspiración, al menos con el beneplácito de los americanos.
En Batista, el Golpe, uno de esos raros libros que el régimen castrista permitió publicar en vísperas del 17 de diciembre de 2014, como parte de sus esfuerzos para propiciar un acercamiento con nuestros vecinos, se admite por dos historiadores cubanos oficialistas, uno de ellos oficial retirado del G2, que por el contrario, los americanos fueron sorprendidos por la asonada militar del 10 de marzo, y luego su actitud no fue precisamente complaciente con el régimen castrense surgido de ella. Para respaldar esa opinión usan material desclasificado del Departamento de Estado de los Estados Unidos, y de su misión militar en La Habana.
En Batista, el Golpe, se destaca un hecho que la historiografía castrista ortodoxa pasa por alto: uno de los últimos gobiernos en el Hemisferio, si no el último, en reconocer al cubano surgido del 10 de marzo, fue el de los Estados Unidos. Diecisiete días después, el 27 de marzo, cuando comprendieron que Batista controlaba la maquinaria del estado y que si bien el régimen castrense no era bien recibido por la mayoría de la población, sin embargo ni había habido, ni había para entonces una resistencia organizada efectiva a un golpe que solo dejó un soldado muerto en una escaramuza en los accesos al Palacio Presidencial.
En este interesante libro de José Luís Padrón y Luís Adrián Betancourt, publicado en La Habana por Ciencias Sociales en 2013, también se reconoce la frialdad con que transcurrieron las relaciones a posteriori del reconocimiento. Revelador de ello es el intercambio epistolar que a principios de junio mantuvieron el Embajador de los Estados Unidos en La Habana, Willard Beaulac, y el Sub Secretario de Estado para los Asuntos Hemisféricos. En carta de Beaulac al segundo, del día 2, se nos revela que para esa fecha, a casi tres meses del golpe, todavía no había tenido lugar ningún encuentro oficial, y ni tan siquiera conversación seria informal del máximo representante diplomático americano en Cuba con Batista. El Embajador destaca que incluso en la conmemoración por el cincuentenario de la República no se habían encontrado de manera oficial. También explica allí su visión y sus temores de lo que podía estar por ocurrir en Cuba.
En su respuesta, del día 10, el Subsecretario concuerda con las previsiones del Embajador, le da el visto bueno a su actitud reservada, y le transmite la que no puede ser interpretada sino como la posición oficial de Washington hacia el nuevo gobierno cubano: “No veo el punto en que usted tome la iniciativa en ir a ver a Batista. Por el contrario, me parece que la presente situación en Cuba es tal que nuestra postura debe ser la de mantener cierta distancia.”
Según los autores del libro mencionado la principal razón para esa distancia estaba en la proximidad hacia los comunistas mantenida por Batista durante su primer gobierno. Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez, importantes miembros del Partido, habían sido ministros en ese gobierno; los sindicatos habían pasado bajo control del Partido Comunista más que con su consentimiento, con su apoyo abierto; y no era un secreto para el FBI que con el beneplácito, o al menos la indiferencia de Batista, el Partido había infiltrado en las instituciones armadas -la Policía, por sobre todo-, a un número no pequeño de sus pistoleros. Algunos incluso llegarían a ocupar posiciones claves en la inteligencia del régimen de facto en los cincuenta, como parece haber sido el caso del teniente coronel Blanco Rico, jefe del Servicio de Inteligencia Militar, asesinado por un comando del Directorio Estudiantil Universitario en 1956 (en México entonces, el propio Fidel Castro declaró a un periodista que no se justificaba su asesinato, dado que no era “un esbirro torturador”).
Por cierto, alguno que otro de esos pistoleros, como testimonió Newton Briones Montoto en una polémica en la revista Espacio Laical sobre la muerte de Jesús Menéndez, pasarían directamente en 1959 de la policía batistiana y sus órganos de inteligencia a la naciente Seguridad del Estado.
