El cronista de Indias don Bernal Díaz del Castillo lo dejó anotado por su formidable y minuciosa crónica: «No pudimos pararnos a ver si Alvarado saltaba poco o mucho, pues osaz teníamos con pelear y salvar nuestras vidas..» Asunto que ocurría por aquella Nueva España donde un Cortés de conquista trajinaba a contrapelo de envidias y rencores que emanaban y llegaban como oleadas desde la isla de Cuba, donde su gobernador, un Diego de Velázquez, nunca perdonaría al extremeño el haber logrado mucho más brillo y riqueza, mucho más renombre y poder que todo el que él pudiera alcanzar en toda su vida. Sumado esto temor y envidia a la premonición que tenía Velázquez de una desdicha futura, porque luego, con los años, un pintor, un hombre de pincel y corte, lo oscurecería aún más en el futuro por causa de llevar ambos el mismo apellido
Con las manos atadas a la espalda, saltar el brocal de un pozo hacia delante, y después hacia detrás, era algo que con alguna frecuencia hacía aquel formidable extremeño Alvarado, que a gala tuvo de disponer de la silla de montar mejor aderezada de cuantas hubieron por el Nuevo Mundo. Y allá por tierras de Cuzcatlán, ayudado de indios Mexicas en su camino de conquista hacia el sur cumpliendo órdenes de su paisano Cortés, puso en cierta ocasión en apuesta aquella su singular silla, que tanto despertaba la envidia de sus compañeros de expedición, e incluso de los nativos que no perdían ocasión de tocarla y maravillarse de los ricos abalorios de plata y fino cuero de su confección.
Los indios Pipiles de tierras muy al sur del virreinato de La Nueva España, acogieron de un modo amistoso a aquellos parientes suyos mexicas, que desde el norte venían en la compañía de aquellos extraños hombres blancos. Porque, incluso, les llegó a producir alegría a los Pipiles la novedad de que podían entenderse en su hablar, casi a la perfección, con aquellos otros indios mexicas norteños que, como los propios Pipiles, se expresaban en la común lengua Nahualt hablada por muchas de aquellas naciones indias. Y tanta alegría le dio el hecho de la comunicación o entendimiento, que los mexicas denominaron como Pipiles (niños, gentes felices), a aquellos indios sureños.
Tao, hijo de aquel cacique de nombre Caumichín, fue el que aceptó el reto de Alvarado, y de ganarle en el salto al barbudo recién llegado aquella rica silla de montar que el extremeño puso en juego, porque el indiano se sentía fuerte y ágil como el soplo del huracán, y muy capacitado para vencer al maduro Alvarado, maltrecho por las cien heridas de guerra recibidas en aquella conquista norteña de sangre, sudor y privaciones, al tiempo que el nativo pensaba con su victoria alcanzar mayor respeto de los llegados hacia aquella república de vida de los Pipiles de paz, establecidos por el cacicazgo del Cuzcatlán.
Aunque por crónica alguna hemos podido encontrar el nombre del caballo que montaba en aquellas jornadas el conquistador Alvarado, estuvo bastante generalizado en los dichos populares, que bajo las piernas de aquellos esforzados hombres, excelentes equinos fueron los que los sirvieron de tal manera, que al parecer experimentaron idénticas sensaciones que sus jinetes, volviéndose mucho más orgullosos y amante de lucirse por aquellas tierras, que cuando cabalgaban por los páramos castellanos o extremeños.
Dice la crónica que el conquistador Alvarado, noche de la espera del salto, la pasó en abundancia del aguardiente en la compañía de una joven pipil, de nombre Minchi, que supo de la pasión del extremeño. Y que ya, por siempre, desde aquella noche que cohabitó con el barbudo, no pario nada más que gente de la piel clara, aunque copulara con otros pipiles, puesto que aquel fue su castigo de los duendes por su entrega voluntaria y gustosa al barbudo, que la alejó para siempre de su pueblo.
El indiano Tao saltó limpiamente, y lo hizo hacia delante, y después hacia detrás, dejando las últimas piedras del brocal del pozo, a mucho más de una vara de sus curtidos píes, avezados al camino y a la selva. Y aunque el formidable Alvarado capaz fue de dar el salto hacia adelante, cuando se dispuso a realizarlo hacia atrás, sus piernas tropezaron con el brocal del pozo, estando en peligro hasta de caer en lo hondo del mismo, en donde probablemente y debido al aguardiente bebido, a lo peor mal hubiese acabado tan singular hombre.
Más allá de lo que apostado estaba, Alvarado llegó no solo a entregar a Tao aquella formidable silla de montar, sino que el caballo negro y altivo con el que galopó por muchos lugares de aquellas preciosas tierras de la Nueva España, también se lo entregó al pipil, que lo recibió ante el clamor y la alegría de todos los suyos.
Desde aquel día, el formidable Alvarado continuó su cabalgada hacia las tierras sureñas, a lomos de una yegua color canela llamada «Colorada», cuya grupa altiva, con facilidad se divisaba entre otras de su raza. Y cuenta la crónica que en aquella jornada de ir en auxilio del Gobernador Oñate, el formidable Alvarado en la refriega de la lucha cayó de su montura. Y fueron muchos los testigos que fe dieron de que de una manera brutal y despiadada, aquella yegua “Colorada” coceó sin misericordia a su jinete, en un comportamiento inusual de un animal avezado a la lucha y a la compañía de los hombres.
En Flores, por la hermosa y sin par Guatemala, queda anotado en la crónica popular lo dicho por un paisano del propio conquistador Alvarado, de que todo obediencia tuvo a que la yegua «Colorada» no hizo más que cumplir el juramento de venganza que le dio al caballo negro, que en humillación se vio cuando su jinete lo apartó de su yegua y se lo regaló al indiano Tao, pasando de conquistador a conquistado.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.
El salto de Alvarado
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