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Historias cubanas de hoy, entre éxodo y picaresca

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Los inversores compran casas a nombre de cubanos, las restauran y las convierten en hostales o restaurantes.

(Adaptado de el Faro de Vigo)
Carlos tiene 63 años y vive en Trinidad, una hermosa villa cubana a tres horas y poco en coche de La Habana. Nunca ha estado en la capital. «Nunca amigo, ¿para qué? Yo soy de otro tiempo», dice. En 63 años ha llegado como máximo al pueblo de al lado, Sancti Espíritus, a 70 kilómetros. Se dedicó a la producción azucarera hasta que el enésimo ciclón, ya cerca de la jubilación, le destrozó el cultivo. Ahora, desde la terraza de su casa, un esqueleto de hormigón a medio hacer al que se accede a través de un andamio, cuida los dos o tres coches que los turistas alquilados en el hostal de enfrente dejan diariamente. Un euro por cada coche y noche. Tres euros al día. Unos 90 al mes. «Esto es un lujo, amigo. Tengo gratis la sanidad, mis nietos estudian gratis y no nos falta para comer, exclama.
Miguel tiene 31 años y vive en La Habana. Estudió turismo y trabaja en una casa de alquiler de habitaciones por 25 euros al mes. «Aquí nadie vive de lo que le da el gobierno. Todos tienen algo por detrás», cuenta mientras hace fila en Coppelia, la famosa heladería cubana (2 euros, ocho bolas de riquísimo helado), en el barrio del Vedado. «Que no te extrañe», explica, «que de esta heladería los empleados aprovechen para llevarse paquetes (de helados) y los vendan en el mercado negro. Total, es un producto-gobierno, o sea, de nadie», añade. «Aquí nos dan estudios, pero no nos dejan crecer. Nos enseñan a caminar, pero no nos dejan correr, resume.
Cuba es hoy un país donde la brecha generacional y el lugar de residencia condiciona la opinión sobre la revolución: no piensa igual un cubano de La Habana que otro de Camajuaní. No es lo mismo preguntarle a un jubilado de 63 años, como Carlos, que a un joven de 31, como Miguel.
Recorrí Cuba durante tres semanas el pasado septiembre, de Pinar del Río a Camaguey. Como occidental, la sensación que me llevé de Cuba fue la de un país bueno para sobrevivir y malo e incómodo para vivir, un sitio extremadamente complejo, con ganas de ponerse en sintonía con el siglo XXI y de abrazar la democracia y la libertad. Se han multiplicado los negocios privados, paladares y hoteles, y asoma ya sin complejos la inversión extranjera, especialmente llamativa la presencia sueca e italiana.
Los inversores compran casas a nombre de cubanos, las restauran y las convierten en hostales o restaurantes. «Al gobierno le viene bien porque así le están restaurando el país gratis», señala Yarelys, habanera de 41 años. Yarelys muestra dos casas de amigas a la venta: una de tres habitaciones y dos baños en Centro Habana, a 38.000 euros, y otra de un cuarto, a 19.000.
«Cuba es como un mango duro que está a punto de caerse del árbol. Y los países están tomando posiciones. Mira EE UU, Suecia, Italia. Es un país virgen muy apetitoso», cuenta Orlando. Orlando vive en Santa Clara, santuario del Ché Guevara, y tiene dos hijas gemelas. A una de ellas le tocó la green card y se fue a EE UU.

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