Demasiado sol para un imperio de boina y pandereta

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Se sabe, porque está más que confirmado por los hechos, que en España cuando eres lo que se suele llamar un alto mando, para ser ascendido y recibir honores en cantidad, tienes que perder una batalla, y si es naval, mucho mejor.
En Cartagena de España se erigió, allá por los años veinte del siglo pasado, un monumento glosando las heroicas hazañas navales de dos escuadras españolas al mando, en Filipinas, del almirante gallego Montojo, y, en Santiago de Cuba, el almirante gaditano, natural de Medina Sidonia, Cervera.
Montojo, en Cavite, en Filipinas, no realizó al frente de la “chatarrería” flotante bajo bandera española ningún acto naval heroico como para ser ensalzado en monumento alguno, y Cervera, en Santiago de Cuba, no presentó batalla naval a los gringos y salió del puerto santiagueño con intención y logro de encallar los mejores y más modernos buques de que disponíamos en las costa cubanas.
La que se ensalza y se denomina como batalla naval de Cavite en Manila, Filipinas, empezó a las cinco y cuarto de la mañana del primer día del mes de mayo del año (siempre de gracia) de 1.898, y para las once de la mañana se acabó el espectáculo que presenciaron los manileros desde el paseo marítimo, y las tripulaciones de unos barcos de guerra alemanes que, ¡oh casualidad! estaban surtos en el puerto contemplando todo el estruendo del cañoneo, y comprobar como, para las nueve de la mañana, el “Reina Cristina”, buque insignia de la flota española, le explotaban las calderas y las municiones y se hundía.
Para el día siguiente, dos de mayo, Montojo ya estaba embarcado en la cubierta de un buque de guerra alemán gozando de un asilo guerrero, supuesto que para las once de la mañana del día anterior, ante el silencio de los cañones terrestres de la fortificada Manila, la bandera blanca ondeaba en el palo mayor del Apostadero Naval de Cavite, y su jefe, el citado almirante Montojo a buen recaudo bebiendo cerveza a bordo de la fragata de guerra alemana.
Manila, la ciudad fortificada que costó las dos yemas fortificarla, a la primera oportunidad que tuvo de ejercitar sus defensas, guardó un silencio cómplice con los atacantes, los más que amigos, filiales  hermanos yanquis, según acuerdos guerreros que las gentes nunca hemos tenido derecho alguno de saber los motivos ni el por qué Filipinas fue un reducto al completo de curas y frailes, para los cuales su bandería de pertenencia tras la batalla con la rendición española, ellos siguieron ostentando sus inmensas propiedades y, por lo tanto, nada les cambió. Al contrario, hicieron negocio con Alemania y las islas Marianas, Palos, Guaján y Las Carolinas
Por tanto, en el caso de Filipinas, Cavite, Montojo y el monumento cartagenero, ni viene a cuento ensalzar nada singular respecto al dicho almirante, supuesto que el propio Montojo fue suspendido del empleo de Almirante después de un consejo de guerra, porque en compañía de otros españoles no dudaron en refugiarse en los buques alemanes y dejaron con otro tipo de suerte a los demás españoles, militares o no, que había en las islas.
Para las once de la mañana de aquel día uno de mayo de 1.898, ya ondeaba la bandera blanca de rendición del apostadero naval de Cavite, y para el día siete del agosto siguiente, con volteo de campanas incluidas, ondeaba la bandera yanqui en la fortificada Manila, sin presentar batalla alguna.
En Santiago de Cuba, los mejores barcos de guerra de que disponía el imperio español, que no eran chatarra naval precisamente, no salieron del puerto santiaguero con ánimo de lucha, sino con otras intenciones y órdenes de su almirante Cervera.
De ahí que ambas jornadas navales postreras que pusieron fin a una inexistente presencia marítima española en la mar pese a ser un imperio ultramarino, si se quiere glosar algo en memoria de aquellos marinos y marinerías, no hay nada que objetar; pero no es de lógica alguna hacer política patriotera, como se hace casi a diario en Cartagena, mutando y exaltando algo que no ocurrió ni en Cavite, ni en Santiago de Cuba tal y como lo refieren las guías turísticas de la ciudad.
El monumento cartagenero intenta y logra ser una memoria al claro estilo de lo que NO FUE, y gustaría que hubiese sido. Pero no por eso hay que tirarlo abajo por el significado de recuerdo a gentes españolas que fueron al sacrifico personal en el silencio de la obediencia, ante unos mandos que se podían haber nombrado en el monumento, pero en modo alguno hacerlos protagonistas de una inexistente gesta heroica por su parte.
Con “honor a las Escuadras” había bastante. Con “honor a las Escuadras de Montojo y de Cervera”, el asunto se pasa en honores varios pueblos.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis

  1. EN UN OCTUBRE
    Al alba,
    la crónica dice
    que el primero,
    cuando el pino
    llenaba la tierra
    que no tenía
    que pisar
    y podía pasar
    de punta a punta
    la ardilla,
    le llamaron Ibero,
    en aquellos tiempos
    de mares
    ignotos
    sin orilla.
    Luego campeó el Celta,
    el Fenicio,
    el Griego,
    el Romano…
    Y ayer, casi a la vuelta
    del tiempo
    el moro y el cristiano
    supieron los dos
    del duro sol castellano.
    Y en un octubre,
    casi como en venganza
    por nada ni por nadie,
    arriba al otro lado
    de la mar
    la vela,
    que haciendo un caudal
    para llenar
    un fabuloso río,
    derramó sangre
    del poniente
    un pueblo,
    para mi vergüenza,
    el pueblo mío,
    que en virginal
    orilla
    la espada,
    la cruz,
    la mala ley
    escrita y la hablada,
    el boato inculto,
    la hiena con hábito,
    limpiaron y le dieron
    color rojo,
    eslabón por eslabón
    a la más larga cadena
    de esclavizar
    nunca fundida.
    Y todavía me cuesta
    creer,
    Inca, Maya,
    Azteca…
    Quien puede pretender
    y decir que fue encuentro
    y no profanación
    y conquista
    el avasallar
    unas tierras
    que el mismo océano
    ocultó
    cuanto pudo,
    evitando por siglos
    la vela de Castilla.
    Y de las tumbas
    de los aztecas
    y los demás pueblos
    y gentes,
    podrían surgir ahora,
    y sería justo,
    ráfagas violentas
    que engendraran
    sobre las corazas secas,
    sobre las picas cruentas,
    gentes indianas
    que exigieran cuentas.
    Pero no se, indiano,
    en qué fragua
    se forjó tu nobleza,
    tu temple templado,
    el puro,
    el genuino,
    no el mezclado,
    que hace bajar la cabeza
    al que usó tu recibimiento
    con crueldad
    y torpeza.
    Y a la postre,
    entre tanta cruz,
    tanta pica
    y tanta coraza,
    tu mano
    siempre sobresalió
    y sobresale
    sobre mi pueblo
    que si es algo,
    si tiene raza,
    es porque se hizo
    raza en tu raza.

  2. Hubo mucho traidor y mucho cobarde, como mucho héroe. El Imperio llegó a ocupar las tres cuartas partes del mundo fácilmente habitable, y duró tres siglos (o cuatro según se echen cuentas). Luego de gorra y pandereta… el articulista.

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