La mayor parte del inmenso continente americano, desde el río Grande a la Tierra de Fuego, pertenece al mismo mundo histórico y cultural que las naciones de la península Ibérica.
por ANTONIO FONTÁN , Editor de Nueva Revista
La mayor parte del inmenso continente americano, desde el río Grande a la Tierra de Fuego, pertenece al mismo mundo histórico y cultural que las naciones de la península Ibérica. Los cientos de millones de hombres y mujeres que pueblan aquellos espacios hablan español o portugués. Hablan esas lenguas y viven en ellas.
Parece seguro que en la segunda mitad de la Edad Media europea algunas expediciones de marinos del norte de Europa —comerciantes, pescadores, piratas o sencillamente exploradores «normandos»— procedentes de Escandinavia o Islandia, pasando quizá por el sur de Groenlandia, tocaron en varias ocasiones las costas continentales de la América del Norte, llegando hasta el río San Lorenzo. Seguramente traficaron con los escasos pobladores de la región, pero sin asentarse allí ni pensar en hacerlo, y sin que haya quedado una información precisa de sus viajes, ni de la clase de hombres con que se encontraron esos audaces navegantes «vikingos».
La relación de las coronas ibéricas con el continente americano se inició mucho más tarde, con el «Descubrimiento» de 1492, del que dio noticias el propio Cristóbal Colón a su regreso a España en marzo de 1593. Las embarcaciones de la época se prestaban a más largas travesías y los marinos estaban en posesión de instrumentos de navegación más avanzados. Al principio, tras el retorno de las primeras expediciones, en la Península y en toda Europa se hablaba de las Indias, porqueera adonde se habían dirigido los navegantes españoles y donde creyeron haber llegado.
En pocos años hubo varios viajes más que alcanzaron la Tierra Firme y las exploraciones se fueron extendiendo por la costa hacia el sur. Una de las expediciones de más largo recorrido fue desde las bocas del Orinoco hasta Patagonia, y los navegantes cobraron conciencia de que por aquellas tierras no había camino hacia el oeste y que tanto el Cipango (China) como la India, que los portugueses habían alcanzado costeando África, quedaban lejos y probablemente con mares de por medio.
Esta historia viene a cuento del nombre de América, con que desde siglos ya se conoce a todo el continente. Uno de los más destacados navegantes y pilotos de esos últimos años del siglo XV y primeros del XVI era el itálico Amerigo Vespucci o Vespuccio, de Florencia (1454-1512).
Fue amigo de Colón, a quien ayudó a preparar su segundo viaje. Unas veces al servicio de la Corona portuguesa y otras de la española, capitaneó entre 1497 y 1504 cuatro expediciones al Mundus novus, como muy pronto se empezó a decir, y escribió unas relaciones de ellas, en una de las cuales describía esa primera navegación que había alcanzado la Patagonia. Al regresar a Lisboa en 1502 Vespuccio estaba convencido de que aquella tierra no era la de las Indias, sino otro continente.
Estos documentos se difundieron pronto por el centro de Europa, despertando el interés de los cartógrafos franceses y alemanes. Uno de ellos, Martin Waldseemüller, publicó en 1507 las Quattuor Americi Vesputii Navigationes junto con una Cosmografía suya, inspirada en el recién descubierto Ptolomeo. Desconociendo la hazaña colombina y los otros viajes anteriores, el tal cartógrafo proponía que el mundus novus se llamara América, por el nombre del que él creía que lo había descubierto: «Amerigen, quasi Americi terram sive Americam».
En un planisferio del propio Waldseemüller aparece escrito por primera vez el nombre «America», si bien aplicado sólo a la América del Sur. Esa denominación no proviene de ningún anticolombianismo o antihispanismo, sino de la falta de información, o ignorancia, de un cartógrafo alsaciano. En los últimos años de su vida, Vespuccio, ciudadano español ya, fue una especie de «gran navegante», encargado por la corte deEspaña del examen y eventual autorización de los pilotos y armadores que querían ir a «las Indias».