En realidad la relación cercana que Batista había mantenido con los comunistas en las postrimerías de los años 30, y durante su cuatrienio en los 40, no era lo más importante. Lo principal era que, como claramente se puede leer en el intercambio epistolar mencionado más arriba, en el Ejecutivo y la alta burocracia del Departamento de Estado daban por sentado que entre el creciente malestar popular ante el gobierno castrense, y las perturbaciones económicas que habrían de causar durante los próximos años los excedentes de azúcar producidos en la Zafra de 1951-52, sin salida en un mercado mundial y americano ya abarrotado de antes, la situación en Cuba terminaría por salirse de control. Avizoraban un nuevo período de inestabilidad política y social en Cuba, y como daban por hecho que no estaba en sus manos evitarlo, decidieron que era más razonable el mantener cierta distancia. Para que luego no pudiera acusárselos de haber sido demasiado cercanos al gobierno al que todos en Cuba, y Estados Unidos, culparían de esa situación.
Sacado de contexto, el hecho de que el régimen batistiano haya llevado adelante un cierto rearme de sus fuerzas armadas, a partir de 1954, cabría ser interpretado en el sentido de que en el fondo la relación entre ambos gobiernos no pudo haber sido tan mala. Sin embargo, un enfoque menos tendencioso no puede pasar por alto dos hechos.
Es cierto, entre 1952 y finales de 1957 los americanos se mantuvieron como los suministradores de armas en exclusiva al Ejército de Cuba. Pero no era, sin embargo, algo nuevo, ya que desde la Independencia las únicas armas importantes adquiridas por las autoridades oficiales de Cuba, fuera del mercado americano, habían sido 8 cañones franceses Schneider, de 65 mm durante el gobierno de José Miguel Gómez (durante la malograda expedición de Cayo Confites se habían comprado de manera no oficial algunas armas europeas, como subfusiles británicos Stein, que tras ser embargados pasaron al Ejército de Cuba)
Tampoco se puede obviar que ese rearme se llevó adelante en lo esencial a resultas del Tratado de Asistencia Militar Recíproca Cuba-Estados Unidos, firmado por el gobierno auténtico-republicano del depuesto Carlos Prío tres días antes del Golpe, el 7 de marzo de 1952 (en el momento del Golpe se discutía un “Plan de los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos de América para su Defensa Común”, engavetado el 14 de marzo por el Departamento de Estado, porque Washington no intentó revivirlo con el nuevo gobierno cubano). Y mucho menos se puede ignorar que el interés americano en dicho tratado no era el de fortalecer a la dictadura frente a su ciudadanía, en específico ante una supuesta amenaza interna comunista, inexistente entonces, sino poner al ejército cubano en capacidad de defender la Isla, y por tanto los accesos sureños de los Estados Unidos, en cooperación con sus propias fuerzas armadas, en caso de una guerra generalizada contra el bloque comunista.
Que ese era en realidad el interés americano en el por demás muy limitado rearme cubano lo demuestra la actitud asumida por el gobierno de los Estados Unidos en cuanto el régimen batistiano comenzó a usar esas armas para reprimir a la oposición. Actitud de la cual hablaremos más adelante, como el asunto central de este trabajo.
Es necesario explicar que Prío, consciente de la necesidad acabar de profesionalizar a unas instituciones armadas que no pasaban de gendarmes de republiqueta bananera, para así evitar futuros alzamientos de la tropa, promovió el tratado con los Estados Unidos, e incluso la participación cubana en Corea. El mandatario intentaba combinar de ese modo su política en la defensa a nivel planetario de los valores liberales desafiados por la Unión Soviética, China y sus satélites, con la defensa de esos mismos valores frente a las fuerzas internas nacionales, sobre todo a la tradición autoritaria militarista del 4 de septiembre de 1933.
Si Grau se había propuesto evitar futuros alzamientos militares al fortalecer a la Marina frente al Ejército y la Guardia Rural, una solución ideada por Antonio Guiteras durante el Gobierno de los Cien Días, y al reemplazar a los mandos policiales pro-batistianos con figuras provenientes de los grupos armados revolucionarios sobrevivientes de la lucha contra Machado primero, y luego contra Batista, Prío prefirió usar con el ejército cubano un método semejante al que en los noventa emplearían los gobiernos chilenos de la Concertación Democrática para hacer lo mismo con el pinochetista: convertirlo en una institución orgullosa de su especialización técnica en la defensa de las fronteras del país, y de los valores liberales a los que esa especialización está necesariamente relacionada.
