El precio de la libertad

Por: Lucas de la Cal, para El Mundo
Hace un par de semanas, en un piso del centro de Valladolid, la chica que acogió a Fernando le dijo que su historia podría servir de guión para una película de aventuras como la que protagonizó Phileas Fogg. El personaje de Julio Verne recorrió el mundo en 80 días por una apuesta. El cubano Fernando Soria Montero ha hecho 8.860 kilómetros en 397 días por esa necesidad impuesta al refugiado: huir del país de origen porque ya no puede vivir en él. En su viaje no ha usado barcos ni elefantes. Dos aviones, tres autobuses y sus pies congelados para andar 1.200 kilómetros le han bastado para arribar a España. Detrás carga con una mochila llena de heridas por las palizas de la policía de Centroeuropa y los cortes de las concertinas de las tres fronteras que ha cruzado a pie.
«Estoy estresado, no puedo dormir por las noches por las pesadillas y sigo con el cuerpo entumecido. En su día tuve tanto miedo que hasta lo perdí. Pero ahora temo pedir el asilo en España por si me deportan a mi país», cuenta hoy Fernando desde Madrid, donde unos amigos que pertenecen a una red de acogida de refugiados le han alojado en su casa.
Esta es una historia diferente de un drama que lleva golpeando a una pasiva Europa demasiado tiempo. La historia, a través de la mirilla migratoria de Fernando, de un extraordinario viaje protagonizado por aquellos de los que nadie habla. Hay 170 cubanos atrapados junto con otros 7.000 refugiados (afganos, pakistaníes y sirios) en el tapón de los Balcanes. El infierno serbio se ha convertido en la última frontera para todos ellos.
Fernando Soria (52 años, soltero y con cinco hijos) cogió un avión desde La Habana hasta Moscú el 17 de enero de 2017. Antes, desde el año 94, ya había intentado ocho veces cruzar en balsa hasta Estados Unidos. La última, en noviembre de 2016, se quedó a tan solo 12 millas de la costa de Miami. «Para el régimen castrista era un opositor. Siempre he denunciado los abusos del poder y el sistema corrupto, por ello me perseguían y encerraban constantemente y no me dejaban trabajar», relata Fernando. El gobierno cubano le puso la etiqueta de «personal no confiable» y le prohibieron el acceso al empleo en el sector estatal. Por ello no le quedó más remedio que vender frutas y verduras a escondidas en las calles. Hasta que ahorró lo suficiente para comprar un billete para Moscú. Porque la buena sintonía que había entre Putin y los hermanos Castro convirtió a Rusia en el único país europeo en el que los cubanos no necesitan visado para entrar.
Las primeras semanas de Fernando en Moscú las pasó durmiendo en la calle y comiendo lo que encontraba en la basura. Hasta que consiguió encontrar trabajo como portero de discoteca por la noche y de camarero en un restaurante durante el día. Cinco meses después se compró un billete para Montenegro. «He sido el único cubano que ha conseguido entrar en ese país sin visa. Tenía una amiga en el aeropuerto que convenció a la policía de que viajaba con una excursión turística», explica Fernando.
En Montenegro pasó un mes viviendo en un campamento de refugiados, donde coincidió con otro chico cubano. Los dos se fueron a los bosques que están junto a la frontera con Serbia e intentaron cruzarla repetidas veces sin éxito. «Hacía menos cinco grados, casi no podíamos movernos por el frío y cuando nos veía la policía nos pegaba una paliza», recuerda el cubano. «Al final, a la desesperada, rodeando yo solo las montañas cercanas a la frontera, encontré un camino y un día después aparecí en Serbia».
Fernando siguió andando hasta el campamento de Principovac, en el pueblo de Sid, en la frontera occidental con Croacia. Allí coincidió con otros dos cubanos, Mildrei, una peluquera de 27 años que estaba con sus dos hijos. Y Daniel, un mecánico que intentó reunirse en Florida con sus padres. Pero, después de que en enero de 2017 el entonces gobierno de Obama anunciara el fin de la política de «pies secos», que permitía a los ciudadanos cubanos que llegasen a territorio estadounidense sin visado obtener la residencia, Daniel decidió buscarse la vida en Europa. Él y Mildrei siguen varados en Serbia.
