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Los cubanos son incapaces de gobernarse a sí mismos

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Excelentes administradores y negociantes. Pésimos luchadores políticos. Magníficos profesionales, pero incapaces de mantener el rumbo democrático de su país

A Armengol, Cuaderno de Cuba
Mientras los cubanos siguen triunfando en los negocios, conquistando posiciones elevadas en todas las organizaciones públicas y privadas en las naciones a la que han emigrado, y se destacan en las profesiones más diversas, no logran aún la transformación democrática de su país y ni siquiera adoptar una actitud más tolerante hacia las opiniones ajenas.
Excelentes administradores y negociantes. Pésimos luchadores políticos. Magníficos profesionales, pero incapaces de mantener el rumbo democrático de su país.
La existencia de decenas de años de dictadura castrista ha brindado una justificación mayor: el extender un manto piadoso sobre los diversos períodos en que una y otra vez se intentó refundar la república, reiniciar el proceso constitucional y empezar casi de cero en el orden institucional. No se trata de postular una sociedad estática, sino de enfatizar la necesidad de una estabilidad, que Cuba ha estado siempre lejos de alcanzar.
Más que un interés por el avance lento y sistemático, es característica del cubano el afán de acabar con todo para hacerlo distinto. Borrón y cuenta nueva. El mito del ave fénix. Vocación heroica, ideal mitológico. El cubano es revolucionario por naturaleza. Como las sociedades más estables no se construyen a golpe de héroes, siempre existe el problema de quedarse a medias.
Al saltar la barrera de la exaltación y querer llevar los ideales a la práctica, los cubanos nos limitamos a esquemas alejados de la realidad, Nos rodeamos de patrones erróneos, solo justificados por la sonoridad de una frase. Acabamos encerrados en las limitaciones cotidianas.
Es entonces la hora de arribistas y demagogos, quienes repitiendo un discurso hueco sacan provecho de nuestras virtudes y debilidades.
A toda esta idealización e intenciones sublimes se contraponen actitudes mucho más apegadas a la realidad, que se imponen en la práctica y han hecho que en la política cubana siempre triunfen los vivos, o incluso los villanos.
Las raíces de la valoración exagerada de lo propio y la justificación a priori de nuestros defectos se remontan a la herencia hispana, y al surgimiento tardío del capitalismo de libre empresa en España y Latinoamérica.
La sobrevaloración de nuestra identidad se ha convertido en un recurso eficaz en días difíciles, pero también es una enorme limitación a la hora de conocer y analizar nuestras capacidades.
En nuestra nacionalidad se anidan no sólo expresiones positivas y creadoras, sino también valores y sentimientos perniciosos, dispuestos a aflorar cuando las circunstancias lo permiten: llevamos el diablo en el cuerpo.
Fidel Castro desperdició millones de dólares y años de vida de los cubanos en planes agrícolas e industriales, guerras y guerrillas, proyectos que no han rendido resultado alguno. No ha sido el único. Es un esquema repetido desde la fundación republicana. Raúl Castro —con mayor mesura impuesta por las circunstancias y una vocación menor— trata de convertir sus limitaciones, al abordar dicho destino, en una marca personal: vende su incapacidad como “pragmatismo”, y ha tenido éxito en el empeño; al menos entre analistas y medios de prensa.
En todos estos casos, junto al fanatismo los pequeños resentimientos; tras el afán heroico, las mezquindades y los prejuicios. Ello le ha facilitado la tarea al mal.
Junto a dirigentes políticos, generales y miembros de los cuerpos represivos, a la par de funcionarios y oportunistas, los pequeños seres que no han obtenido grandes beneficios y privilegios, salvo el placer de satisfacer sus rencores y envidias.
Algunos de ellos un día marcharon al exilio, y quizá nunca se han cuestionado que hicieron su pequeño mal de forma gratuita e injustificada. Son los que participaron en actos de repudio mientras aguardaban la llegada de un bote por el puerto del Mariel; los que aún hoy asisten a las manifestaciones, mientras alientan en sus corazones la esperanza de obtener una visa.
Muchos han continuado en el exilio esa senda oportunista, amparados en su conocimiento de las «reglas del juego», siempre dispuestos a no arriesgar sus pequeños cargos, fieles a lo aprendido en las reuniones de la juventud comunista, el sindicato y el partido, y rehenes del temor a perder privilegios logrados por su servilismo.
Si ayer se proclamaban fieles partidarios de las ideas del Comandante en Jefe, hoy alaban a cualquier «líder del exilio» y se proclaman fanáticos de la libre empresa, cristianos de corazón y anticomunistas de nacimiento. Olvidan palabras, actos y cuna con la misma persistencia que antes persiguieron a sus compañeros.
Herederos de una tradición revolucionaria caricaturesca, son ellos una caricatura. No como una forma expresiva sino como una vulgaridad ramplona. Trazos mal hechos, seres deformados, existencias vanas.

Se habla sobre la necesidad de juzgar, condenar o perdonar a todo aquel que en determinado momento ejerció un papel más o menos destacado durante estos largos años de régimen castrista, que pese a todo no culmina. De igual importancia es analizar la miseria humana que los impulsó o los conduce a cometer cualquier pequeña infamia.

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