Prío, en esencia, se proponía sustituir a los sargentos batistianos que no pasaban de bravucones municipales, por una oficialidad con una altísima preparación para la técnica y la guerra contemporánea, orgullosa de esa preparación y comprometida con el estado de derecho democrático al que sabían necesariamente unida su especialización. Cabe imaginar lo muy diferente que hubiera sido la historia de este país de haber conseguido Carlos Hevia, ganador sin duda de la elección presidencial de junio de 1952, llevar adelante esos planes.
Al hablar de la compleja relación entre Washington y Batista, no puede descartarse el que una de las razones que indujeron a algunos miembros del ejército a apoyar el Golpe, estuvo en la ya señalada intención de Prío de enviar un contingente de un batallón a Corea. Intención que hubiera podido hacerse realidad después de las elecciones de junio, y antes de que terminase el año. Sobre todo si tenemos en cuenta que el designado por la coalición en el gobierno para suceder a Prío era nada menos que su canciller, o sea, el hombre que por haber estado a cargo de organizar los detalles de esa futura participación cubana en Corea, difícilmente podría esperarse no estuviera por completo a favor de ella.
La mayoría de la tropa y los suboficiales eran conscientes de no pasar de bravucones en uniforme. Sabían a sus formaciones militares en capacidad de mantener el orden fronteras adentro, pero no de defenderlas ante un ejército profesional. Ante la posibilidad de verse envueltos en una guerra de verdad, era inevitable esperar que apoyaran cualquier opción que sacara del poder a quien quisiera enviarlos a una en las antípodas, y muy de verdad, como la de Corea.
Los americanos estaban conscientes de ese estado de ánimo en el Ejército, y de lo que en el mismo había calado la propaganda comunista en contra de la Guerra, así que he aquí otra probable razón para su actitud reticente ante el régimen castrense.
En definitiva, fuera lo que fuera, con Batista ya no habría batallón cubano en Corea, porque la precaria situación del Batistato lo obligaba a no arriesgarse en ninguna aventura que pudiera movilizar en su contra tanto a la ciudadanía, como al ejército. Esa “deserción”, por supuesto, los americanos nunca la verían con buenos ojos. Y mucho menos podía resultarles agradable la noticia de que los planes de contar con unas fuerzas armadas en Cuba con cierta capacidad de enfrentar a las fuerzas del Bloque Comunista, en una guerra contemporánea, se esfumaban porque en esencia los revoltosos sargentos de Batista habían decidido no permitir semejante avance, que los dejaría sin sus estatus de bravucones nacionales.
No obstante, tras más de un año de reservas, hacia 1954 el nuevo gobierno americano de Eisenhower comenzó a liberar el armamento que habría de venderse o cederse, como parte del Tratado de Asistencia Recíproca. Gracias al mismo Cuba adquirió fusiles (no hemos conseguido precisar si Springfield, o Garand), municiones para ellos, 15 bombarderos medios B-26, una veintena de cazas Mustangs para formar un escuadrón de persecución, radares y sonares para preparar a los barcos cubanos en la guerra antisubmarina, 8 reactores de entrenamiento T-33…
El proceso de entrega de estos últimos aviones es en sí una clara muestra más de que la relación, a más un año del golpe, no era lo que llamaríamos próxima. Los primeros T-33 arribaron a Cuba en junio de 1954, con la condición de que se pagara por todo el lote a continuación. Todavía en septiembre no se habían pagado, por lo que la fuerza aérea americana retuvo los restantes, y ordenó a su personal en la Isla que se hicieran cargo de los que ya estaban en ella. Mientras el Departamento de Estado enviaba una nota a las autoridades cubanas amenazando con desviar todo el lote, incluidos los que ya estaban en Cuba, hacia Perú, país al cual también se le había prometido suministrarle ese aparato. La administración batistiana se justificó en que debido a las elecciones próximas no se había podido disponer del dinero para el pago, e intento una prórroga de este, pero lo cierto es que los americanos no le entregaron ninguno de los aviones hasta pagar por todos.
Aunque en Cuba había barruntos de guerra civil desde mucho antes, no se declaró realmente hasta el levantamiento del 30 de noviembre de 1956, en Santiago de Cuba, y el posterior desembarco de la expedición del Granma. Ocasión, la del levantamiento, en la cual el régimen batistiano usó vuelos rasantes de los T-33 para aterrar a la población. No hubo entonces bombardeos ni ataques a tierra, no obstante.