Durante largo tiempo aún el lenguaje «oficial» de la Corona siguió hablando de las Indias, así como también los historiadores y cronistas del siglo XVI: Gómara, Oviedo, Mariana, Juan de Castellanos, etc. Mientras tanto las circunscripciones que se iban creando —virreinatos, capitanías, audiencias— recibían nombres castellanos (Nueva España, Nueva Granada, Río de la Plata, etc.) o conservaban, más o menos adaptados, otros de origen local: Perú, Guatemala, Panamá, etc. Pero en el uso común de la lengua española la voz América, designando el continente, o una nueva parte del mundo —el mundus novus—, estuvo plenamente introducida ya en el siglo XVI. Uno de los principales personajes del Quijote, el «cura» del lugar del famoso caballero, hablando de literatura con el canónigo de Toledo en el capítulo cuarenta y ocho de la primera parte de la novela, critica que haya comediógrafos que no respetan las «unidades» de la preceptiva y escriben piezas tan inverosímiles que tienen como escenario en un acto Europa, en otro Asia y en otro África. «Y aun si fuera de cuatro jornadas —añade el clérigo manchego—, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo».
A principios del siglo XIX, en las Cortes de Cádiz, se hallan presentes o representados, junto a los diputados peninsulares, los de las diversas circunscripciones americanas, porque unos y otros forman parte de «la Nación española» que «es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios », según el artículo primero de la Constitución de 1812.
Desde la Independencia de las repúblicas americanas los destinos de esos nuevos Estados y España circularon por caminos diversos y en ocasiones enfrentados. Pero la comunidad de lengua y de tradiciones culturales y sociales siguió constituyendo un nexo para el que no existía el océano. Sus escritores eran los nuestros y buena parte de nuestras costumbres, las suyas. En esa misma centuria, especialmente en sus últimos tramos, empezó a desarrollarse y a crecer un flujo migratorio de aquí para allá, particularmente en dirección a algunos Estados. Esa tendencia prosiguió en el novecientos, dando lugar a nutridas colonias deespañoles, «gallegos» en Buenos Aires e incluso «gachupines» en México, algunos de los cuales, o sus hijos, regresaban como «indianos» a la patria de sus mayores, pero de ordinario sin romper con las tierras ultramarinas en que habían estado y seguían considerando suyas.
A esos emigrantes se unieron unos miles —no tantos como a veces se escribe o se dice— de exiliados de la guerra civil. Muy notorio ese fenómeno por la calidad humana y profesional de una parte de ellos, que pertenecían a los sectores sociales e ideológicos dirigentes de la segunda República. No hay que olvidar tampoco que, especialmente desde los años finales del decenio cincuenta y siguientes, fueron varios centenares, quizá unos pocos millares, los latinoamericanos que vinieron a España para cursar o ampliar estudios: profesionales, docentes, políticos, etc., para los que nuestro país España era una puerta abierta a Europa, fácilmente accesible desde aquí.
En el último cuarto de siglo el panorama es más abierto, más de doble dirección y más prometedor. Con la Transición, España se ha modernizado política, económica y socialmente. Además la tecnología industrial, comercial y financiera de nuestra nación ha alcanzado niveles exportables, mientras las posibilidades del inmenso continente de lo que se llamó el «Nuevo Mundo» son atractivas no sólo para los españoles sino para los otros países europeos a los que España —presente en la Unión Europea, en la moneda común y en crecimiento incluso ahora que parece haberse vuelto más lento el proceso— puede servir de estímulo y de cauce para lo que se suelen denominar joint ventures. Nuestros dos mundos, el peninsular y el americano, están más cerca que nunca y se prestan mejor que en otros momentos de la historia a cooperar en empresas culturales, económicas, industriales, financieras y sociales de interés común.
Las «Cumbres iberoamericanas» son ya una tradición y casi una costumbre que por parte española han contribuido a crear —o fomentar— gobiernos de distinto signo político. El paso siguiente debe ser que su celebración, como debería ocurrir con la de este año, se convierta en un acontecimiento.