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El funeral de Carmelo en La Ciudad Luz

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Foto: Capilla y crematorio del cementerio Père-Lachaise

París, 3 de julio de 2020.

Querida Ofelia:

Se cumple un año más de la cremación de Carmelo, el pobre, un cáncer acabó con él en pocos meses. Lo había conocido en la Casa de la América Latina, del Boulevard Saint-Germain de París.

Los franceses tienen ese centro cultural donde se realizan exposiciones, debates y conferencias, se presentan obras de teatro, se proyectan películas, etc. Todo con respecto a la cultura de América Latina. Fue al final de una conferencia sobre literatura cubana del buen escritor Cabrera Infante (bueno, pero según unos amigos españoles: arrogante, pretensioso y antipático), cuando conocí a Carmelo.

En pleno debate pidió la palabra y se puso a hablar sin ton ni son, de que en Cuba lo acosaban moralmente por ser negro y homosexual y que la policía le había prohibido pasar de San Lázaro e Infanta hacia el oeste, o sea que el Vedado le estaba vedado, a pesar de que Celia era su compañera de santerías, etc.

¿Quién entre el público galo podía saber quién era Celia?

Después me enteré de que, aquel afrodescendiente  había sido muy apreciado en los medios intelectuales, que giran alrededor de la Casa de las Américas de San Cristóbal de La Habana. Pero por tener la lengua muy larga y haber dicho lo que pensaba, los compañeros le habían hecho la vida muy difícil en la Perla de las Antillas, y ahora vivía en un modesto apartamento parisino, en compañía de la compañera gala Jeanne.

La gala había vivido en Cuba en sus años mozos, para desde allí combatir al “imperialismo yanqui”. Posteriormente lo seguiría combatiendo desde París. Pero ahora vivía con un escritor disidente, considerado por los “compañeros” como una escoria, tengo que actualizar mi vocabulario revolucionario.

Después me encontré varias veces a Carmelo, en las exposiciones de pinturas de Gina Pellón o de Alejandro, en las conferencias de Eduardo Manet, e incluso en el recital de Celia Cruz en La Villette. Ese día fue el último en que lo vi en vida. Me caía bien, era lo que en Cuba llaman un jodedor.

 Y aquí entre tanto cubano sofisticado, plastificado o congelado, era una nota de cubanidad popular. El siempre con su despiste mayúsculo, seguía diciendo cualquier cosa en cualquier momento, sin que viniera al caso. Era una especie de «pasionaria» cubana disidente.

Se enfermó y murió demasiado pronto. Recuerdo una canción de Pototo y Filomeno de mi niñez que decía : «entren que caben tres, qué buen borracho ha perdido el barrio».

La compañera Jeanne nos llamó para decirnos, que el funeral se celebraría en la capilla del cementerio Père-Lachaise, el más antiguo y bello de la capital gala, clasificado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Allí al lado de las tumbas de Molière, La Fontaine, Chopin, Balzac, Visconti, Wilde, y muchos personajes célebres más, se celebraron los funerales más surrealistas que he visto en mi vida.

La capilla se llenó de cubanos: pintores, escritores, profesores, músicos, poetas, jineteras; toda la «crema» de la comunidad cubana exiliada o no.

La compañera Jeanne estaba en la primera fila, allí frente a un Cristo magnífico en mármol negro. ¿Será cristiana? Nosotros estábamos en la penúltima fila, a unos seis metros del organista, que era nada menos que un travestido con cara de Drácula, pelo a la cintura, vestido de negro con zapatos de tacones altos de charol (¡A las 9 a.m.!) y uñas larguísimas moradas. Tocaba el órgano con movimientos sincopados de la cabeza, al mismo tiempo que lanzaba quejidos (los únicos que se oían en aquel recinto sagrado). A su lado se encontraba de pie, una señora, que se parecía a aquel célebre artista cubano, Bola de Nieve. Cantaba un Ave María completamente desentonado, con una boca color rojo fuego y de vez en cuando sacaba su enorme lengua, para pasarla sobre sus labios de dimensiones descomunales. Parecía como si una gran manzana roja de California, hubiera sido picada a la mitad y se la hubieran pegado en el rostro.

Al ver a la cantante, recordé a María Elena, aquella simpática mulata del solar de Zanja y San Francisco, que parodiaba la canción «Fever». La cantaba durante los recreos de mi Secundaria Básica Felipe Poey: «era una pelea de bembones, era una pelea no más, era una pelea de bembones, una pelea a palo y pedrá. Dame tu bemba. ¡Ah! ¡Ah!¡Ah! Tu rica bemba. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!…».

El cura comenzó el sermón a propósito del «gran escritor brasileño». En eso entraron tres chicas con look de jineteras. Parecía que la caballería de Custer había invadido el Père-Lachaise, debido al inoportuno taconeo en plena misa. Decían: «permiso, permiso, ¡niño muévete, déjame pasá!” Creo que era la primera vez en sus vidas que entraban a una iglesia, a lo mejor creían que era como entrar a una jacarandosa guagua habanera.

