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El Real origen de la Modernidad Cubana

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Del autor

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José Gabriel Barrenechea.
En su grueso pero imprescindible libro, por cierto muy mal traducido para esta edición cubana, LAPJ se concentra primeramente en el proceso por el cual nuestros ancestros cubanos adoptaron el mercado, el consumismo americano, los valores del trabajo duro, como formas de vida con que buscar distinguirse de lo español. A partir de aquí, en el que es de manera evidente el objetivo final de la extensa obra, explica el complejo proceso que llevaría a la explosión de nacionalismo de 1959; precisamente como consecuencia de las incongruencias que arrastraba a la larga esa adopción de lo americano como nuestro paradigma de modernidad:
Cuba, una diminuta economía fuertemente ligada a la enorme de los EE.UU., como su suministrador de un producto semielaborado, el azúcar crudo, nunca podría llegar a los niveles de consumo de la nación que se le presentaba como su modelo consumista de lo moderno, lo cual acabaría por elevar el nivel de insatisfacción individual hasta niveles de ingobernabilidad nacional.
Debe de admitirse que su historia está bien contada, aunque también que no está muy bien argumentada: Por ejemplo, sus citas han sido escogidas de una manera harto interesada, al punto de que algunas, con las cuales intenta sustentar su idea sobre las características singulares del proceso de la evolución insular en cierta etapa, corresponden a un periodo o muy anterior, o claramente posterior. En general puede afirmarse que un número nada despreciable de sus citas resultan sutilmente descontextualizadas, y además en no pocas se nota ese error propio del no cubano de no tener en cuenta la tendencia a la elipsis, a la exageración, tan propia del pensamiento insular.
La historia de LAPJ es sin embargo una visión parcial de un americano de ascendencia cubana que ve a Cuba y su evolución histórica solo desde los EE.UU. Así, aunque frecuentemente refiere que nuestra idea de lo moderno no solo procede de raíces americanas, sin embargo estas declaraciones encuentran poco sustento en el cuerpo de ideas que constituyen su obra, con lo que tales declaraciones quedan solo en una especie de disculpa que no encuentra asiento real en la misma. Una parcialidad de trascendental importancia si recordamos que el objetivo del autor es precisamente explicar la Revolución de 1959 a partir de los tratos de los cubanos con la idea de la modernidad.
Un hecho tan inusitado como la explosión nacionalista cubana del cambio de década de los cincuenta a los sesenta no se explica solo a partir de las incongruencias del modelo foráneo de desarrollo adoptado. La insatisfacción individual del que no consigue consumir lo que la propaganda le enseña es lo aconsejable, si es que quiere ser alguien en ese modelo consumista, en la generalidad de los casos solo lleva al surgimiento de subculturas marginales del barrio, del gueto, y en el más organizado de los casos a olas de saqueos, rara vez a explosiones nacionalistas. No nos engañemos, incongruencias con modelos foráneos adoptados han ocurrido siempre en todas partes, pero rara vez han llegado a dar lugar a esa tendencia muy cubana a la quijotada de que una nación minúscula desafíe a un superpoder global, lo cual no solo ocurrirá en 1959, sino también algo antes, en 1933.
Un hecho así solo puede explicarse en la existencia anterior al modelo americano de modernidad de una o varias poderosas tradiciones nacionales, sobre todo de alguna tradición modernizadora, que siempre haya ejercido una eficiente resistencia a la influencia americana. O sea, que contrario a lo que suele afirmarse por la historiografía oficial interesada en ningunear a las élites habaneras de fines del siglo XVIII y principios del diecinueve, discurso sobre el que se monta tan alegremente el de LAPJ, lo esencial cubano no se forma en el periodo que Martí llama de Tregua Fecunda, cuando aprendimos a jugar pelota. El impulso de la cubanidad nace muchísimo antes, por el mismo tiempo en que un grupo de abogados de los intereses inmobiliarios americanos se encuentran reunidos en Filadelfia para imponer una Constitución que garantice el cobro de lo que el pueblo le debe a esos intereses.
Es cierto que en la segunda mitad del diecinueve en Cuba, en un proceso auto impuesto que nos llevó a preferir los frijoles negros a los garbanzos, determinados estratos de la sociedad cubana adoptaron los valores americanos de trabajo duro, del mercado y el consumismo, como los valores imprescindibles que le faltaban a nuestra nacionalidad para distinguirse de la española. Pero de ahí a plantear como LAPJ que esos valores fueron adoptados por lo más significativo de la sociedad, existe un gran trecho, que repetimos, el autor no logra superar con sus abundantes pero sospechosas citas.
