Boguí, el niño malgache de Tamatave

París, 19 de junio de 2019.

Querida Ofelia:

Uno de los momentos inolvidables de nuestro reciente viaje por las islas del Océano Índico, ocurrió en Madagascar el pasado 1 de marzo.

Estábamos en el puerto de Tamatave esperando la piragua que nos llevaría por el río Panganales hasta una aldea en la jungla. Nos percatamos que un niño descalzo, con pantalón y polo de mangas largas – a pesar del gran calor que hacía – nos observaba.

Mi esposa le dijo en francés: Hola. ¿Cómo te llamas?

-Boguí – respondió.

Comenzamos a conversar con él. Pero algo curioso es que aquel niño no sonreía, ni cuando mi esposa le dio los caramelos que llevaba en el bolso, ni cuando yo le ofrecí los bolígrafos de tinta roja y azul que suelo llevar para tomar apuntes.

Al llegar nuestro turno para subir a la piragua, Boguí nos dijo que iba a esperar nuestro regreso. Así fue, pues cinco horas después, al bajar en el muelle, allí estaba él a una distancia prudente de los guías y los policías.

Teníamos varias horas libres y deseábamos ir a recorrer la ciudad, pero Boguí nos invitó a ir a su casa. Le dio la mano a mi esposa y nos guió por un barrio de chabolas con calles de tierra, sin aceras, electricidad ni alcantarillado, verdaderamente impresionante. Su casa, como todas las demás es una choza con paredes de bambú y techo de paja – lo que nos recordó los bohíos cubanos -.

Nos presentó a su madre, una mujer de unos 30 años envejecida prematuramente y a sus siete hermanitos. En el interior de la choza no había muebles, todos duermen en el piso de tierra, se bañan en el río, donde también la madre lava la humildísima ropa de todos. Como no hay servicios sanitarios, para sus necesidades fisiológicas también van al río.

Los únicos objetos que existen en aquella cabaña de unos doce metros cuadrados, son una rústica Cruz de madera y una gran caldera de hierro negra, en la cual cocinan al exterior con leña, los alimentos que les proporciona la católica Caritas y que comen con las manos, pues no tienen cubiertos. Los vasos consisten en jícaras de cocos.

La madre hablaba un francés combinado con algún dialecto local, pero lográbamos entendernos.

Te haré un resumen de nuestra conversación: su esposo y su cuñado partieron hacia Europa hace un año cada uno con el hijo mayor – de 13 y 14 años -, a la búsqueda de un mundo mejor. Cito sus palabras: “para lograr vivir nosotros y nuestras familias como los blancos, no como los animales como ahora vivimos”.

Lograron cruzar por toda el África Subsahariana, pero cayeron en manos de bandas militares en Libia y fueron vendidos como esclavos.

Su cuñado fue matado a latigazos, cuando descubrieron que se trataba de escapar con su hijo. Al chico después de torturarlo salvajemente frente a los demás esclavos, para dar el ejemplo, lo montaron en un vehículo que partió hacia el desierto y no se supo nada más de él.

Su esposo y su hijo lograron escaparse y llegar hasta la costa, desde donde lograron zarpar en un bote inflable hacia Europa, pero éste se hundió y ambos se ahogaron a pesar de la cercanía de un barco. Ella supo toda la historia gracias a un vecino que fue recatado por aquel barco de una ONG con el que logró llegar a Europa y que, por medio de Caritas hizo llegar una carta con toda la historia a su esposa.

En aquel momento recordé las palabras de la “distinguida” señora Rodríguez, cuando a bordo del Costa Mágica en un crucero por el Mediterráneo en abril de 2016. Llegué a la mesa apesadumbrado y dije: “es terrible, acabo de ver en el noticiero de la televisión que una embarcación de emigrantes africanos se hundió aquí cerca y todos murieron ahogados, incluso muchos niños”. La distinguida Sra. Rodríguez – la cual llegó a Tierras de Libertad desde el Mariel con un bebé en brazos- exclamó: “pues mira, es mejor así, pues si esos niños llegan vivos a Europa, cuando crezcan se volverán terroristas”. Ya podrás imaginar mi reacción indignada.

Su esposo, el “distinguido” Sr. Rodríguez, para calmar mi indignación me hizo un chiste antisemita con respecto a las cámaras de gases de los campos de concentración. El puñetazo que di sobre la mesa, hizo saltar las copas. Te puedo asegurar que desde entonces para mí y mi familia ambos dejaron de existir.

Pero volvamos a Tamatave. Mi esposa le propuso a Gisèle – así se llama la mamá de Boguí- ir con ella al mercado que se encuentra cercano al puerto, pero no aceptó. Ante la insistencia de los niños, ella los dejó ir con nosotros. Pero solo llevábamos cien euros en efectivo, como solemos hacer al bajar del barco, por si nos roban.

No puedes imaginar la cantidad de ropa, sandalias y comida que pudimos comprar para los niños y la madre, ya que los precios son ridículos para un europeo. Ej. Un par de sandalias de cuero vale 1 euro, un jeans idem, una camiseta 20 céntimos de euro, etc.

Regresamos a la choza y cuando Gisèle vio a sus hijos cargados con nuestros modestos regalos, nos quería besar las manos.

Querían ver las fotos de nuestros hijos y nietos, les mostramos las que llevamos siempre en nuestras billeteras. Estaban asombrados, uno de los niños decía : “mira que zapatos tan lindos”.

Antes de entrar al mercado nos habíamos informado cuánto costaba el taxi tuk-tuk para regresar al barco y por ello nos quedaban los 5 euros de reserva.

Todos nos acompañaron hasta el tuk-tuk. Boguí se despidió diciéndonos: “yo quiero ir a vivir a Europa para poder ir a la escuela, tener zapatos y después poder llevar para allá a mi mamá y mis hermanitos”. Pocas veces he visto a mi esposa tan emocionada como en esa despedida.

Ahora estamos tratando de buscar a alguien que vaya a Tamatave como turista para ayudar a la familia de Boguí, pues por correo es inútil. Una señora francesa que iba cargada con regalos para una familia malgache, nos dijo que lo que ha enviado por correo nunca ha llegado a la familia que ella ayuda.

Un gran abrazo desde La Ciudad Luz,

Félix José Hernández.

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