El dinero en sí; incluso las monedas de oro o de plata, pronto se dieron cuenta comerciantes internacionales como ingleses , holandeses y otros muchos más, que había que utilizar algo más atractivo para romper voluntades, amores patrios y tradiciones.
Y la mejor y más “atractiva y deseada moneda” pronto se detectó que era el opio; un viejo producto que acompaña al hombre desde tiempos remotos ofreciéndole el favor de sus propiedades.
Y muy pronto, cuando se iniciaron aquellas navegaciones desde puertos europeos al resto del mundo, al margen de ofrecer “bocas de armas de fuego”, el comercio se generalizó y basamentó, en pagos efectuados en resina de la adormidera opiácea, en cantidades que en ocasiones acompañaba el lastre de las embarcaciones.
Y hasta que no llegó la reacción de los comercios a un pago tan destructor de las sociedades, dio tiempo de sobra para que hubieran países en Europa, con tierras pobres, miserables a la hora de otorgar el sustento de sus habitantes, que con medidas totalmente dañinas a corto, medio y largo plazo, forjaron sus imperios comerciales.
Ahora todo sigue igual, con distintos productos destructores parecidos al opio, tras los cuales se apoyan los imperios actuales, que, al igual que en el origen de las navegaciones interoceánicas, llevan la compaña de las bocas de fuego de las armas.
Y un mundo así, cochino, degenerado, que ya no le cabe tanta miseria bajo la alfombra, se felicita todos los años; hace borrón y cuenta, aparentemente nueva, y acentúa en todo lo que puede, y puede mucho, el joder y aprovecharse del vecino.
El comercio; el intercambio comercial por las buenas, ni existe ni se le espera. Aquí en España, donde los perros están atados con cadenas y solamente se sueltan para morder siguiendo instrucciones, el “opio del comprador” moderno es una mezcla indefinida de zancadillas mortales, droga y poder armamentístico, precipitadas en forma de un líquido venenoso, que ha rociado y podrido todo lo nacional propio, y que rige las transacciones comerciales actuales con solo productos extranjeros.
Y la felicidad; el deseo de felicidad expresado y dicho con una monotonía y desgana que apesta, consiste en que cualquier cambio que se genere en la sociedad en vez de allanar o derribar los muros diferenciales impuestos por los que manejan y poseen la “resina” del opio moderno, se construyan otros nuevos, más altos e infranqueables, porque el mundo no solo es que no puede vivir sin bárbaros, sino que los bárbaros necesitan esclavos.
Por eso y por muchas cosas más, mi más ferviente deseo es que en el futuro de ya mismo dejen de joder los imperios que manejan el opio y dios, y cada mochuelo en su olivo pueda chistear lo que le venga en gana, sin que le aparezca a la par el imperialista y el de habito cargado de opio hasta en las faltriqueras.
Algo así conllevaría que la humareda opiácea que nos está impidiendo ver la realidad social, que nos tiene atontolinados y no nos deja ver con claridad en qué zapato llevamos la piedra que nos impide caminar con soltura y risueños, podamos sacudirla y no permitir que seamos nosotros mismos los que cada día al levantarnos busquemos la piedra para que nos sirva de plantilla.
Entre otras muchas cosas porque lo único que sabemos como dogma de fe y necesidad, es que sin nosotros los esclavos, los vendedores de opio y dioses, no son nadie porque se quedan sin gente para joderlos.
Salud y Felicidad sin covid. Juan Eladio Palmis.