España contra los salvajes en Cuba

Todas las guerras civiles son terribles, pero en Cuba, los españoles (peninsulares y criollos) llegaron muy lejos y muy rápido. Ambos contendientes escalaron enseguida los peldaños del horror absoluto, y se lanzaron a una guerra de exterminio mutuo cuyas consecuencias se hacen sentir todavía. Las razones nunca han sido explicadas de manera aceptable. “Una guerra española contra los salvajes” se acerca a aquel conflicto desde una perspectiva totalmente inédita. No sólo porque los mitos fundadores de la nación cubana (sí es que existe todavía algo así) se presentan desde una perspectiva más humana, sino porque por primera vez se abordan temas hasta ahora ignorados por la historiografía tanto republicana como marxista. Con este texto (el primero de una serie), esperamos que esta necesaria revisión de la historia permita a los cubanos abordar los desafíos del siglo XXI desde una perspectiva menos teatral y más serena.
Si los cubanos quieren de verdad construir una nación propia y próspera en el futuro, no pueden seguir creyendo que la quema de Bayamo fue un acto heroico apoyado por toda la población, o que Carlos Manuel de Céspedes fue un hombre bueno inspirado por altos ideales; mucho menos, que una revuelta dirigida por mercenarios y aventureros era representativa del sentir de la población, particularmente del campesinado, o de los pequeños comerciantes peninsulares y cubanos que, día a día contribuían con su trabajo a la creación de la riqueza por la que la isla llegó a convertirse en la provincia más próspera de España. Quedan por escribir muchas cosas entre ellas el papel que jugaron en la importante fase del comienzo de la guerra, las personas de Manuel Quesada y Donato Mármol, hasta ahora minimizadas.
Parece una evidencia, pero no por eso hay que dejar de repetirlo sin descanso: en 1868 la sociedad no estaba dividida radicalmente entre los que querían la independencia y los que defendían la unidad de España. Y en cualquier caso, no hay que olvidar que la isla no era la propiedad exclusiva de los hijos del país, sino de todos los que allí había elegido domicilio y echado raíces. No podemos seguir conformándonos con un estrecho marco binario que, 118 años después de la ocupación norteamericana, ha mostrado sus límites e impide a los habitantes de la isla una interpretación menos teatral de la realidad en la que viven.
 
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