Ante la situación bélica a la vista casi de sus costas, en la prensa americana llovieron las acusaciones a la administración Eisenhower de estar alimentando el conflicto con sus entregas de armas al régimen batistiano. A las cuales acusaciones de poco valía responder con la verdad, de que las entregas no eran para su uso en el conflicto interno, sino para garantizar la defensa común ante la amenaza soviética, porque a Batista, a diferencia de a Franco, no parecía haber manera humana de hacerle entender tal distinción (Franco, por ejemplo, nunca usó el armamento donado por los Estados Unidos en su guerra en el Sahara Español, lo que lo obligó a echar mano del obsoleto material recibido de la Alemania Nazi).
Se ha insistido en que los Estados Unidos comenzaron su Embargo de armas al ejército batistiano en marzo de 1958. Esto es un error. En realidad hay constancia de que al menos ya desde noviembre de 1957 el gobierno americano había impedido la adquisición de material bélico pactado desde antes. Por ejemplo, los 13 reactores F-80 Shooting Star prometidos desde 1956, para que Cuba sustituyera a los P-51 Mustang, de su escuadrón de persecución, y bombas y otros materiales necesarios a la FAEC (Fuerza Aérea del Ejército de Cuba) para sus ataques a tierra. Incluso al parecer un número indeterminado de tanques Sherman habrían sido retenidos por uno u otro motivo desde octubre.
Desde el comienzo de la guerra civil los frecuentes asesinatos extrajudiciales de opositores, muchos de ellos adolescentes, y los desplazamientos forzosos, y cruentos, de la población civil en la Sierra Maestra por el ejército batistiano, habían tenido amplia cobertura en los medios de los Estados Unidos, y en consecuencia le habían ganado a Batista la animadversión del público americano. Finalmente, ante la indignada reacción de la opinión pública americana por los ataques aéreos contra posiciones sublevadas dentro de la ciudad de Cienfuegos, durante la sublevación ocurrida allí el 5 de septiembre, y la posterior represión tras retomar el control las fuerzas batistianas, que dejó alrededor de 100 muertos, el gobierno americano decidió detener los envíos de manera temporal en noviembre. Al hacerse de manera tácita, y ambos gobiernos hacer como que no se daban por enterados, este corte preliminar no dejó evidencias documentales en la papelería desclasificada del Departamento de Estado, y mucho menos llegó a conocimiento de la prensa -solo hemos encontrado referencias en la transcripción de una posterior conversación telefónica que el periodista Herbert Matthews mantuvo con un alto funcionario del Departamento de Estado.
Dos meses después, en enero de 1958, por indicaciones desde Washington, el Embajador en La Habana Earl Smith le hizo saber a Batista que no se pondrían trabas a las gestiones de su gobierno para comprar armamento en los Estados Unidos, pero que su entrega dependería de la situación del país. Batista de inmediato restableció las garantías constitucionales.
Mas la situación en Cuba se volvió a deteriorar muy pronto, porque muchos no creían que con Batista en Palacio pudieran hacerse elecciones limpias, porque él no estaba dispuesto a simplemente hacerse a un lado, y porque en la oposición había algunos como Fidel Castro no dispuestos a aceptar ninguna solución que no los incluyera a ellos firmemente aferrados al poder. Por lo que en respuesta a la decisión de Batista del 12 de marzo de 1958, de volver a suspender las garantías constitucionales, el 14 el gobierno americano impidió la entrega de 1950 fusiles Garand semiautomáticos, ya pagados por Cuba. Cuatro días después, el 18, en nota secreta, Washington le hizo saber a La Habana que ya no permitiría ninguna otra entrega de armas americanas a su país mientras la situación continuara como hasta ese momento.
La suspensión de entregas de armas al gobierno batistiano fue acompañada por la incautación de un importante alijo que las fuerzas fidelistas guardaban en el condado de Brownsville, en Miami. Destinadas a equipar a quienes ocuparían las calles de La Habana el 9 de abril, como parte de la Huelga General convocada por el Movimiento 26 de julio para esa fecha.
