-Por Hugo Esteva
Cada día está más claro que pronto vamos a volver a oir el “Que se vayan todos”. Al menos es cada vez más grande el número de compatriotas que no soportan a los políticos de unos y otros colores. Tampoco semejante repudio es un original argentino porque se lo registra más y más ruidoso en, por lo menos, los continentes con que tenemos relación estrecha. Pero lo local tiene tono e historia distintivos, que pegan fuerte en el descreimiento y el desapego de los “milennials”, distraídos planeadores que están en “otra”, distraídos casi suicidas mientras el mundo se les viene abajo.Punto particular es que, tras el ya poco recordado “pacto de Olivos”, la representación política quedó exclusivamente en manos de los partidos políticos. Partidos que se han transformado en suerte de universidades: instituciones únicas con capacidad para matricular los títulos habilitantes de diputados, senadores y sus correspondientes cofradías. Y, a través de eso, manejar subsidios voluminosos, empleados a granel, proyectos sí y proyectos no, toboganes y bloqueos, todo sin competencia. Sabemos bien cómo y dónde se cursan sus carreras: sedes hay en comités y unidades básicas prolijamente dispersas por todo el país como ya querrían estarlo las escuelas primarias; pero además se ofrecen postgrados múltiples en infaltables cafés, cuyas sillas siempre tibias son testigos insobornables de en qué consiste “trabajar fuertemente” en la discusión ideológica. Nadie dude, de esa ardua formación salen -diplomados “in pectore”- ministros y secretarios de Estado de las más variadas especialidades, “expertos” múltiples e intercambiables entre la Salud, la Defensa, la Economía, la Seguridad, y cuanto matiz de la generosa burocracia haya que ampliar.
El triunfo del gobierno actual le ha dado otra vuelta a esta tuerca siempre más atornillable: ahora no manda quien parece, y el que simula mandar da tantos giros como las clavas de un malabarista. El conjunto permite hacerse una idea de lo que semejante situación “derrama” sobre el resto de los mecanismos de gobierno: “Nada por aquí, nada por allá”.
El que hace las veces de quien manda lo practica sin pudor: reviste su subordinada situación con un tono suficiente de “canchero de barrio” frente a propios, sobre todo si son débiles, y a ajenos, sobre todo si están lejos. Como buen profesor de segunda, manda a estudiar a jueces y a periodistas (no importa aquí que sean mujeres); como buen simulador llama “amigo” o tutea en diminutivo a Presidentes de los países linderos, como a los pibes chicos de la cuadra. Ese magistrado que ataca las pizarras y conmueve los micrófonos no puede ser sino más de lo mismo. Aunque probablemente pensará que, si así llegó hasta donde está, no tiene por qué desviarse un milímetro. Y tendrá razón, en tanto lo que querramos los argentinos sea que nos gobierne la hipocresía.
Quien manda plantea un problema todavía más grave. Más allá de las maniobras que ordena y seguirá ordenando para resolver “su propio problema personal”, lo peor es que con eso ha demostrado también lo insaciable de su carácter. Que lo es desde la perspectiva de la más clásica patología psiquiátrica: las personalidades psicopáticas no tienen vuelta atrás. Y aunque esto pueda perturbar a quienes creemos que se nos ha dado el libre albedrío, capaz de salvar o condenarnos de acuerdo con los actos sobre los que tenemos dominio, se sabe bien que las personalidades psicopáticas tienen un sello profundo, mucho más difícil de corregir -si acaso es corregible- que las neurosis y hasta menos manejable hoy que muchas psicosis. Así como los violadores vuelven a violar, así como los cleptómanos vuelven a robar, así los psicópatas perversos vuelven a crear conflictos, a dividir, a lastimar… Por eso es difícil esperar otra cosa en una Argentina que ha caído en manos de una de estas personalidades. Y esto no es opinión política, es diagnóstico presuntivo fundado.
Como suele suceder, los primeros en ver esta combinación ineludible que vuelve reforzada no fueron sus víctimas, sino quienes van sacando provecho de una nación debilitada. Por eso, y es significativo que ni la oposición ni los periodistas que parecen representarla lo señalen casi, fueron los especuladores financieros los más rápidos para registrar lo que venía. No esperaron a que la fórmula enferma gobernase, ni siquiera a que ganara las elecciones: reaccionaron aplastando al país el mismo día siguiente de las PASO. Allí se ahondó una caída económica que no tiene miras de parar.
