Del sueño hispánico a la pesadilla migrante

Por: Carlos Daniel Trueba
Allá por el año 1906 mi bisabuelo José María llegó a las costas del Ecuador. Vino de paso, pero se quedó para siempre. Por supuesto, era otra época, otro mundo, otra realidad. Mi abuelo Álvaro, una eminencia en el mundo académico ecuatoriano, fundador de una de las universidades más prestigiosas del Ecuador, siempre fue español. Aunque vivió en el Ecuador toda su vida, se casó con mi abuela, también ecuatoriana ella, y sus hijos fueron ecuatorianos, él siempre tuvo esa condición: de origen. Han transcurrido ya muchísimos años desde que mi bisabuelo partiera de la Madre Patria a “hacer las Américas” como tantos compatriotas suyos y paisanos, pues era vasco. Y como los vascos han sido de las comunidades que más Américas han hecho, mi bisabuelo no se quedó atrás. Hoy en día la realidad es bien distinta.
De mis tíos y tías, pocos fueron los que conservaron esa nacionalidad de origen, hasta que por fin, la ansiada Ley de Memoria Histórica permitió que mi padre pudiese acceder a la tan añorada condición de ser español.  ¡Y vaya esa sorpresa! No solo consiguió recuperar esa condición, sino que la hizo nuevamente como español de origen. La ley permitía que sus hijos, esto es, mis hermanos y yo, pudiéramos acceder a una segunda condición de español por opción. Es decir, podíamos optar por ser españoles, no de origen, pero españoles en fin. Había una salvedad, por supuesto, porque en estos golpes del destino, para bien o para mal, siempre debe de haber una excepción. Y, como en la ruleta rusa, el número gordo lo gané yo. Porque la condición de español por opción permitía, según la añorada ley, que únicamente los hijos de español de origen menores de edad podían acceder. Y yo ya tenía 22 años cumplidos. Es decir, mi sueño de ser español, no solo por derecho de sangre, sino como homenaje a la epopeya que hiciera mi bisabuelo José María un siglo antes, quedaba truncado. A manera de compensación, de limosna, el estado español estimó darnos una simple tarjeta de residencia por arraigo excepcional, hijo de padre o madre españoles de origen. Parecía suficiente si añadimos que se podía iniciar los trámites de la nacionalidad al cabo de un año de residencia continuada en territorio español. Quizás una compensación que los poderes del estado de la Madre Patria consideraron incluso demasiado generosa. Lo que no sabíamos nosotros, los descendientes, es que el trámite de nacionalidad española es un trámite engorroso, tortuoso, lleno de problemas, y sobre todo de larga espera. Así, en septiembre de 2015 decidí yo hacer lo contrario a mi bisabuelo, “hacer las Españas”. Conquistar lo que me habían quitado a base de esfuerzo, de amor, de saberme conocedor de datos tan importantes como la caída del reino visigodo en 711, la unión de las coronas de Castilla y Aragón o el fin de la guerra de independencia. O eso yo creía, porque a la larga, en vez de hacer las Españas, llegué al infierno de la nacionalidad por residencia.
