El último traidor

Sitial histórico a Juan Fajardo Vega el último mambí en el Cacahual a los 25 años de su muerte. foto: Ismael Batista
Juan Fajardo Vega vivió orgulloso por ser armero. Me lo confesó una mañana cuando rebasaba los 107 años de edad, según decía. Su nombre estaba en el Registro de los miembros del Ejército Libertador, firmado por el Mayor General Carlos Roloff. Era el único sobreviviente de las contiendas libertarias contra la metrópolis española.
Iniciar el diálogo no resultó cómodo; parecía distante, atrapado en el laberinto del tiempo. Entonces yo era Mayor, corresponsal de la Revista Verde Olivo en el Ejército Oriental. Se me ocurrió decirle que un oficial de las FAR se le subordinaba en el acto. Sonrió y seguidamente compartió vivencias.
Inicialmente deseaba ser soldado de caballería, por eso no se sintió a gusto cuando lo asignaron a un grupo de reparadores de armas. Tuvo que aceptar. Fue la única forma de quedarse en la manigua. Descubrieron que no llegaba a los 15 años que declaró al llegar al campamento. «Luego aprendí a querer el oficio», dijo.
Narró que con perseverancia adquirió destreza y conocimientos. Reparó viejas tercerolas, escopetas de caza, revólveres de varios tipos y fusiles de las marcas Maúser, Remington y Winchester. Colocó sólidos mangos y guardas en los machetes.
Y se aferró a un principio: hacer todo lo posible por recuperar el armamento que llegaba en mal estado.
«Imagínate, muchos de los fusiles y las balas se las quitábamos a los españoles en la pelea», explicó.
A continuación habló sobre los jefes mambises. Idolatraba a Antonio Maceo, aunque compartió instantes más cercanos con el General Saturnino Lora. Aseveró haber conocido al Coronel Cebreco. Los recordaba bravos y pícaros, batiéndose siempre en desventaja en cuanto a hombres y armas. Pero conocían el monte, las cañadas y los trillos como las palmas de sus manos. Atacaban cuando no lo esperaban. Los tiros estaban regulados porque nunca abundaban; el machete hacía el mayor trabajo. Se retiraban tan rápido como habían aparecido. Los españoles no sabían qué hacer.
Recordó que años después, en la época de la República Neocolonial, sin compromiso con los partidos de entonces, se fue al monte otra vez. Enseguida buscó un puesto en una armería y dejó como nuevos varios Remington que habían permanecido ocultos. Desdichadamente no se produjo el reinicio de la verdadera lucha.
No nos vimos más. El 2 de agosto de 1990 falleció aquel hombre sencillo, quien a los 70 años de edad también colaboró con los integrantes de un taller de campaña del Ejército Rebelde, en el III Frente Mario Muñoz Monroy lo enterraron en el Cacahual, cerca de la tumba del Mayor General Antonio Maceo.
El día durante el que conversamos, al despedirnos, aseveró que conservaba cerca un machete. Sostenía la consigna de aquellas jornadas heroicas: «Cuando peleas, al enemigo hay que hacerle daño con todo lo que tengas a mano».

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