Dejémoslo muy claro: La idea de la modernidad cubana ante la medievalidad de España no nace, sin embargo, de nuestros contactos con los EE.UU. Esta idea, sino de ella misma, es en todo caso el resultado de la actividad y relaciones de la élite habanera en las postrimerías del siglo XVIII e inicios del diecinueve. En primer lugar, y por lo tanto paradójicamente, de las relaciones de esa élite con lo más avanzado de la monarquía de Carlos III, a la que tanto debería. Fue a través de esas relaciones que en La Habana se introdujo el pensamiento ilustrado de origen francés, recalentado antes entre los allegados afrancesados de Carlos III. De hecho es de las experiencias que ven sufrir a esos afrancesados, en parte, y de la experiencia de la propia élite habanera en las relaciones que mantiene con el resto de España, la de sotana y pandereta, que procede la idea distinta de nuestros tatarabuelos sobre la Medievalidad incorregible de la Metrópoli.
La preservación posterior de este foco habanero de ilustración dentro del Imperio Español tuvo que ver con el pragmatismo que aquí se originó antes de tener contactos significativos con los EE.UU. en los noventa del dieciocho. Un pragmatismo que procedía de la muy práctica vida anterior en la Factoría, y con el que se embebió desde un principio nuestro sentido de lo moderno. Y fue ese pragmatismo el que le permitió a la élite habanera la suficiente flexibilidad mental para pactar con Carlos IV y Fernando VII, y así convertirse con sus capitales obtenidos del azúcar, el café, y de la quema de bosques y el tráfico humano, porque no decirlo, en el verdadero poder tras el trono absolutista imperial español.
Es incuestionable que la idea de la modernidad liberal y pragmática nació en Cuba algo antes de que la influencia americana resultara todo lo significativa que después llegó a ser. No es por lo tanto una imposición ni un préstamo americano, sino un producto autóctono. Puede decirse más bien que el surgimiento de esa idea en ambos países sigue procesos paralelos, parecidos, en que el pragmatismo que luego coloreara al pensamiento ilustrado que llega de Europa se origina en las condiciones de vida de los años en que las colonias son solo sitios para la extracción de recursos. Condiciones de vida en que el europeo (no solo el africano) se descubre aculturado en las nuevas tierras, y en que al faltar el sustento de las tradiciones milenarias que lo amparaban en el Viejo Mundo debe necesariamente echar mano de su razón práctica para organizar su interacción con el nuevo medio natural, y sobre todo su convivencia con los demás aculturados.
Tampoco debe de exagerarse la influencia inglesa en la tendencia cubana al liberalismo, que ni sesenta años de estatismo castrista han logrado hacer desaparecer: Desde mucho antes que los ingleses ocuparan La Habana, en Cuba se comerciaba más que con la Metrópoli con cualquiera que pasara en su barco por nuestras costas: inglés, hugonote, calvinista, y hasta con el mismo Lutero si hubiera tenido a bien armar un barco y dedicarse al comercio de rescate con los muy prácticos hijos de esta Isla (aquí hasta los curas comerciaban con los herejes). La aspiración a comerciar libremente no nos la inocularon los Hijos de Albión, en todo caso lo que sucedió fue que esa ocupación provocó un cambio radical en la actitud que los borbones españoles habían asumido hacia el comercio isleño, y con ello habría de desatarse el proceso que nos llevaría a definirnos por sobre todo como modernos; décadas antes que nuestra interacción con los EE.UU. se hiciera todo lo profunda que luego fue.
Es bueno entender que la élite habanera ascenderá a la gloria dentro del moribundo Imperio Español gracias a su localización geográfica: En aquellos tiempos de navegación a vela su puerto, y la Isla toda, eran la cabeza de playa ideal de este lado del Atlántico. No solo se podía controlar desde aquí el acceso desde Europa a Las Españas americanas, sino incluso al interior de la masa continental norteamericana, a través del Mississippi. A la comprensión de esto por un monarca borbón, y su círculo, Carlos III y sus Floridablanca, Aranda…, decididos a reinstaurar la gloria del Imperio, cabe achacarse el impulso que luego se encargaría de acelerar la Revolución Francesa, primero al aislar a la Isla de España ya en los 1790, y sobre todo al provocar la revuelta de Haití, que habría de dejar en cenizas a la gran productora de azúcar y café de la época.