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No cabe duda, los errores del pasado no se borran mientras no se corrijan. Al contrario, como en lo individual, la línea del error se va separando en ángulo de la de la virtud, de manera que es cada vez más amplio el paso necesario para volver al acierto a medida que corre el tiempo. Hasta que el riesgo de caer al abismo se hace certeza.
Véase si no el resultado de la forzada capitalización de Buenos Aires, que los mejores porteños combatieron con sangre y sin suerte en 1880. La ciudad portuaria se deshizo de la provincia y se quedó con los privilegios; dejó de ser responsable del campo que la enriquecía con su trabajo y su producción, y empezó a explotarlo con su comercio. La gente de la provincia no se llamó más “porteña” y fue adquiriendo el desagradable nombre de bonaerense (un nombre que sólo usan los que la ven de afuera) que es como no tener nombre. Y empezó a crecer un engendro sin control, que es el Gran Buenos Aires, para que finalmente lo más eterna y definitivamente desafortunado de él -como La Matanza- termine decidiendo las elecciones nacionales sin por eso dejar de ser lo más desafortunado.
Así va llegando el final de un sistema que no es ni republicano, ni representativo, ni federal. Pero la caída, por larga y acelerada que parezca, no es imparable. O, dicho de otro modo, habría buenas y razonables maneras de detenerla.
Para eso es preciso derribar los pilotes falsos en que asienta el sistema destructor. Lo primero es aceptar que a la gente no se le puede hacer elegir entre lo que no conoce. Por elemental que parezca, es también pero perversamente elemental que se nos haga votar por personajes de cuyo verdadero carácter no podemos tener idea siquiera. Imágenes que aparecen cada vez más dibujadas por los medios masivos, provenientes de los orígenes menos calificantes para las funciones que se les requieren. No es cuestión de nombrar a tantos ejemplos conocidos. Con tal de que se plieguen al sistema, deportistas, actores, periodistas, profesionales vendedores de imagen… pueden ser candidatos para cualquier cosa si son “conocidos”, es decir si se los reconoce por televisión. Total, detrás de ellos vendrán los diplomados de la política que los manejarán mientras sirvan.
El método tiene que ser al revés: nos deben dar a elegir dentro de lo que conocemos. Y eso no puede suceder sino en el nivel municipal, un nivel alcanzable donde se puede ser testigo, donde es sencillo averiguar. Los así elegidos genuinamente formarán la base de la pirámide poco manejable que designe de entre ellos a quienes ocupen los cargos ejecutivos y legislativos de los órdenes provincial y nacional. De modo que el candidato que surja localmente pueda terminar siendo acaso Presidente de la República. Pero, y ahí viene el secreto de la limpieza que promete un orden de este tipo, nadie debe poder ser reelegido para ningún cargo si no lo es en su sitio de origen.
Por otra parte, no tiene sentido que sólo los partidos políticos presenten candidatos. Las entidades locales y hasta grupos de vecinos tienen que tener modos de promover a quienes consideren dignos de su representación. Y, del mismo modo, organizaciones de seriedad largamente demostrada, como asociaciones profesionales, academias, instituciones educativas, fuerzas armadas, tienen que tener representación clara y directa en los sitios donde se decidan las políticas que hagan a su fin y sobre las que entienden.
Por último, para no abundar, esta costumbre impuesta de votar cada dos años, este abuso circense de la “fiesta cívica”, debe dar lugar a períodos más prolongados que permitan el lógico hacer, el lógico planear, el lógico silencio alejado del proselitismo y empeñado en el trabajo. Sin reelección inmediata en los niveles ejecutivos.
Lo señalado parece más que obvio. Sólo enunciarlo provoca cierto pudor. Pero no por eso es menos verdadero, y por algo ni se lo nombra. El régimen actual sabe ocultar todo lo que lo pueda poner en peligro. Sabe perpetuarse para mal.
Es lo que nos pasa. Lo que se va ahondando cada día mientras un Estado elefantiásico e inútilmente voraz va deshidratando la salud de la patria. Nadie dude de que, gobernados por una personalidad psicopática y sus consecuentes, la sed va a terminar con esta Argentina tan enferma que ya juega con el caos. Es imprescindible deshacerse de semejantes cadenas.