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Perdiéndonos la fiesta

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Cataluña nunca fue esa provincia encerrada en sí misma que los nacionalistas quieren construir. Si algo ha admirado de ella el mundo hispano es su espíritu cosmopolita y su apertura. Ahora, su gran esfuerzo es borrar al otro

 

Los latinoamericanos de mi medio —escritores, editores, periodistas— están abandonando Barcelona. He pasado tiempo creyendo que se marchaban de España por la crisis. Pero ahí me encontré con que muchos de ellos se han trasladado a la capital. En cambio, ya ninguno hace la ruta contraria, la que yo mismo hice, la que antes era normal.

Ante los que se consideran más europeos que otros europeos ¿Qué podemos esperar los americanos?

Ninguno de estos amigos y conocidos se ha marchado por ser anticatalán o antinacionalista. Ninguno diría que la política ha tenido algo que ver con su decisión, Simplemente, han encontrado trabajo allá. Pero precisamente eso es la consecuencia de lo que está pasando en la política catalana: hoy, si escribes en español, tu vida está en otra parte.
Cuando comento estas cosas en Cataluña, los más nacionalistas me responden que eso ocurre porque Madrid es la capital: hay más dinero, más movimiento, más todo. Pero ese argumento ignora su propia historia. Para los escritores en lengua española, Barcelona siempre fue mucho más importante que cualquier capital. Como recuerda Xavi Ayén en su monumental Aquellos años del boom, el gran momento de la literatura latinoamericana se forjó en Cataluña. Lejos de Franco y cerca de Francia, esta ciudad se convirtió en la puerta del español hacia Europa. Y cuando yo llegué aquí hace diez años, aún lo era. Los intelectuales que hoy abandonan Barcelona prueban precisamente que antes estaban aquí. Madrid nunca había podido llevárselos. Hoy Barcelona se los regala, renunciando con convicción a su propio lugar de privilegio.
El crítico y editor Andreu Jaume advirtió en estas mismas páginas el 19 de junio que la capitalidad editorial de Barcelona “peligra ahora por una desidia política que ya está empezando a propiciar una diáspora cultural”. Yo añadiría a la desidia, ceguera. Porque esta ruptura responde al conflicto de algunos políticos catalanes con España, pero el español no es la lengua de España: es la lengua de quinientos millones de personas y la segunda más hablada en el mundo. La española ni siquiera es la mayor comunidad de hablantes de ella, tampoco la más importante. Si los hispanos de Estados Unidos fuesen un país, formarían parte del G20. En este gigantesco universo, lleno de energía creativa, Barcelona siempre fue la Nueva York. Hoy está empeñada en convertirse en la Letonia.
Me temo que no se trata de un error, o de un daño colateral, sino de un acto voluntario y deliberado. Como todo nacionalismo, el catalán se basa en el convencimiento de su propia superioridad respecto de quienes lo rodean. El nacionalista catalán cree que los suyos son más eficientes, modernos y cultos que un andaluz o un gallego, y resume todas esas cualidades en el concepto “más europeo”. En general, muchos europeos están convencidos de ser mejores que los demás y ya no reparan en el tufillo xenófobo de considerar su origen como una cualidad. A eso me he acostumbrado. Pero ante gente que se considera más europea que otros europeos ¿Qué podemos esperar los americanos? Todo lo que un nacionalista catalán desprecia de España es lo que nosotros representamos.
Ahora bien, independientemente de cuestiones de sensibilidad: ¿De verdad es viable desdeñar a toda esta gente? ¿A todos esos países? El español es la segunda lengua de Estados Unidos. Es una puerta a Japón y China a través del relaciones entre los países del Pacífico. El impacto cultural de este fenómeno no se limita a los libros, sino a todos los ámbitos de la comunicación. Un país hispano, México, alberga la segunda feria editorial más grande del mundo en Guadalajara. El español es la segunda lengua en Twitter. La ficción latinoamericana se emite en pantallas de televisión de Croacia, Rusia o Australia ¿Es posible menospreciar a todo el planeta?

Madrid nunca había podido llevarse a esos intelectuales. Hoy Barcelona se los regala

La respuesta es no. Lo que sí es posible es que quedarse solo. En la medida en que Cataluña defiende su identidad como diferente de la de todos los demás, pierde referentes para hacerse oír en el mundo. Hay una fiesta allá afuera. Y los que vivimos aquí nos la estamos perdiendo.
Cataluña nunca fue esa provincia encerrada en sí misma que los nacionalistas quieren construir. Si algo ha admirado de ella el mundo hispano es su espíritu cosmopolita y su apertura. Durante décadas, su bilingüismo perfecto ha sido la señal de una sociedad culta, orgullosa de sí misma y dialogante a la vez. La protección del catalán en la educación fue un ejemplo para las lenguas autóctonas americanas, antes de convertirse en todo lo contrario: un esfuerzo por borrar al otro.
La paradoja es desoladora: basados en un elevado concepto de su propio cosmopolitismo, los nacionalistas están construyendo una sociedad más provinciana. Por enormes que sean sus banderas en plazas y estadios. Por fuerte que griten en catalán e inglés. Por muchas embajadas que quieran abrir. Su único proyecto cultural es precipitar a Cataluña orgullosamente hacia la irrelevancia.

Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es escritor.

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