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En los Camilitos de Cubanacán, Santa Clara

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París, 30 de agosto de 2019.

Querida Ofelia:

Hace una semana me encontré en La Casa de la América Latina del Barrio Latino a una dama cubana que hacía mucho que no  veía. Me dio la noticia de que mi viejo y querido amigo Carlos Manuel Galindo había fallecido en Cuba. Inmediatamente me vinieron a la mente una gran cantidad de recuerdos de mi juventud.

En marzo de 1968, la compañera Asela de los Santos (no sé si sería muy santa), esposa de turno del Gallego Fernández, me envió con otros ocho jóvenes a la E.M.C.C. de Santa Clara, para hacer mis prácticas pedagógicas. Esa escuela militar era conocida como Los Camilitos de Cubanacán. Estaba situada sobre una colina, en la carretera central, más exactamente en el tramo que va de Santa Clara a Placetas, ocupando lo que fue el Club Campestre Cubanacán en la época pre-castrista.

Nos montaron en el tren conocido como El Lechero, muy similar a los que se ven en los filmes americanos sobre la Conquista del Oeste, sólo faltaba que los indios lo atacaran. Para recorrer los 200 y pico de kilómetros que separan a San Cristóbal de La Habana de la Ciudad de Marta Abreu, el tren demoró 22 horas. Fue algo impresionante. Había campesinos que subían a él con gallinas o guanajos amarrados con sogas por las patas, otros llevaban conejos o gallos en rústicas jaulas. Una señora subió con un cerdito de color gris. Los niños gritaban y saltaban sobre los bultos y cajas de cartón que ocupaban el pasillo. Como el baño estaba tupido, a una señora se le ocurrió poner a su niño a orinar por la ventanilla durante una de las numerosas paradas que hizo El Lechero, pero en ese momento arrancó y el orine se desplazó como lluvia benéfica sobre los que estaban sentados detrás, en los duros asientos de varillas de madera.

De la vetusta estación de trenes villaclareña, nos llevaron en un camión militar soviético al Comité Militar, que estaba situado en una casa que tenía pinta de haber pertenecido a una familia siquitrillada (así se denominaban en aquella época a las familias expoliadas por el régimen). Fue allí donde después de un papeleo, nos montaron en otro camión rumbo a Cubanacán. Ese día conocí a Carlos Manuel Galindo. Él nos acompañó al día siguiente al campamento de Siberia Arriba, en las lomas del Escambray, donde se encontraba la escuela en la etapa de trabajos voluntariamente obligatorios llamado La Escuela al Campo. Por suerte que faltaba sólo una semana de “heroico” trabajo.

Al llegar, nos presentaron al jefe de la unidad militar, director de la escuela, el cual era un “compañero” grande, grueso y de rostro achinado, al que le pusimos como nombrete Ichi, pues se parecía mucho a ese personaje de las películas de samurais japonesas que estaban de moda en aquellos años. Al capitán solo le faltaba el sable en la cintura para ser casi idéntico al actor nipón.

Aquella semana vio surgir efímeras historias de amor entre los jóvenes recién llegados de la capital (todos teníamos 17 ó 18 años) y las alumnas de un Instituto de Trinidad que estaban allí también en la Escuela al Campo.

Al regresar “heroicamente” a Cubanacán (en aquella época el adjetivo heroico era como el arroz blanco, pegaba con todo), tuvimos un pase de tres días. Yo tenía la suerte de tener familia en Santa Clara, Camajuaní y Caibarién, por lo que pude visitarlos, desplazándome de un pueblo a otro “pidiendo botella”. Además caí bien, pues el subdirector era el teniente Martínez, amigo de Conchita, una tía política mía. Él me trataba bien y me permitió muchas veces partir después de las clases entre semana en la “maricona” para quedarme en casa de mi tía Tana en Santa Clara y, regresar en la misma “maricona” al amanecer con los profesores civiles que venían de esa ciudad, en donde casi todos vivían.

Fui varios fines de semana de pase a Camajuaní. Me quedaba a dormir en  casa de mi abuela Aurelia y mi prima Aurelita en Leoncio Vidal esquina a Santa Teresa. Visitaba a mis queridos vecinos: Digna González, Buxeda y Teresita;   Elena Linares, Antonino, Luis y Omar, en la calle Raúl Torres; también a mis tíos y primas: Luga, Ramoncito y Celia Rosa Gómez; Biba, Villa y María Aurelia González, etc.

Me sentaba en el parque y recorría los lugares que había dejado atrás en febrero de 1959 cuando me había mudado hacia La Habana, pero todo había cambiado en sólo nueve años. En los cines Muñiz y Rotella proyectaban aburridas películas soviéticas o de la R.D.A. Las empolvadas vidrieras de las tiendas aparecían carteles de: “Cerrado por reformas”, ¿Qué reformas?, “Cerrado por reparaciones” ,¿Qué reparaciones? Las pocas que quedaban abiertas estaban vacías. Cuando preguntaba por personas o viejos amigos de infancia, las respuestas en muchos casos eran: “se fue en una lancha por Caibarién”, “se fue”, “está preso por contrarrevolución”, “lo fusilaron hace años”, “lo mandaron para las U.M.A.P.”, “lo mandaron para una granja”, “está esperando la salida” etc. Hasta Osvaldo mi dentista y García Prieto, mi médico, habían “dejado de existir”.

