Despertar al león herido

Cómo puede despertar el león herido
Por: Carlos X. Blanco.
No hay una nación viable si no hay un sentimiento común de orgullo y pertenencia, si no hay percepción ilusionada de un futuro compartido, si no existe un conocimiento del pasado, aquel pasado que nuestros muertos vivieron en comunión, y de cuya confluencia nace un «nosotros». Fueron muchos los que murieron para que «nosotros» seamos y estemos aquí. Ríos de sangre y cumbres de esfuerzo de muchas generaciones de españoles confluyeron hacia un cielo llamado futuro, y en ese futuro nos hallamos ya los hombres y las mujeres de la generación actual.
La cumbre de esa España en la que nos encaramamos debiera ser una cumbre cercana al cielo. Nunca se ha vivido mejor en este suelo. Aunque hay injusticia social y miles de problemas no resueltos, España figura inequívocamente entre los países del «mundo desarrollado», en el selecto club de naciones donde la sanidad y la educación son universales, y el acceso general a unos servicios básicos se encuentra garantizado. En esperanza y calidad de vida, España es uno de los «paraísos» de la tierra aunque, como ya es sabido, nunca existe verdaderamente un paraíso terrenal y menos para todo el mundo y en el mismo momento. Nuestra nación cuenta con una población altamente instruida y nuestros diplomados en varias ramas del saber y la técnica cuentan con el aprecio internacional. En los manuales de ciencia política y de historia contemporánea de medio mundo, la democracia española posterior a 1975 es presentada como modelo de fortaleza juvenil que ha resistido a los extremismos de izquierda o derecha, al golpismo y al terrorismo, y se sabe que aquella concertación entre la parte franquista de la sociedad y la no franquista ha sido, hasta hoy, elogiada como modélica. Nuestra leal pertenencia a la Unión Europea ha convertido al Reino de España en una potencia mediana y fiable, cumplidora de cada tarea encomendada por Bruselas, fiel y hasta sumisa seguidora de los dictados y acuerdos de éste ente. Su abandono de la autarquía y del modelo auto-centrado de desarrollo franquista se hizo a costa de inmensos sacrificios, desmantelando la industria y el campo de regiones enteras, condenando a muerte a ciudades y comarcas, y todo para cumplir con la tarea de una supuesta «europeización». Los españoles, tras la muerte de Franco, y dejando a la espalda una vergonzosa y horrible guerra civil, corolario trágico de un siglo XIX que fue –casi todo él- guerra civil permanente y despojo de nuestro Imperio- decidimos reinventarnos a nosotros mismos como «europeos», «demócratas», «modernos» y «liberales».
Pero se hizo a un precio muy alto. Se pagó el precio de dejar de ser españoles. Se hizo bajo la condición de olvidar, enterrar, sepultar todo nuestro ser histórico y «orgullo patrio». No sólo nos forzaron a encerrar el cadáver del Cid bajo siete llaves. La neo-España hubo de enterrar o enjaular a todos los demás héroes, gestas y logros. La España tradicional se sabía orgullosa de haber sido el único y primer territorio europeo en expulsar a los mahometanos y hacerlos retroceder hasta las costas africanas. La España tradicional se sabía heredera de un pueblo libre que reconquistó y repobló su suelo, y que lo hizo en el trabajo codo a codo de campesinos, nobles, reyes y clérigos, peleando todos a una por sacar de su suelo a la peste invasora. La hoy denostada Reconquista, iniciada por los astures y godos de Pelayo, fue una escuela de guerra, democracia y libertad de la que brotaría, andando el tiempo, una España muy fuerte, llena de impulso tras la unión coronada que los Reyes Católicos esbozaron.
Tan fuerte era el impulso civilizador y reconquistador, que las empresas políticas y militares de la joven España no se pudieron circunscribir al parco ámbito peninsular y por fuerza se derramaron allende los Pirineos y el mar Mediterráneo, tratando de hacer de él, frente a las amenazas francesas, berberiscas y otomanas, un nuevo Mare Nostrum, un piélago de pax hispana que reverdeciera la pax romana de la cual eran nuestros mayores sus herederos.