La ley de nacionalidad aprobada en 2015, curiosamente el mismo año en el que entré como estudiante, pero que cambié mi tarjeta de estancia por una residencia por arraigo excepcional, estipulaba que los expedientes de nacionalidad por residencia se presentarían desde entonces en una plataforma telemática que ahorraría las largas esperas de años hasta que cada caso tuviese entrada en el Ministerio de Justicia. En el lapso de ese año, el expediente sería examinado, previamente tasas de pago,  y, siendo necesario,  aprobar un examen conocido como CCE (Conocimientos Constitucionales y socioeconómicos), con un costo de 85 euros, y de quienes no hablan castellano, examen de nivel A2, llamado DELE, con un costo de 124 a 180 euros y certificado por el instituto Cervantes, y se tendría una propuesta de resolución. Las tasas a cobrar no fueron gran cosa, pero tampoco “pelo de cochino”, como decimos en mi tierra. 101 euros por expediente que debían salir del bolsillo del solicitante, para un trámite que era gratuito si se presentaba en registro civil. De pasar dicho período sin respuesta alguna del ministerio, se entendería que el expediente había sido denegado por silencio administrativo, ante lo cual solo cabía iniciar un costoso y lento proceso judicial, el llamado “contencioso administrativo”. Nosotros, muchos descendientes, nos alegramos de la llegada de esta nueva ley que permitía sortear los cinco o hasta siete años que muchos inmigrantes en España tenían que esperar para verse ya nacionalizados. Lo que yo no sabía es que, cuando la plataforma ATENAS, aquella que salvaría la cara del Ministerio de Justicia para poner en orden un trámite burocrático que en la media europea puede llegar a demorar únicamente 9 meses, y eso si hay problemas en los expedientes, fue activada para recibir expedientes escaneados, pero todavía no estaba en funcionamiento. Y así, tras haber renovado mi tarjeta  (o cambiado, porque ya mi permiso de residencia excepcional había caducado, puesto que duraba únicamente un año)  a una tarjeta de residencia y trabajo por cuenta propia, empecé mi calvario para tener una nacionalidad que no es de origen, y que, además, solamente me ha demostrado las terribles injusticias a las que se enfrentan no solamente los descendientes de españoles, sino los migrantes en general.
Según he conocido, por redes sociales, aunque no he confirmado, pero estimando la cantidad de solicitudes presentadas, alrededor de 30 millones de euros se han recaudado hasta la fecha en expedientes telemáticos, de los cuales no conozco pero se que serán unos miles, de nosotros los descendientes. Lo más curioso de todo es que el ministerio no ha parado de cobrar las tasas y sin embargo ha ido posponiendo la activación de dicha plataforma. Y esto fue lo que me hizo buscar a otros migrantes, ya no solo descendientes, de quienes pude leer sus terribles historias por conseguir algo que habían luchado tanto tiempo y ante la cual el estado hacía la vista gorda. Ahí está el caso de Daud, de Amin, de Ark, todos de orígenes diversos, todos pagando sus cuotas de seguridad social, sus trimestrales, sus impuestos, buscando finalmente ese reconocimiento. La desesperación que hansentido algunos de tener que continuar renovando sus tarjetas cuando ya tienen en esta tierra sus raíces asentadas, o simplemente su derecho por haber sido ciudadanos activos. Conceptos que yo en su momento no entendí, o que quizás me parecían exagerados, pues si tenían el NIE (número de identificación de extranjero), ¿acaso no podían esperar más? Pues no. Y yo lo viví. Porque yo estaba de paso, yo había venido primero a reclamar ese derecho, he querido quedarme en esta tierra, pero he vivido el desastre. Ese freno, esa incertidumbre para poder acceder a oposiciones de trabajo en un país con una tasa de paro que todavía está por encima del 15% (y hasta el 40% entre jóvenes de 18 a 25 años en algunas comunidades), pero que, además, se sostiene gracias a la gran aportación migrante en materia de impuestos, ha sido una verdadera tortura. Una injusticia, ya no solo para los descendientes, sino para los propios migrantes que han puesto su granito de arena. Más de 119000 expedientes presentados en 2016 y más de 96000 en 2017 son números más a esto. De estos, recién los expedientes presentados en 2015, que sumaban hasta hace poco más de 140000, han empezado a ser resueltos a cuenta gotas. ¿Y la ley? Pues la ley está ahí, detenida, congelada en el tiempo, sin poder moverse ni un ápice. En este panorama, aparezco yo, con una tarjeta que me hace un trabajador autónomo, es decir, que si yo deseo trabajar con contrato, debo presentar ante la autoridad competente un documento firmado por algún alma de Dios que quiera ser bondadosa y darme la mano para cambiar mi estatus y poder tener otros trabajos. Tampoco puedo moverme a las zonas donde el paro ha pegado menos, el País Vasco, Madrid, Barcelona, porque mi tarjeta me limita a la comunidad autónoma en la que me encuentro. Para colmo, para renovarla, no cuentan ni criterios ius sanguinis ni integración, únicamente el dinero que yo aporto al estado. Increíble pero cierto.