Ya las muchachas no se vestían primorosamente para ir al parque los domingos. Sólo entonces comprendí que el Camajuaní de mi infancia había dejado de existir, para dar paso a otro nuevo, que con los años se iría depauperando inexorablemente.

Los profesores de los Camilitos que vivían en otros pueblos como Placetas, Fomento, Remedios o Sancti Spiritus, tenían un albergue en Cubanacán e iban a sus casas, al igual que los alumnos, solo durante los fines de semanas. El transporte consistía en unos cómodos autobuses japoneses, marca Hino. Un gran lujo en aquellos momentos.

La “maricona” era un camión militar cerrado, con dos bancos de madera laterales, dos ventanillas y una puertecita por el fondo a la cual se subía por una rudimentaria escalera hecha con cabillas. Como se cogía por detrás, la imaginación criolla la bautizó como “la maricona”.

Tengo que reconocer que el claustro de profesores estaba compuesto por personas de gran maestría pedagógica, habían sido formados en la Cuba pre-castrista en la Universidad de Santa Clara y en la Escuela Normal de Maestros de esa misma ciudad. Eran personas educadas y cultas.

Entre ellos estaban como profesor de español Alomá (era de Trinidad) y Carlos Manuel, de historia Margarita (cuyos ojos verdes eran espléndidos), de geografía Rosita y Edelsa Galindo, etc.

Edelsa y Carlos Manuel Galindo formaban una pareja símbolo de carácter elegante y distinción, a pesar del uniforme de milicianos que debían gastar todos los profesores civiles. Eran personas cultísimas y educadísimas, verdaderos burgueses criollos. Como yo fui ubicado en geografía, trabé una gran amistad con Edelsa, la que se convirtió prácticamente en mi madrina pedagógica. Sin embargo su esposo insistió muchas veces para que yo pasara a trabajar con él en español. Me parece que era debido a nuestras conversaciones sobre literatura y a que yo me ponía a leer por las noches, los grandes clásicos de la literatura europea, sentado en la terraza que daba a la cancha de tenis, mientras mis colegas jóvenes veían la pelota por la tele o la escuchaban por la radio.

Se creó una gran corriente de simpatía entre el matrimonio Galindo y yo durante aquel período de mi juventud.

Nalmy, era una profesora de geografía, secretaria del núcleo del Partido Comunista, por lo cual a pesar de su fragilidad física, su carita de perrita pequinesa y su cuerpo diminuto, era la gran eminencia gris de la escuela.

A Ichi le gustaba pararse a la entrada del comedor a observar cómo entraban los alumnos. Debo reconocer que tenía un gran instinto paterno. Su secretario era un simpático recluta de apellido Milton, al que hacía escribir en el menú de los viernes (ese era el día en que nos daban una malta por cabeza en el almuerzo), Tivolí vitaminado, en lugar de malta. No sé por qué. Cuando visité el Parque de Tívolí en Copenhague me acordé de Ichi y de Milton.

A los pocos meses, Ichi se retiró y fue sustituido por un teniente llamado Hernán Palacios, ese “compañero” era gambao, por lo cual parecía que se había acabado de bajar del caballo, además como no tenía nalgas, era planchao, se pasaba la vida subiéndose los pantalones que se le caían bajo el peso del grueso cinturón con la pistola y los cargadores de balas. Caminaba con la mano izquierda metida dentro de la portañuela, que se introducía por arriba del cinturón. Me parecía que se estuviera rascando en permanencia sus órganos genitales. Pues bien, este “compañero” resultó muy autoritario y daba órdenes y más órdenes, prohibía y publicaba tantas prohibiciones inútiles, que después mandaba a poner en los numerosos murales.

Recordando a nuestra anterior unidad militar 2868, le pusimos al asta de la bandera el hijueputómetro, el cual marcaba la intensidad de las hijueputadas de las órdenes y prohibiciones del “compañero” Hernán Palacios. Pero Milton tuvo una idea genial: a cada prohibición escrita por él a máquina, ponía al pie de la hoja a la derecha, sólo las iniciales H.P., lo que en buen cubano significa hijo de puta, pero Hernán Palacios ingenuamente firmaba sin percatarse del choteo.

En Cubanacán surgieron historias de amor entre los jóvenes llegados de la capital y muchachas que estaban allí en períodos de prácticas docentes, procedentes del Instituto Pedagógico de Santa Clara. Esas historias de amor llegaron a convertirse en bodas en algunos casos como la de Albertico y Luisa o la de Valderrama y Margarita. Hubo tres bodas. En noviembre de 1969, regresamos sólo seis a San Cristóbal de La Habana. Los tres recién casados pasaron a trabajar con sus esposas, también profesoras, a la nueva escuela de Camilitos, situada frente a la Universidad Central, en la carretera entre Santa Clara y Camajuaní.