Pero era el Gran Océano el que guardaba las más altas cotas de hazaña, de impulso civilizador, de gesta. En el otro lado del ancho brazo de mar que separa el Viejo y el Nuevo de los mundos, a España le competía la labor inmensa de civilizar y, con ello, de unificar las orillas, de extender el Derecho Natural y la Catolicidad por la superficie única que es el Globo. España no olvidó ser nación, como ya nación fueron los reinos norteños, el astur a la cabeza, que recuperaron la Cruz y el suelo para su progenie. España no se perdió a sí misma derramándose en el ancho mundo. No, esas son tesis revisionistas que, retorcidas, destruyen nuestros ánimos y minan nuestras fuerzas. La clave de la empresa americana y asiática de los españoles fue la empresa cristiana del Imperio Universal, una empresa para todos los pueblos de la tierra. En la construcción de ese Imperio se cometieron errores, como error hay en toda labor humana, pero se asentaron firmes principios civilizadores como en ningún otro empeño. España aportó al mundo una muy distinta noción de Modernidad, la posibilidad de humanizar el trato entre gentes diversas y la creación de un Ordenamiento universal que regulara dignamente a las personas de todos los mundos, colores y trazas. Si esto no se logró, al menos se postuló y se dibujaron los planos para tan grande edificio.
Ni qué decir tiene que el saqueo pirático de estas mismas potencias «europeas» que tanta ilusión despierta entre nuestros líderes progresistas, aisló a nuestro Imperio, y que el retroceso acelerado en nuestras dimensiones territoriales, tras las traiciones criollas del Nuevo Mundo, combinadas con las Logias y los «europeos», supuso una crisis en la razón de ser de los españoles en este concierto mundial. Muy especial uso de la Leyenda Negra fue el emprendido por los supremacistas y separatistas, que toman al pie de la letra su hispanofobia haciendo leña del árbol caído, y mofándose de un Imperio, el Hispánico, que ellos creen incapaz de levantar cabeza.
Psicológicamente ocurre entre individuos algo muy similar a cuanto sucede entre los pueblos. Cuando un pueblo se muestra postrado, hundido, incapaz de devolver un solo golpe, éste pueblo histórico, y con más razón si antaño fue uno de los grandes, atrae de modo sádico todas las iras, desprecios y golpes de quienes se envalentonan y huelen la sangre. Los supremacistas de Cataluña y País Vasco, y quién sabe si de otras regiones en «lista de espera», aguardan la ocasión para dar su zarpazo, en combinación secreta y no tan secreta con nuestros «socios europeos». Cuanto más grande y esplendoroso es el pasado de una nación, hoy incapaz de grandes vuelos, más fácil es con ella hacer la leña y quemarla, y para los enemigos hispanófobos calentar sus bolsillos y proyectos mundialistas y aberrantes. Pues Catolicidad fue en España lo más opuesto posible al mundialismo aberrante de nuestro siglo. No fue sumisión a un Pontífice, a una oscura teocracia romana o a un ideal medieval y con sabor a rancio, fue reconstrucción de la dignidad y responsabilidad del hombre ante Dios y ante el Mundo.
Todavía sentimos a Cuba y Puerto Rico como regiones nuestras, y el mar, por ancho que parezca, no separa los corazones. Todas las repúblicas americanas y demás territorios por donde pasó y quedó la huella hispana saben que hay un límite al despedazamiento de aquel Imperio, imperfecto en cuanto humano, divino en cuanto a la idea. El límite a la anti-hispanidad de los traidores y de los especialistas en odio lo pondrá el regreso de la propia y universal Hispanidad en los cinco continentes, pues fue en los cinco donde hubo huella civilizadora, hubo pendones imperiales, hubo misiones y hubo españoles. La enorme hispanidad aplastará con sus pies a estos pequeñuelos racistas y resentidos, amparados por el tiro en la nuca o en el adoctrinamiento sectario. La enorme hispanidad, unida y generosa, será la que haga despertar al león herido, pero nunca muerto. Hispanidad que, bien hablada y conjugada incluye al iberismo y nunca niega la diversidad ni el autogobierno, pero que exige comportamiento leal y militante. Frente a reformas traicioneras y frente al orwelliano e insoportable «federalismo asimétrico» que, de espaldas al pueblo, las élites nos preparan, como al viejo demente le preparan un veneno so capa de eutanasia, nosotros diremos que no queremos una dulce muerte. Diremos que todavía hay materia por la que combatir. Que el Reino no sólo no va a menguar o desarticularse, sino que aún puede crecer y volver a su senda federativa ascendente, abrazando a todos los pueblos hermanos, víctimas del globalismo francés, anglosajón o germano. No es un «patriotismo constitucional» el que acabará con las ratas supremacistas y sus alocados sueños nazis de una Euskalherria o unos Països Catalans… Es el Imperio, si quiera como idea, y como espíritu reactivado, el que se alzará como maza que los aplaste y los ponga en la cuneta de la Historia.

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