El guaguancó que yo gozo

Se sentaba en una escalera, en el interior de un zaguán a comer todavía con esos buenos modales de gente de antes que nunca lo abandonarían

Para Andres Pascual.

Esto sí que es lo mío. Carlos Embale terminó peor que el gran Ñico Saquito, este último solía al final de su vida, casi medio ciego, envolver cubiertos en servilletas de papel de estraza en ‘La Bodeguita del Medio’ (visto por menda que fui su amiga) a cambio de que le dieran un plato de frijoles negros con un un cucharón de picadillo encima. Por su lado, Embale pedía limosna en la calle, pero no dinero, directamente pedía comida. Así terminaron dos de los más grandes músicos que había parido la Cuba de antes del engaño, y no han sido los únicos en acabar de la manera más paupérrima que se pueda imaginar.

Mi mamá era muy amiga de Embale. Embale la adoraba, porque china como él, y amiga del trago, se extasiaba así con la bembita roja echá p’alante ante esa inigualable voz. Embale le metía tremendas serenatas y peroratas de enamora’o guilla’o, ahí donde se la tropezara: en el bar de O’rreilly o en el bar Águila, en cualquiera de aquellos antros de ardor mi madre era una de sus musas.
Gloria Ying Martínez Megía y Pérez, que así se llamaba mi madre, lo que se redujo a «la chinita» o a Gloria Martínez, igual que la serenísima modelo del célebre cuadro de Cundo Bermúdez, siempre separaba un plato de nuestra pobre cocina para Embale, y salía a zancajearlo con una cantinita hirviendo envuelta en un trapo, por las calles de La Habana Vieja, para que allí donde se encontrara pudiera por lo menos calentarse las tripas. Embale era fácil de localizar, pues se paraba a mendigar muy cerca del hotel ‘Ambos Mundos’ o por la esquina del ‘Café de París’ o por los alrededores del antiguo bar ‘Lluvia de Oro’ a donde iba mucho antes el curda de Victor Manuel, pintor de la china tropical, nada de la mulata. A veces era yo la que iba con la cantina a buscar a Embale. Cuando lo encontraba, siempre me señalaba con el dedo y con aquella sonrisa suya y su pelo ya medio canoso, como si yo fuera un gran personaje: «Ahí estás tú», parecía decir, pero sólo sonreía. Él se sentaba en una escalera, en el interior de un zaguán a comer todavía con esos buenos modales de gente de antes que nunca lo abandonarían, y yo pegada a él a observarlo y a preguntarle boberías que él respondía con parsimonia.
El guaguancó que yo gozo me viene de él, de Celeste Mendoza, y de Los Muñequitos de Matanzas, a los que también fui a ver y a oír en varias ocasiones allá en un turbio solar matancero acompañada de mi segundo marido. Cuando todavía de las latas de luz brillante no sólo se sacaba chispas, además se extraía el verdadero ritmo de la vida del solar cubano. Que no era chusmería ni bajeza, era mucha clase y compás. Pero ahora lo que queda de todo aquello es una tremenda clase pero de mierdeta al cuadrado y del compás ni la sombra de una afilada punta.
Yo vengo de aquí, y lo demás es soledad y lecturas, también con su buena dosis de callejerismo bobo:
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