Sin lugar a dudas la élite habanera es nuestro primer estamento moderno, y el que originará ese principio y tradición centralísima de la cubanidad: el deseo de ser modernos, de estar en la última. Y la influencia para ese principio no viene de Norteamérica, sino sobre todo de Francia a través de Carlos III. Alguien a quien los cubanos deberíamos volver a levantarle, con todo y lo feo que era, un monumento en lugar central de la ciudad de La Habana, bien de cara a la mar.
No obstante debe de señalarse que frente a gobiernos empeñados en reescribir nuestra historia nuestro pueblo, con su raro olfato, ha sabido adoptar una postura digna de encomio: La avenida Salvador Allende (digno de respetuosa memoria él también, aunque en otra parte) es aún Calzada de Carlos III para unos habaneros que presienten lo que le deben al Rey Narizón.
 
A posteriori de la muerte de Don Carlos, la élite habanera, que en muchos sentidos actúa como un grupo plenamente consciente de sus intereses, pronto supera al estatismo ilustrado matritense y llega hasta a obtener dos importantes victorias: El libre comercio en la práctica, desde los 1790, y el derecho a quemar en los fogones de sus ingenios los valiosísimos bosques de la Isla (todo un disparate a la luz de hoy, no a la de entonces). Esto último a través de una serie de victorias parciales sobre nada menos que la poderosísima Real Armada, en los tiempos en que ella era todavía el principal cuidado de la dirección del decadente Imperio.
Libre comercio y derecho a hacer desaparecer ese baluarte de lo oscuro, lo mágico, lo atrasado: El bosque, donde los niños y hasta los hombres solían desaparecer de manera misteriosa. Dos signos de la Modernidad ilustrada, muy anteriores a los tiempos en que a los cubanitos les diera por irse a estudiar a los EE.UU.
He aquí, en esa clase que pronto lucha por ilustrarse, que no tarda en viajar, a EE.UU., es cierto, pero más que nada a España, a Francia, a Inglaterra, a Italia (la Italia de las luchas románticas por la Libertad y la Unidad nacional)… la primera clase cubana que conscientemente se ve distinta de lo español.
Si LAPJ hubiese leído lo escrito por los principales intelectuales y líderes de opinión de la élite habanera habría comprobado que aunque no tienen el mismo criterio deplorable de Norteamérica que de Suramérica, su visión de ella es la de una nación de zafios. No olvidemos que hablamos de unos EE.UU. en que los participantes a la fiesta de ascensión presidencial de Andrew Jackson se comportaron de una manera que avergonzaría a muchos negros nuestros en un día de fiesta (“¡Jesús, que gente más chusma su mercé!”, le habría comentado a Don Arango y Parreño la negrita encargada de la limpieza de la casa, al ver por RT en el televisor de su amo las “hazañas” de los blanquísimos y rubios ancestros de Donald Trump; a lo que habría respondido Don Arango: “Un país de mierda, mi hijita”).
Porque para estos primeros modernos cubanos no es la nación del norte un modelo de modernidad, sino en todo caso Inglaterra (como para casi todo español inteligente).
Es en nuestra relación con el despotismo ilustrado de Carlos III, y la tendencia pragmática que nos dejó la Factoría,  donde deben de buscarse los inicios y primeros pasos de la tendencia a la Modernidad en Cuba. Tendencia que coloreará ese modernismo cubano, hasta el punto de situar a una tradición modernista plenamente cubana, de orígenes y esencias no americanas, en constante contraste con los EE.UU., y con aquella otra tradición que admitimos sí nace del proceso descrito por LAPJ (en la cual Martí es figura clave, por cierto, aunque LAPJ no se atreve a admitirlo).
En fin, la Revolución de 1959 (pero no la del 33) se explica en cierta medida en las incongruencias que arrastraba a la larga la adopción de lo americano como el paradigma de modernidad, pero también en que esa adopción nunca fue más que parcial y en gran medida superficial, debido a que esa idea de modernidad venía a superponerse a una más antigua, y de más arraigo en consecuencia. Pero sobre todo a que la nueva idea de modernidad estaba irreductiblemente ligada a una poderosísima nación vecina con la que la primera tradición modernista cubana nunca ha logrado estar a bien: Cuestión de sobrevivencia, se entiende, y todos sabemos lo aficionadas a la perennidad que suelen resultar las tradiciones.

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