En este desolador momento, donde el estado español concede nacionalidades a un torero de origen peruano o a un expolítico venezolano  “por causas humanitarias”, se preguntará el lector, ¿dónde quedan los migrantes, y sobre todo, dónde quedamos nosotros los descendientes? Pues en la inopia, en el vacío. La ley de nacionalidad estipula que los descendientes pueden solicitar la nacionalidad española por residencia. Es decir, es una nacionalidad cercenable (si es que existe dicha palabra en la RAE), que puede ser retirada según el criterio que lo estime conveniente el gobierno de turno. Pero además, es una negación al origen español que tenemos muchísimas personas en Hispanoamérica y el mundo. Una verdadera injusticia histórica, que, sin querer discutir el uso discrecional que tengan los honorables ministros de gobierno para aplicar la tan cacareada “Carta de Naturaleza” para ciertas personas que se les considera “en riesgo” o “que han contribuido a la cultura española”, es un verdadero atropello a la memoria de los emigrantes que salieron de España a engrandecer otros países con su propio esfuerzo y sudor, tal como les criaron a ellos sus padres, todos ellos españoles de convicción y amantes de su cultura. Esta negación de ese origen, que en países como Italia o Alemania no existe, representa la más grande ignominia que afrontan los descendientes de españoles, y que, al parecer, el Partido Popular quiere perpetuar. En meses pasados, la famosa Ley de Nietos, que reparaba esa injusticia histórica del estado español para con los descendientes, fue detenida completamente en los salones políticos del reino. Y eso, a pesar de tener un apoyo abrumador en los bloques de partidos de toda índole. El argumento: España ya ha hecho demasiado en materia de nacionalidad, decía Cristina Ayala ante el Senado.
¿Demasiado? Yo le pregunto, Sra. Ayala, ¿demasiado dice usted, con un trámite de nacionalidad que otorga a los descendientes una nacionalidad que no nos reconoce nuestro origen español? ¿Demasiado es para usted tener bloqueada una ley que su propio gobierno decidió implementar en 2015 y que hasta la fecha, por presión de los colectivos migrantes, ha conseguido desbloquearla hasta cierto punto? ¿Demasiado es para usted dejar en ascuas el drama humano, ya no solo de descendientes residentes en España, sino de muchísimos migrantes todos a los cuales se nos niega los principios de celeridad para resolver un trámite burocrático? Perdóneme que discrepe, Sra. Ayala, con usted, con el honorable Señor Ministro Rafael Catalá y con el bloque del Partido Popular. Que ustedes hayan sacado la llamada Ley de Sefardíes con el propósito de lavar su incesante y terrible furia contra los colectivos de descendientes, con un grupo humano que, siendo también heredero de España, les resulta más cómodo por ser aliados incondicionales de terceros estados, no quita que ustedes no han hecho desde ningún lado lo suficiente para las injusticias históricas que se siguen cometiendo contra los descendientes. Y esto solo destapa, además, las injusticias para con los migrantes en España que han pagado y cumplido con la ley para ver su esfuerzo de años reconocido con su justo lugar en la sociedad española. Que la grandísima y siempre presente generosidad del pueblo español con los migrantes, que su aceptación y su integración con nosotros, los descendientes y los que no, representa la cara más humana y más sublime que ennoblece a España, no quiere decir que el propio estado español ya haya avanzado lo “suficiente” en materia de nacionalidad.
Por ello, esto  que vivimos muchos descendientes, muchísimos en mi propia familia y en la de mi gran amigo Xavier, otro compatriota mío que espera ser español por residencia, y cuya abuela española (tristemente fallecida)  no pudo ver el sueño de ver a su nieto ser español, también demuestra que, así como el pueblo español es el rostro más grande de lo que generosa y maravillosa que puede ser la hispanidad, así también corresponde decir que las injusticias siguen presentes, y que lo que el pueblo español quisiera con nosotros, los hijos de España allende las columnas de Hércules, de vernos hermanados ya con ese reconocimiento, no es lo que desea el estado español.  La nacionalidad española se ha vuelto, al parecer, una especie de comodín político para el gobierno de turno, y no un derecho ganado, sea por herencia, por esfuerzo o por ambos.

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