En aquella escuela militar conocí a dos muchachas: María Agustina Lorenzo y María Teresa Brito, ambas eran bellas y estaban llenas de encanto femenino. Como estábamos en 1968, aún los jóvenes no eran “el hombre nuevo”. Esas dos muchachas habían sido educadas por sus padres con los valores de la sociedad pre-revolucionaria. Por las noches nos íbamos a una salita de descanso que tenía grandes ventanales, desde donde se dominaba un bello paisaje sobre el Domo de Cubanacán, para escuchar al programa Nocturno, con aquellas lindas canciones que hogaño forman parte de nuestro patrimonio sentimental. Ellas dos y la pareja de los Galindo son mis mejores recuerdos de Cubanacán. ¿Dónde estarán ahora María Agustina y María Teresa? ¡Cómo me gustaría ponerme en contacto con ellas!

Algunas tardes, cuando el teniente Martínez me daba pase para ir a la ciudad, iba una de ellas conmigo, íbamos al cine Glorys, paseábamos por el parque y tomábamos helados en el Coppelia. Regresábamos a Cubanacán a las diez de la noche en la “maricona”.

El 21 de febrero de 1969, fui solo a Santa Clara y como se me fue “la maricona” que partía a las diez en punto de la noche del Parque Vidal, tuve que correr a la Terminal de Ómnibus. Logré tomar un autobús que iba para Placetas. Al bajar en la puerta de Cubanacán, caí a la cuneta y la rueda delantera del ómnibus me cogió el pie izquierdo de refilón, raspando la bota y arrancándome el tacón. Ese día mi Ángel de la Guarda estaba muy cerca de mí. Sólo tuve un gran hematoma, pero pude haber perdido el pie. Me llevaron en un camión de vuelta a Santa Clara al hospital y al amanecer de nuevo a Cubanacán. ¡Ese día cumplía 20 años!

Galindo tuvo la idea de organizar un curso de cultura general para los oficiales de la escuela, entre ellos el “compañero” H.P. Yo fui nombrado para darles clases de geografía. Recuerdo perfectamente cuando expliqué la forma de la tierra, la fuerza de gravedad, etc., o sea, lo mínimo indispensable para comenzar. El “compañero” H.P. me dijo que no me creía, que la tierra era plana, que eso de que era redonda era una invención de los imperialistas yankees. Mi asombro fue enorme, pues ese H.P. era nada menos que el director de la escuela.

Cuando me tocaba ser jefe de la guardia durante un fin de semana, por la tarde me iba a bañar a la pequeña represa del riachuelo que abastecía al campamento. Tenía que pasar entre las antiguas plataformas abandonadas de lanzamiento de cohetes. Cubanacán antes de ser la EMCC, había pasado a ser de Club Campestre a base militar soviética.

Los alumnos provenían de Santa Clara y de los pueblos de los alrededores, eran unos 700, entre ellos había hijos de mártires de la revolución, de miembros del Partido Comunista o de simples gentes que veían esa escuela como una forma de que sus hijos subieran en la nueva escala social establecida por el régimen. Algunos chicos los lunes me ofrecían: mangos, guayabas, incluso sinsontes y azulejos, que me habían traído desde sus pueblitos o campos de regalo.

Se impartían clases desde el séptimo hasta el duodécimo grado. De allí los chicos continuaban hacia las escuelas de cadetes como el ITM situado en la ex antigua y reputada Escuela de Belén de San Cristóbal de La Habana.

El 17 de noviembre de 1969 partí de Cubanacán en un camión hacia el Comité Militar, ubicado en la misma casa del año anterior. Allí me dieron la desmovilización de las «gloriosas y heroicas» Fuerzas Armadas Revolucionarias. Nos propusieron que nos presentáramos en el MINFAR de la Plaza de la Revolución (la que fue Cívica antes de ser revolucionaria, cuando Cuba era Libre), a ver de nuevo a la “compañera” Asela de los Santos. Así lo hicimos tres de nosotros. La “compañera” nos propuso un puesto en los Camilitos de Baracoa (playa al oeste de San Cristóbal de La Habana). Aceptamos la proposición y… allí trabajé durante tres años. Pero ésa es otra historia, que quizás  cuente algún día.

Nunca más vi ni tuve noticias de Carlos Manuel, Edelsa, María Agustina, María Teresa, Alomá, Rosita, Milton, Martínez y Margarita, de los cuales conservo agradables recuerdos en mi mente. Tampoco supe nada más de Ichi, H.P. y Nalmy, pero a ellos no los he logrado borrar de mi mente.

Te pido por favor, que si te es posible, pongas hoy unas flores en mi nombre sobre la sepultura de mis padres en el Cementerio de Camajuaní. Basta que recortes algunas flores de las que tienes en tu patio y se las lleves.

Te quiere siempre,

Félix José Hernández.

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