«En esos campamentos vivíamos hacinados, sin ningún tipo de atención sanitaria y con una sola comida al día. Era el infierno y luego estaban las mafias centroeuropeas que lo controlaban todo. Tenían a algunos refugiados afganos trabajando para ellos y te pedían 1.000 euros por cruzar hasta Croacia. Yo tuve la suerte de salir, pero decenas de mis compatriotas siguen allí», cuenta el cubano.
170 cubanos bloqueados
Una persona que conoce muy bien esa zona es el fotoperiodista español Antonio Sempere, que lleva un año como activista humanitario en Serbia. «Los cubanos se pensaban que iban a poder moverse bien desde aquí y se han quedado bloqueados, repartidos en campamentos por todo el país. La mayoría viven en los bosques cercanos a las fronteras, en la zona de Horgos, en granjas abandonadas al amparo de las pequeñas ONGs que trabajan sobre el terreno y que les dan comida y ofrecen duchas en medio de la nieve, ropa y mantas», explica Sempere, que alerta de que el mayor drama ahora se encuentra en la frontera de Serbia con Hungría. «Allí hay una valla electrificada donde todas las semanas muere algún refugiado electrocutado. Y cuando la policía les ve suelta a los perros y les rompen las articulaciones a golpes para que no puedan andar».
El cubano Fernando tuvo más suerte que el resto de sus compatriotas y logró entrar en Croacia al décimo intento, el 25 de agosto, saltando varias alambradas y sorteando fincas privadas. Al otro lado de la frontera le esperaba con el coche otro chico cubano que vivía en República Checa. De camino a Zagreb para pedir asilo se encontraron a un matrimonio de Pakistán que viajaba andando con una niña pequeña, y enferma. «Les ofrecimos llevarles en el coche. Poco después, la policía nos paró y nos acusó de movimiento ilegal de personas, de transportar a refugiados. Nos dieron una paliza y nos llevaron en el maletero de su coche hasta la prisión de Ozzie. Todo era absurdo, no tenía ningún sentido, pero nos tiramos tres meses en la cárcel, sin ningún juicio ni explicación. Fue muy duro».
Al salir, Fernando caminó hasta el centro de refugiados de Zagreb, donde estuvo cinco meses. Su próxima meta, Eslovenia, estaba a menos de ocho horas andando.
«Pasé varios días perdido en el bosque junto a la frontera, bajo la lluvia y a menos 20 grados. Me congelé los pies, se me pusieron verdes y después negros. Pensé que iba a morir. Un día, aprovechando una tormenta de nieve, entré a Eslovenia mientras la policía se refugiaba del temporal. Después de un día caminando, aparecí en una carretera que iba hasta Trieste (Italia)», cuenta Fernando. La policía de Eslovenia lo encontró en el camino y lo detuvieron durante diez días. Nada más soltarle, el cubano se cogió un autobús hasta la ciudad italiana. El 18 de febrero llegó a Trieste y de allí fue hasta Génova, donde finalmente compraría un billete de bus hasta Barcelona.
En la Ciudad Condal pasó unos días durmiendo en la estación hasta que una chica le ayudó y lo alojó en su casa. Sus contactos con varias ONGs españolas que acogen a refugiados le sirvió para viajar durante un mes por cuatro ciudades distintas: Madrid, Valladolid, Burgos y Málaga. Hace unos días regresó a la capital.
Ahora, la idea de Fernando es pedir asilo en España y poder trabajar legalmente. Aunque lo tendrá complicado. Según los datos que nos ha facilitado CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado), el año paso se emitieron 140 solicitudes de protección internacional de personas procedentes de Cuba. Hubo 40 resoluciones, tan sólo un 25% de ellas favorables.
«Han sido miles de kilómetros de palizas y vejaciones. He visto lo peor del ser humano en mi viaje. Pero todo vale la pena por ser libre. Esta ha sido mi particular vuelta al mundo». Palabra del balsero cubano.

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