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Cosas de gauchos

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Dejar los fríos australes y cabalgar por las llanadas pampeanas, fue un cambio en sus vidas que parecía que estaba programado por los interiores de sus pechos, porque apenas les costaba esfuerzo alguno el realizarlo.
El verlo de pie sobre el caballo tratando de adelantar su mirada al horizonte en la movible extensión de hierba, fue algo cotidiano que su hermana nunca se atrevió a hacer. Y que al principio le dio sobresalto y risa, sin saber donde terminaba el temor y por qué orilla empezaba lo cómico y extravagante.
Cabalgar desde el gélido sur y sentir sobre sus cuerpos lo cortante y afilado del viento pampero, no pasaba para aquellos dos hermanos de ser algo así como una brisa fresca que envolvía sus montones, delimitando su soledad y larga cabalgada.
Padre y madre quedaron abajo, en el sur, sumergidos y abrazados en aquella su tumba blanca, que ni el propio verano tendría calor para dejarlos al descubierto. Y, junto a ellos, aquel metal que probablemente no se habría caído de la mano de su padre, que murió como había vivido, siempre tratando de alcanzar con sus manos algo valioso. Y se lo llevó la parca cuando estaba tocando y acariciando algo razón de su vida aventurera de emigrante: la fortuna, la riqueza.
El aluvión de hielo y nieve que los cubrió en segundos mientras sus padres se abrazaban dichosos por el encuentro de aquel fabuloso filón de oro, fue un dramático telón bajado en la vida de aquellos dos gallegos, hombre y mujer, que no tuvieron tiempo de saborear su victoria económica, ni aún de despedirse ni con la mirada de sus hijos que estaban correteando por cerca del lugar, más interesados en la risa que hacía el agua al discurrir por entre unas piedras, que en prestarle atención a aquella cosa que en la corta distancia alzando las manos, sus padres elevaron hacia el cielo contemplándola con admiración, mientras daban saltos de alegría, acompañados, fatalmente, por un disparo al aire de su progenitor, que desencadenó el alud que los sepultó.
Ella para nada quería abandonar la cabaña que tan bien los protegía de los intensos fríos y los violentos vientos que nacen del vientre helado de unos monstruos sin sangre, que de siempre han habitado donde la Argentina se estrecha.
Por Perito Moreno hubieron algunos que los vieron pasar cuando dejaron por muy detrás las alturas de los Zeballos, a lomos de aquellos dos caballos: la única fortuna restante de los que un día se quisieron comer a la Argentina, y la Argentina, siempre superior depredadora, se los comió a ellos.
Se cantó y se canta que vivieron largos años por la llanura; y es algo que está cabalmente demostrado y anotado por muchas libretas sin renglón de los sentidos. Y aunque los hielos conserven las carnes, de nadie se sabe que diga que se siente cómodo con los fríos, especialmente de esos que son amigos de noches ausentes de lunas; en oscuros que no sirven para el camino, caballo y caminante.
Un gallego de andadura, de añoranza de otras tierras, vestido y caballo pampero, sombrero de ala vencida en galope, como si quisiera engañar y mentir a los campos, en la paz de la noche, con algunas guitarras, que aunque a algunos le duelan son y serán españolas, mojó la lengua en la luna redonda, y llevó el helor por la sangre, sin hoguera ni poncho, poblándola de gentes menudas, asesinas de sueños, que llenan la noche y lo oscuro tan pronto las sombras se tragan la hoguera. Pero dos caballos, violentos de trote, violentos de ruido, pasaron cercanos. Pasaron agachando las matas, los yuyos, las yerbas. Los vieron mis ojos que no son espejos que nublen escarchas. Y pasaron en junto de un viento que se hizo más frio, silbante, mugiente, chillando por la noche entera que se quedó parada, extraña, doliente, cuando los dos caballos, el uno negruzco, el otro puede que fuera pardo. La cabellera de ella, negra, partida, bonita, tremenda. Todo en silencio, ni un solo silbido, sin ningún comentario. Allí, cerca de la lumbre, vimos dos jóvenes galopando a galope de muerte a caballo.
Pude ver a María. El gallego de compaña me juró que vio a Paulo, los dos hermanos. Pero lo que ayudó a detener la guitarra, la noche y el canto, fue un tercer jinete, galopando en rocín entre negro y blanco. Era el futuro: un hijo de hermanos.
Lo dicen, lo cantan, repiten que se está formando, que está creciendo para llenar las noches, para no dar descanso, a cuantos van por las pampas y se toman a risa, a guasa, o hacen un mal comentario, de las cosas tan serías que se cuentan, junto a la hoguera los gauchos.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.

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