Llegó la hora de la comunión y el cura estaba con el cáliz en la mano izquierda, una hostia en la derecha y nadie se acercaba. Ante su mirada incrédula, sólo tres fuimos a tomarla. Entre ellos Tony, enemigo acérrimo de Samuel. Tony estaba sentado delante de mí y al levantarse, escuché a Samuel que decía: «mírala, mírala como va a comer pan». Esto indignó a Esther, su esposa americana, la cual le dijo: «Samuel, respeta, que estás en una iglesia». Lógicamente como Samuel es judío y ex troskista, él estaba allí por cumplir con el difunto y no por sentimientos religiosos. Para él no era una blasfemia lo que acababa de decir.

Cuando sacaron el ataúd de la capilla, vi asomarse una lágrima a los ojos de la gala.

No había ni una flor, pues Jeanne al avisar a todos, había dicho que mandaran cheques y no flores, pues ella enviaría ese dinero a la República Socialista de Cuba, como solidaridad antimperialista. No creo que haya recaudado mucho.

El sarcófago fue llevado al crematorio que está aledaño a la capilla. Ante mis ojos y sobre todo, oídos atónitos, la compañera me dijo que si queríamos podíamos ir a la sala de espera del crematorio (donde normalmente en un silencio respetuoso los seres queridos del difunto esperan la entrega de la copa con las cenizas), pues ella iba a dar «un motivito» como había pedido el negro Carmelo. «¡Qué suenen un rumbón en mi entierro!», había dejado por escrito el difunto, según Jeanne. La compañera llevaba en una bolsa discos de: Celia, Willy, los Van Van, Adalberto y su Combo, etc., y hasta una botella de Havana Club para compartir.

Decliné la invitación amablemente, como casi todos los cubanos exiliados y después me enteré por Chuchú (el único “gusano” que fue), que las jineteras «pusieron sabroso el Pére-Lachaise». Hubo risas, chistes de Álvarez Guedes, salsa y ellas se despetroncaron bailando «dándole sabor a la cosa».

No sé si habrán puesto la canción de Celia, ésa que dice: » que le den candela, que le den castigo”. Nosotros nos fuimos a almorzar a un restaurante con Samuel, Esther, Luis y Julia. Comentamos estos funerales muy especiales, del negro ( perdón, pues ahora hay que decir de origen étnico subsahariano) Carmelo. Supe después que sus cenizas fueron esparcidas desde lo alto de un acantilado en la costa de Normandía, a donde a Carmelo le gustaba tanto ir los fines de semanas a descansar, lejos del ruido parisino. Esa fue una experiencia inolvidable.

Unos días después asistimos al Théâtre de Chaillot a una obra de Jérôme Savary con actores cubanos. Allí estaba la compañera Jeanne conversando  animadamente con unos cubanos.

De mayo del 1981 a abril del 1988 cuando falleció mi madre, le escribí una carta cada semana, en ellas le contaba las anécdotas, lo que veía, lo que descubría en esta parte del mundo, todos los viajes, etc., fue una especie de diario de exilio. Ella las conservaba preciosamente, junto a cientos de fotografías que logré hacerle llegar. Ahora, después de fallecer mi padre, me pregunto, ¿a dónde habrán ido a parar?

Si pudiera recuperarlas, pero no lo creo, serían un testimonio para mis nietos de las aventuras nuestras por estas tierras de la Vieja Europa.

Espero no aburrirte con mis larguísimas misivas.

Cuando era niño había en el correo de Camajuaní, una señora de gruesas gafas graduadas, de moño y de vestido de flores, que me decía que yo me llamaba Félix como el gato. ¡Qué poco tacto con un niño! Quizás ella no sabía que en la escuela, mis condiscípulos del plantel de La Ceiba, también me lo decían. En aquella época, la tele pasaba los dibujos animados de ese famoso gato cada tarde. Mi madre me había explicado que yo me llamaba así en honor a mi abuelo paterno, el cual había sido asesinado cuando regresaba a caballo desde el matadero de Santa Clara, a su finca Estancia Vieja, en la actual Carretera Central, camino de Placetas, para robarle el dinero. Había ido a vender varias reses. En aquella época no había ni tarjetas de crédito ni cheques. Lo mataron y lo tiraron a una cañada. Descubrieron su cuerpo sólo varios días después.

Mi pobre abuela María, que era buena como un pan, se desesperó. Se le aparecieron a la finca, unos señores decididos a comprársela. Ella se negó y, al día siguiente un hijo de nueve años llamado José, apareció ahorcado dentro de la casa de tabacos. ¡Fue demasiado! Mi abuela se hizo estafar fácilmente y se mudó a la ciudad de Santa Clara, con sus ocho hijos y el poco dinero producto de la venta de la finca, horrorizada por la experiencia que acababa de vivir. Mi padre era entonces un niño. Así que para mí es un honor llamarme Félix José, no como el gato, sino como mi abuelo y mi tío asesinados.

Nunca se supo quiénes fueron los asesinos ni quiénes se beneficiaron, comprando la finca por casi nada. En todo caso unas décadas más tarde, lo perderían todo por obra y gracia del espíritu…revolucionario.

Un gran abrazo desde estas lejanas tierras del Viejo Mundo,

Félix José Hernández.

Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro «Memorias de Exilio». 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019.  ISBN: 978-2-312-06902-9

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