El humillante destino que España reservó a los soldados regresados de la Guerra de Cuba

Los soldados españoles que consiguieron sobrevivir a la guerra y regresar a España –después de una travesía infernal de dos semanas, todos apretados en barcos sin apenas comida ni bebida, mezclados sanos y enfermos y sin apenas asistencia sanitaria– tuvieron que sufrir otro calvario: el de su reinserción social y laboral en un país en serias dificultades. «Muchos volvieron inválidos, sin posibilidad de regresar a sus trabajos labrando los campos o vareando las aceitunas. Era como volver a la pobreza y el Gobierno no supo dar respuesta a ello. No eran conscientes del problema social que se les venía encima. Cuando se iban, les daban de todo: dinero, tabaco, vino, escapularios… Y a la vuelta, ni los buenos días», explica a ABC el historiador aragonés Javier Navarro, fundador de la asociación «Regreso con Honor», que ha conseguido identificar a los más de 58.000 muertos que produjo la Guerra de Cuba.
Según la información del Archivo Histórico Nacional, de febrero de 1896 a noviembre de 1898, entre los repatriados se contabilizó a 10.995 soldados inútiles y 33.808 enfermos. Se le llamó «La flota silenciosa», que siguió llegando hasta bien entrado 1899. Una tortura que no podía ocultarse en sus cuerpos demacrados. Ya no había representantes políticos dándoles la bienvenida en el puerto. La sociedad pasó de la orgullosa exaltación patriótica de las despedidas a la más absoluta tristeza. Un periódico compostelano recogía en 1898 una tétrica noticia que ilustraba esta pesadilla: «Un pobre soldado regresado de Cuba llegó hasta la puerta de su casa paterna en Enfesta. La hora era bastante avanzada y como aquel desdichado careciese de fuerzas para darse a conocer por la voz, no le abrieron la puerta, a pesar de sus repetidos golpes, por temor a ser objeto de un robo. A la mañana siguiente, el cadáver del desdichado joven, muerto de hambre, apareció tendido delante de la puerta de su casa, produciéndose la desgarradora escena al ser visto por su familia».

Problemas de vivienda, alimentación y sanidad

No hay que olvidar que España afrontó la guerra de independencia cubana con las arcas vacías y un endeudamiento crónico que arrastraba desde, más o menos, el reinado de Carlos IV (1788–1808). Fue uno de los lastres del desarrollo económico del país durante el siglo XIX y la guerra no vino sino a empeorar la situación. Según el historiador Carlos Serrano en «Final del Imperio. España 1895-1898» (Ed. Siglo XXI, 1984), habría que buscar a los culpables del «desastre» del 98 en los intereses políticos del gobierno de la Restauración y en los económicos de los grupos dominantes. Los primeros, por conservar el poder, y los segundos, por sus negocios. Y en enfrente una sociedad española pobre, mayormente rural, sobre cuyas espaldas recayeron los costes materiales y humanos de una guerra que fue el mayor desplazamiento militar de la historia, después del realizado por los norteamericanos para luchar contra la Alemania nazi: unos 220.000 soldados españoles cruzaron el Atlántico.
El reclutamiento se nutrió de jóvenes de clase baja que no disponían de recursos para pagar la redención: entre 1.500 y 2.000 pesetas según la época. Esto perjudicó a las economías familiares más desfavorecidas. Los historiadores Juan Pablo Fusi Jordi Palafox defendían en «1818-1996. El Desafío a la Modernidad» (Espasa Calpe, 1997) que todos estos soldados tuvieron que soportar duras condiciones de vida a su regreso: niveles de empleo enfermizos, salarios deficientes y problemas de vivienda, alimentación, sanidad y educación.
Esto puede explicarse por la incapacidad de absorción laboral del país y el olvido oficial. Y aunque el Estado hubiera respondido íntegramente al pago de las soldadas atrasadas, estas sólo hubieran supuesto un respiro temporal para quienes las reclamaban, pero no una solución a largo plazo. Aun así, algunos periódicos de la época, como el «Diario de Murcia», defendían la «sacralidad» de la deuda económica que el Gobierno mantenía con los militares repatriados y «la conveniencia de satisfacerla». Pero aquello no fue, en muchos caso, posible.