Esta vez, a pesar del interés puesto en ello por la administración Eisenhower, no se consiguió conservar el secreto, y el 28 de marzo The New York Times informó de la reciente cancelación de un envío de fusiles al Ejército de Cuba. El 4 de abril el mismo periódico, en un extenso reportaje, informó que esa cancelación era parte de una decisión más general del gobierno americano de no vender más material de guerra al gobierno de Batista, mientras en Cuba persistiera la situación de guerra civil.
Mantener el secreto era importante porque al hacerse público el embargo se resquebrajaría la moral de las fuerzas armadas del gobierno de Batista, a la vez de que importantes fuerzas políticas y económicas que hasta un instante antes lo apoyaban, lo abandonarían. La administración Eisenhower, que no deseaba convertirse en el más determinante actor en el cambio político dentro de Cuba, intentó por ello mantener el asunto secreto. Filtraciones en el Congreso lo hicieron imposible, sin embargo.
Es cierto, ese paso, de imponer un embargo, fue dado por la presión de la opinión pública americana, indignada por el uso que los militares batistianos hacían del material de guerra de los Estados Unidos. Es indiscutible que esa animadversión del público americano a la larga hubiera impedido cualquier intento del Ejecutivo para mantener a Batista en el poder con el apoyo directo de los Estados Unidos, si esa hubiera sido su intención. Sin embargo, para ser justos, hay que admitir que no la era. No debe ignorarse que tanto la administración Truman, como a partir de enero de 1953 la Eisenhower, mucho antes de la reacción en la opinión pública de su país ante los crímenes del Batistato, mantuvieron ambas una relación de cercanía distante hacia el régimen batistiano, la cual si en algún momento pareció más amistosa se debió solo a la amistad personal que el Embajador Earl Smith estableció con el Dictador.
En cuanto a Batista, cabe afirmar que sobrestimó su capacidad de manipulador. Creyó que su juego de amenazar con acercarse a la URSS, como cuando gestionó la venta a Moscú de medio millón de toneladas de azúcar, en combinación con su esfuerzo propagandístico para presentar a sus opositores de comunistas, sobre todo a Fidel Castro, más temprano que tarde convencerían a los americanos de que él era su mejor opción en Cuba -ejemplo de esa intención manipuladora de Batista estuvo en nombrar un Buró de Represión Anticomunista (BRAC), que reprimió, torturó y mató a militantes de otras organizaciones, y muy raramente a algún que otro comunista.
En esta equívoca percepción de Batista fue determinante el Embajador Smith, quien nunca le transmitió al gobernante cubano los pedidos del Departamento de Estado, de que diese pasos concretos, con la misma urgencia con que desde Washington se exigían. Por ejemplo, al reunirse el 16 de marzo con el Secretario de Estado cubano, recargo las tintas en la justificación diplomática de que la suspensión de la venta de rifles tenía como causa el “intenso criticismo del Congreso y la prensa”, y no en la decisión en sí de no enviar un arma más mientras no hubiera una solución que, a esas alturas, solo podía venir de la salida de Batista, seguida por unas elecciones libres. Al presentar lo que no era más que un gesto elegante hacia alguien con quien no se quería romper por completo, como una disculpa entre compinches, permitió que en la matrera mentalidad del Dictador, en la cual era factible gobernar contra la opinión pública -algo sin embargo impensable en los Estados Unidos-, se formara la idea de que todo no pasaba más allá de una maniobra circunstancial, para acallar por unos días al público americano mientras miraba en otra dirección.
Sin duda el Departamento de Estado le pidió al Embajador transmitiera las reafirmaciones de amistad dadas por él en dicha conversación con el Secretario de Estado cubano. Solo que no con el calor con que casi seguramente cumplió con este encargo Earl Smith. Al hacerlo distorsionó el mensaje, y convirtió lo que solo se declaraba por diplomacia en lo fundamental del mensaje, mientras a su vez perdía fuerza el objetivo central de hacer entender a Batista la necesidad de su partida, y de la convocatoria a elecciones limpias.
Smith nunca le transmitió los mensajes a Batista con la urgencia que se emitían en Washington, y el Dictador, que se creía un camaján capaz de embelecar ya no a los americanos, sino a la mismísima Divina Providencia, decidió seguir como hasta entonces. En ello influyó también la derrota estrepitosa de la Huelga del 9 abril, solo unos días después, y la consecuente desarticulación de la guerrilla urbana.
