Alejandro Armengol
Entre las paradojas que con frecuencia nos regala la historia cubana llega una muy peculiar: el afán de la oposición por establecer una sociedad capitalista democrática en la Isla, mediante una vía que en esencia rechaza el modelo que trata de importar.
Un gigante del sector turístico, la empresa Carnival Corporation, anunció el martes que ofrecerá a partir de mayo de 2016 un crucero semanal a Cuba.
Por un momento olvide que la corporación especificó de inmediato que los viajes se realizaran bajo la premisa del intercambio cultural, artístico, religioso y humanitario. Y también por otro momento recuerde que aún se está concretando el itinerario, mientras Carnival espera la aprobación del gobierno cubano.
Así que nada de espectáculos tipo Broadway, ni casinos flotantes. Tampoco se supone que los viajeros dediquen el tiempo a practicar buceo o sobre motos acuáticas.
Cada día, bajo las regulaciones actuales de Estados Unidos, tendrán que pasar por lo menos ocho horas involucrados en algún tipo de experiencia cultural.
No hay que esperar fotos luminosas y espectaculares de los grandes cruceros de Carnival a la entrada de la bahía de La Habana. Esos que uno encuentra en Miami, al cruzar el MacArthur Causeway rumbo a Miami Beach. Los buques que uno contempla como gigantescos hoteles, en medio del mar pero cerca de la costa, y considera vecinos enormes y al mismo tiempo amables, porque es fácil llegar a ellos y no hay que ser millonario ni mucho menos para subir a bordo.
Los viajes de una semana de duración se realizarán a bordo de un barco mucho menor. El Adonia, que tiene capacidad para 710 pasajeros. Una nave relativamente pequeña para una compañía con cruceros que pueden transportar hasta 3.000 viajeros.
Lo anterior es cierto. Pero si no palidece, al menos cede el paso ante una realidad apabullante: la compañía de cruceros más grande del mundo podría empezar a viajar a Cuba.
Ya no es Netflix o los intentos de Google —otro gigante— o las remesas; los viajes familiares, la organización Pastores por la Paz con su hipocresía anual o un afinador de pianos perdido en su tarea entre el comején y el abandono de un viejo instrumento.
Es Carnival. El símbolo del capitalismo en todo su esplendor: de la frivolidad al ensueño.
Y ante ese avance —que hasta el momento parece indetenible del capitalismo sobre la Isla— los opositores no muestran mejor cara que encerrarse en esquemas caducos.
No se trata de abrazar a un capitalismo más o menos “salvaje” —todo capitalismo lo es, en esencia, al buscar la ganancia como el fin primordial— como la panacea frente a todos los males. Es actuar en consecuencia.
Si se sustenta la tesis de que el capitalismo no traerá la libertad a Cuba —por el simple hecho de que tras la Coca-Cola solo hay una pausa que refresca y no el reverdecer de los derechos humanos—, la consecuencia lógica es el rechazo a ese neoliberalismo visceral tan repetido en los discursos del exilio.
No basta con refugiarse en un supuesto código moral de patriotismo de sexto grado de la escuela primaria: la evocación de los héroes del siglo XIX y el llamado de la patria. Porque en el exilio, la exaltación de la libertad pasa primero por el pago de la cuenta de la electricidad. Y no tiene por qué ser diferente en Cuba.
Ocurre en Miami —para citar un ejemplo—, donde hay exiliados que no dudan un momento en alzar sus voces en favor de los derechos humanos en Cuba; gritan su repudio a la política del presidente Barack Obama y expresan sus deseos de aislar diplomática y económicamente a la Isla, con el supuesto fin de lograr el fin del régimen castrista. Y que al mismo tiempo no se permiten ni un susurro en contra de sus jefes inmediatos en el trabajo.
Todo mezclado: la satisfacción emocional de manifestarse a favor de la democracia en el país de origen; pero al mismo tiempo procurar que no le falte la luz en casa, en el país de residencia.
Lo que no es más que elección personal, en muchos que viven al margen de la política —en el sentido de ejercerla como profesión—, se complica para quienes postulan un fervor opositor, disidente o de activismo en favor de la sociedad civil. Aunque al mismo tiempo recaen para su labor en una práctica mercantilista donde la función rentista —al recibir un sustento directamente del gobierno de Estados Unidos, o de fundaciones que de forma más o menos enmascarada se nutren de esos fondos— opaca una visión más amplia, en que la libre competencia determinaría la supervivencia del más apto, principio fundamental capitalista.
De esta forma, las figuras y organizaciones de la disidencia no se miden en función de su efectividad, sino de parámetros subalternos, que van del reclamo constante a la victimización hasta el apego a los modelos establecidos por sus benefactores en Washington y Miami.
El apego constante a ese modelo mercantilista —por conveniencia monetaria o ausencia de mejores circunstancias para desarrollar otras vías— determina en buena medida la negativa a buscar su inserción dentro de un nuevo modelo cubano que poco a poco aflora, donde las ventajas e inconveniencias del mercado van a determinar cada vez la situación del país.
En la medida que se extienda este anclaje en el pasado, la oposición cubana seguirá rechazando oportunidades.
Si bien los posibles viajes de cruceros de Carnival no representan, a un futuro inmediato una incidencia directa en la población de la Isla, sí ilustran particularmente la marcha de los tiempos.
En primer lugar por el hecho de la compañía tiene su sede en lo que, en un sentido general, se conoce como Miami —aunque desde el punto de vista de división política y administrativa está en un suburbio, la ciudad de Doral— y apenas hace unos pocos años un anuncio de este tipo, de ser posible, se habría interpretado como un “insulto” o “desafío” a la comunidad exiliada.
Luego por ejemplificar una muestra de la incoherencia ideológica del sistema cubano, empeñado solo en conservar el poder.
La paradoja aquí es que ese exilio miamense en vía de extinción está arrastrando en su caída a la oposición o disidencia cubana, que por motivos económicos no corta su cordón umbilical y se limita no solo al desgaste en repetidos recuentos de presos políticos —que lo son y no lo son—, cuya cifra en el mejor de los casos no trasciende de un número reducido; o a un antagonismo estéril y vocinglero con la Iglesia Católica, como si aún no tuviera suficientes enemigos. Eso, por supuesto, sin contar con los planes quiméricos, que suelen discutirse con frecuencia a la hora de los postres en cualquier capital europea.
El arrastrarse en un supuesto cuerpo a cuerpo con el castrismo caduco no le da vigencia a la oposición —como tampoco se la otorga al régimen sus continuos métodos represivos— sino contribuye al tipo de distracción que siempre ha buscado La Habana.
Mientras tanto, la Casa Blanca ha dejado en claro que los últimos actos represivos —por supuesto que muy condenables— no detendrán la política estadounidense en favor de la reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba. Lo demás en seguir hablando mal del presidente Obama, en Miami o en donde sea. O del capitalismo. O si se quiere de la ambición, la avaricia y el dinero. Ello tampoco cambiará nada.
Anticastrismo y anticapitalismo
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