Un grupo de repatriados de la Guerra de Cuba, a punto de lloegar a La Coruña en 1897 – ABC

Muchos de los supervivientes, por lo tanto, se vieron abocados a sumarse a la masa de indigentes, vagabundos y buscavidas que pululaban por las calles de las ciudades y vivían de la mendicidad y la caridad pública y privada. «El trato que recibieron fue lamentable. A pesar de las circunstancias históricas del momento, creo que podían haber recibido un mejor trato. Al ver el problema, incluso se establecieron leyes para evitar que estos pidieran limosna. La Reina Victoria Eugenia mostró preocupación por ellos, pero el problema es que practicaron la caridad con ellos en vez de justicia. Para empezar, tenían que haber cobrado los sueldos atrasados, ofrecido una asistencia sanitaria de calidad y ser tratados con la dignidad que merece un soldado que ha luchado por la patria», añade Navarro.
La opinión es parecida a la de Guillermo Cervera Govantes, bisnieto del famoso almirante Cervera, héroe de la Guerra de Cuba y ministro de la Marina entre 1892 y 1893. «Al Estado le fue materialmente imposible atenderlos a todos, de ahí pudo venir la negligencia. El país estaba arruinado, era una nación moral y materialmente vencida. La mala conciencia por no salvar la situación en ultramar y provocar semejante desastre llevó a las autoridades a abandonar a su suerte a estos soldados cuando llegaron a casa. Por eso la recepción no fue, en absoluto, brillante. Fue dolorosa y fría, con el objetivo de quitarse de en medio el problema lo antes posible», cuenta a este periódico el capitán de fragata retirado.
Cádiz fue uno de los primeros lugares de España en conocer la magnitud humana del desastre. Su puerto fue de los que más barcos recibió, con todos aquellos militares exhaustos y moribundos. «Héroes enfermos que marchitaron infructuosamente su juventud por la patria», aseguraba «Blanco y Negro» en septiembre de 1898. También atracaron en Vigo, Santander, Cartagena, Barcelona, Málaga, Valencia o La Coruña. La descripción hecha por «La Ilustración Americana y Española» del vapor Alicante, llegado a esta última ciudad el 23 de agosto de 1898, era aún más dramática. Calificaba a sus pasajeros de «espectros, más que personas vivientes». «Sus cuerpos flácidos y escuetos cubiertos con andrajos les daba un aspecto repugnante hasta el horror y tristísimo hasta hacer derramar las lágrimas», comentaba el diario. Habían muerto 96 pasajeros durante el viaje. El 85% de ellos, a causa de tres enfermedades: disentería, diarrea crónica y paludismo.

Guerra de Cuba. 1896. Carlos Clement, soldado que mostró un heroico comportamiento en el sitio del poblado de Cascorro. – ABC

El «Faro de Vigo», al ver la magnitud del problema de los barcos que llegaban a su puerto, hizo un llamamiento para que las familias viguesas se hicieran cargo de los pobres infelices que no padecían enfermedades contagiosas. La ciudad se volcó en ayudar a nuestros soldados e, incluso, algunos de ellos fueron acogidos en domicilios particulares. La solidaridad de los ciudadanos funcionó en algunas ciudades, supliendo la incapacidad del Estado para asumir los costes de la liquidación colonial en lo referente a los regresados.
Uno de los costes más importantes fueron las reclamaciones por impago de pensiones a viudas, huérfanos y familiares cercanos de soldados fallecidos durante la guerra. Un problema que el Gobierno español resolvió mal y tarde, sumando además disposiciones para dificultar los requisitos que debían cumplir los interesados si querían cobrar. Los peores parados fueron los repatriados que regresaron enfermos o inválidos para trabajar. Dentro de la factura económica del conflicto y la liquidación estaban incluidas las pensiones de la guerra, que fueron aumentando a medida que esta avanzaba al elevarse el número de bajas por muertes, mutilaciones y enfermedades. El «Diario de Murcia» publicaba el 3 de julio de 1898 la siguiente información: «La cantidad que los militares consumieron en 1893-94, 39 millones de pesetas, se ha elevado a 45 millones en solo cuatro años. Una cifra que aún ha de experimentar grandes aumentos cuando terminen las guerras que sostenemos. Con razón comienza a preocupar hondamente que llegue la hora de la liquidación».
«A través de los archivos de la Guardia Civil descubrí que mucha gente se enteró del paradero de sus familiares tarde y mal. Otra, ni se enteró. Hubo incluso peticiones de pensiones por parte de viudas hasta 1910, cuyos maridos no habían regresado de Cuba. Muchas madres se enteraron años después de que su hijo había muerto de fiebre amarilla y que también habrían tenido derecho a dicha pensión. Otros familiares tampoco pudieron cobrarla porque ni tan siquiera supieron qué había pasado con su pariente. El Gobierno tuvo mucho interés de que esto no trascendiera a la opinión pública, por lo que echó tierra encima», subraya Javier Navarro.
En este ambiente impregnado por el sentimiento de derrota y de crisis económica se alzaron algunas voces críticas contra el régimen de la Restauración y, especialmente, contra la política militar española seguida después del conflicto. Vicente Blasco Ibáñez fue de nuevo uno de ellos, constatando lo que ya anticipó antes de la guerra, en otro texto publicado en enero de 1899. «Esos infelices españoles son las únicas víctimas de las locuras patrioteras y de los errores gubernamentales, pues continúan siendo víctimas al poner el pie en la Península. Pero no por desdichas nacionales inevitables, sino por olvidos voluntarios».
Fuente: ABC

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