Por lo pronto Batista tomó la decisión de lanzar una ofensiva contra las fuerzas de Fidel Castro en la Sierra Maestra. La cual habría de fracasar en gran medida por el pobre equipo que se le pudo suministrar a los nuevos batallones reclutados y preparados a la carrera, y por las carencias de recursos para ataques a tierra y bombardeos que, tras meses de suspensión, ya empezaba a sufrir la FAEC. Para que se tenga una idea: como reconoce en sus memorias de esa ofensiva el propio Fidel Castro, el batallón del ejército al mando del comandante Quevedo, cercado y destruido en el Jigüe, armado con fusiles de repetición Springfield y casi sin armas automáticas, tenía menor potencia de fuego que las fuerzas inferiores que lo atacaban desde mejores posiciones.
A posteriori de la derrota de la llamada Ofensiva de Verano, cuando Batista comprendió que los americanos ya no iban a echar atrás su decisión, a menos que él lograra propinar una contundente derrota a los alzados en las montañas -en las ciudades su control se mantenía indisputado tras la victoria de abril-, salió a comprar armamento en otros mercados: fusiles FAL en Bélgica, aviones Hawker Sea Fury en Gran Bretaña, tanquetas a Somoza y fusiles San Cristóbal y material para su aviación con Trujillo.
Mas luego de la derrota militar en la Sierra, tras ver que la decisión americana de suspender la venta de armas se mantenía por meses, señal que en Cuba todos interpretaron correctamente como un mensaje que Washington le enviaba al Dictador para que abandonase el poder, la moral de su ejército, de sus seguidores y aliados, andaba por el suelo. Lo cual en definitiva determinó la caída del régimen batistiano a solo ocho meses y medio de decretarse el embargo de armas.
Para entender la influencia de la decisión americana de implantar un embargo de armas en la meteórica caída del régimen batistiano, basta con considerar la situación de la guerra civil para cuando en Cuba se comenzó a hacer de conocimiento público esa medida; la cual no fue informada en la prensa cubana a resultas de la suspensión de las garantías dictada el 12 de marzo, y que conllevaba la censura de los medios: La guerrilla urbana, El Llano, acababa de sufrir una aplastante derrota de la que ya nunca se recuperaría, sobre todo en La Habana, ya que en Santiago, desde el asesinato de Frank País, el 30 de julio de 1957, el régimen había conseguido poco a poco recuperar el control; por su parte la guerrilla rural en Oriente estaba muy lejos de controlar por completo la misma Sierra Maestra, y por su número no sobrepasaba el medio millar de hombres, enfrentados por demás a un ejército de 30 000 hombres, que todavía mantenía cierta moral combativa, lejos aún de la actitud posterior pasiva adoptada en los meses finales de la guerra, de encerrarse en sus cuarteles independientemente del tamaño de las fuerzas que los atacaban (serían comunes para entonces las agrupaciones de tres y cinco veces más asediados que atacantes). Fuera de Oriente había un núcleo guerrillero en las montañas del Escambray, pero su situación era todavía más precaria que la del Oriental, y a diferencia de este mantenía una posición pasiva, la cual solo cambió con la llegada de Ernesto Guevara a Las Villas al final de la guerra (el minúsculo cuartel de Güinía de Miranda se mantuvo hasta fines de octubre, desafiante en medio de las montañas, sin que ninguno de los tres grupos que allí operaban se atreviera a ponerlo bajo asedio, y ni tan siquiera a hostigarlo).
A mediados de abril de 1958, para cuando el ciudadano común o el seguidor de filas supo la noticia del Embargo, la correlación de fuerzas era claramente favorable al régimen batistiano. Ergo, que solo ocho meses después este colapsara, solo se explica en el demoledor golpe que para el mismo significó la decisión americana de suspenderle la entrega de armas.
En primer lugar erosionó la moral de las fuerzas armadas batistianas, al interpretar sus integrantes correctamente que el vecino del cual dependía la economía cubana, el principal aliado del país, sin cuyo apoyo ningún gobierno republicano desde la Independencia había durado más de 127 días, se los retiraba. En segundo forzó a enviar al asalto de la Sierra Maestra a soldados que en esencia iban armados con fusiles de repetición de 1893 (el Springfield M 1903 era una copia con licencia del Máuser 1893 español), sin más apoyo artillero que un puñado de morteros, una batería de ridículos obuses de 75 mm, o el cañón de cinco pulgadas de una fragata de la Marina, y sobre todo con una muy limitada cobertura aérea (hacia el final de la guerra hay reportes de lanzamientos a manos de cargas de dinamita desde las bodegas de los bombarderos B-26).
La consiguiente derrota de la Ofensiva de Verano hundió todavía más la moral del régimen, sobre todo de sus fuerzas armadas. De hecho solo el efectivo control de las ciudades y del movimiento obrero por el régimen, además de la relativa bonanza económica, explican que ese colapso no se diera ya desde el verano. También debe tenerse en cuenta la intención de Fidel Castro de no hacer caer al régimen antes de haber desgastado, o poner bajo su control a todos los competidores del Llano, o del otro núcleo guerrillero que aun permanecían en la lucha. Y sobre todo: antes de tener tras de sí a un ejército capaz de controlar el país tras el fin del régimen batistiano, lo que explica su insistencia en mantener en la Sierra Maestra a un desproporcionado número de reclutas, en la Columna Uno.
Lo que nos dicen los hechos y su análisis racional es que en el rápido triunfo de las fuerzas rebeldes, a poco más de dos años del inicio de la guerra civil, sobre un régimen con cierta base popular, control sobre los sindicatos, y sobre todo con el apoyo de unas instituciones armadas temidas por la población, y con cierta eficacia represiva, como lo demostraron en la lucha contra la guerrilla urbana y contra otros focos guerrilleros, fue decisiva la actitud que el gobierno de los Estados Unidos adoptó hacia el régimen batistiano desde el mismo 10 de marzo de 1952, pero sobre todo tras el 14 de marzo de 1958. De no haberse impuesto el embargo a la entrega de armamentos a partir de esa fecha, el régimen batistiano probablemente hubiera terminado por caer, tarde o temprano, antes de la muerte de Batista, pero seguramente nunca en ocho meses, y los actores de su caída habrían sido otros.
Porque contra unas tropas a las cuales no les hubiesen carcomido la moral combativa las noticias del distanciamiento entre los americanos y su Jefe, y hubieran tenido a su disposición armamento suficiente para sacar a napalm, bombazos y cañonazos a los rebeldes de sus trincheras, estos solo habrían podido sobrevivir si hubieran abandonado la guerra de posiciones, y dispersándose en pequeños grupos volvieran a la de guerrillas. Tal entrega del territorio defendido hubiera tenido el mismo efecto sobre la moral de los dos bandos contendientes, lo que a la inversa, que tuvo el lograrlo conservar en la realidad histórica. Si retenerlo había quebrado la de las fuerzas gubernamentales y convertido a los barbudos de Castro en mito, lo contrario habría envalentonado al ejército y convertido a los rebeldes en alzados, “bandoleros”, siempre a la defensiva. En cuanto a Fidel Castro, incluso de haber sobrevivido, que ya sabemos tenía una habilidad especial para lograrlo, hubiera vuelto a ocupar la misma posición dentro la oposición que tenía en enero de 1957: uno más, entre muchos, y no precisamente el más brillante.
Acerca de la posible permanencia de Batista en el poder, es necesario recordar que ya había conseguido controlar una situación mucho más complicada en 1935, cuando derrotó a la amplísima gama de movimientos y fuerzas políticas mejor estructuradas, y con mayor experiencia combativa, que lo enfrentaban entonces. Pero entonces tenía el firme apoyo de los Estados Unidos, y de hecho su principal consejero era nada menos que el Embajador Jefferson Caffery.
En una historia alternativa, sin perder el apoyo de los Estados Unidos, y tras derrotar a Fidel Castro en la Ofensiva de Verano, Batista hubiera podido morir en el poder, como Franco, y aquel muchachón barbudo seguramente habría terminado por morir en Miami, en algún ajuste de cuentas entre grupos rivales del Exilio.
Otra fue la Historia, y en ello resultó decisiva la actitud de los Estados Unidos hacia el régimen surgido del 10 de marzo. Pero sobre todo una medida de embargo de armas tomada no en los últimos meses de ese régimen, sino una medida que lo acortó de tal manera que ya después de ella no hubo mucho más tiempo para el Batistato.